Fernando R. Genovés

Reseña del libro Pensadores Temerarios. Los Intelectuales en la Política de Mark Lilla. Traducción de Nora Catelli. Prólogo de Enrique Krauze.

Podría hablarse sin exageración de la pujanza en la historia de las ideas, la metafilosofía y la sociología del conocimiento de una especie de género —o subgénero— temático ocupado en el controvertido asunto del «compromiso de los intelectuales»: o por qué los escritores, pensadores y artistas han tenido desde antiguo la funesta manía de pretender cambiar el mundo en lugar de limitarse a comprenderlo, de aspirar a influir poderosa y visiblemente en la siempre voluble opinión pública, de dictaminar sobre aquello que ni sienten verdadera vocación ni demuestran suficiente capacidad; de meterse, en fin, allí donde nadie les ha llamado: la política.

Sea por exceso o por defecto, la irrupción de los maestros, los oradores y los bardos en la res publica parece no haber encontrado nunca su ejercicio idóneo, y el balance de su reflexión, acción u omisión invita más a la decepción, cuando no al espanto, que a la satisfacción y a la complacencia.

Julien Benda escribía a finales de los años veinte del siglo XX de la «trahison des clercs», cuando aún no podía prever plenamente el movimiento en Europa de una sección considerable de la intelligentsia a favor de posiciones totalitarias, sea el comunismo, el fascismo y el nazismo, sean las variadas modalidades del nacionalismo. El fenómeno de la influencia de los intelectuales en la sociedad fue ganando en importancia a medida que ésta iba amalgamándose, como consecuencia de su continua transformación en sociedad de masas, y creciendo en vulnerabilidad perceptiva, como efecto de su conversión en sociedad de la comunicación y de la información (a menudo, mal denominada «del conocimiento», como si fuesen conceptos sinónimos).

Más al tanto de la situación y con mayor noticia de cómo avanzaba la función, Robert Nozick, a mediados de los años ochenta, caracteriza la casta de los intelectuales en términos de «anomalía», por cuanto constituye una congregación que exhibe, desde una sospechosa fraternidad corporativa, una desinhibida y unánime oposición al capitalismo, rayana en la obsesión paranoica. Para tratarse de un colectivo privilegiado llamado a aportar luz y saber al resto de los mortales, no son pocos los misterios, artificios y estafas que tienden a progresar en su seno, hasta que tarde o temprano salen finalmente a la superficie. A finales de los años noventa, Alan Sokal y Jean Bricmont publican un ensayo ejemplar, Imposturas intelectuales, que pone al descubierto la pícara astucia de la antirazón postmoderna, pero también la blanca palidez de muchas encendidas figuras públicas. Hoy tenemos que hablar de otra clase de miserias intelectuales. O acaso de las mismas.

En el libro Pensadores temerarios, el profesor de Pensamiento Social de la Universidad de Chicago, Mark Lilla, ofrece un sugerente trabajo que, en la línea ya señalada del desvelamiento de la auténtica médula de los intelectuales, significa una decidida indagación sobre la tentación política que impulsa a tantos pensadores a abrazar esa perversión moral y mental que denomina «filotiranía», esto es: la fascinación por los despotismos y los totalitarismos políticos, así como la seducción por los personajes que los acaudillan y guían. Por esta galería de retratos pasan seis estampas representativas, las cuales tras su correspondiente semblanza se tornan casos a tomar en serio: Martin Heidegger, Carl Schmitt, Walter Benjamin, Alexandre Kojève, Michel Foucault y Jacques Derrida. Seis personajes prominentes en sus áreas de saber que han creado, cuando no escuela, sí una destacable corriente de simpatizantes. También ellos tuvieron sus ídolos y fetiches, casi sin excepción alentadores de extremismos de izquierda o de derecha, paladines de la tiranía y la dominación. Bajo su sombra afilaban los lápices, y no es raro verlos oscilar caprichosamente de un lado al otro del arco ideológico, deambulando desde los espectros de Marx a las iluminaciones de cualquier otro faro visionario o quimérico.

Repárese bien en la selección de autores: todos europeos, situados alrededor del «eje franco-alemán», o, en palabras del autor, «ejemplos de las dos orillas del Rin». Cada uno con sus particulares demonios interiores y obsesiones personales, sus biografías y bibliografías, sus vacilaciones, conversiones y fluctuaciones. Pero todos participando de una misma ofuscación esclarecedora de la naturaleza de la filotiranía que los cegó, a saber, un antiliberalismo contumaz forjado en un contexto propenso al desafuero: «La tradición filosófica europea hace difícil pensar en la tolerancia, por ejemplo, salvo en los términos antiliberales de la teoría del espíritu nacional del romanticismo de Herder o el rígido modelo francés de ciudadanía republicana uniforme o, actualmente, el idiosincrásico mesianismo de la deconstrucción de Jacques Derrida».

¿Qué profunda fuerza mental excita la atracción intelectual hacia la tiranía? En el epílogo del ensayo, Lilla traza un inteligente esbozo de respuesta a este interrogante, definido como «la seducción de Siracusa», en referencia a los tres desplazamientos de Platón a la isla regida por el tirano Dionisio a fin de hacer que entrara en razón y adoptase la perspectiva justa marcada por el filósofo ateniense. He aquí el sueño de Platón y de Dión. Es sabido que ambos fracasaron, pero no menos que los filotiránicos europeos del siglo XX. A unos más que a otros, a todos les perdió la falta de autoconocimiento, la vanidad, el ansia por realizar la Idea, la pulsión interior de proyectar hacia fuera sus propias miserias, su arrogancia, su irresponsabilidad.

A menudo, el célebre compromiso intelectual, la filantropía y la utopía conducen a estas cosas. Aunque, también existen otros ejemplos de actuación contenida y responsable en política que con demasiada ligereza, cuando no confabulación académica y mediática, son simplemente ignorados u omitidos, y que Enrique Krauze hace bien consignándolos en la introducción del libro. Se trata de la menos ruidosa, pero mucho más fructuosa, trayectoria fijada por creadores de «diseños e ideas» como son Bertrand Russell, Ortega y Gasset, George Orwell, Isaiah Berlin, Karl Popper u Octavio Paz.

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Fernando Rodríguez Genovés es escritor, ensayista, crítico literario y analista cinematográfico. Profesor funcionario de carrera, en excedencia voluntaria, en la asignatura de Filosofía. Autor de nueve libros y mantenedor de varios blogs, el Dr. Genovés es fundador y colaborador habitual de El Catoblepas, revista crítica del presente, de periodicidad mensual, publicada desde 2002.

 

Nota:

El presente texto corresponde a la reseña del libro Pensadores temerarios. Los intelectuales en la política de Mark Lilla. Traducción de Nora Catelli. Prólogo de Enrique Krauze. Debate, Barcelona, 2004, 190 páginas. Fue publicada inicialmente, con el título «La seducción de Siracusa», en Blanco y Negro Cultural, suplemento cultural del diario madrileño ABC, nº 671 (4 de diciembre de 2004). Para la presente edición el propio autor ha introducido algunos pequeños cambios ortográficos y de estilo.

 

Citación:

LILLA, M. Los intelectuales en la política. Traducción de Nora Catelli. Prólogo de Enrique Krauze. Reseña de: RODRÍGUEZ GENOVÉS, F. (2012). La filotiranía: cuando la intelligentsia se queda a favor de posiciones totalitarias. PortVitoria, UK, v. 7, Jul-Dec, 2013. ISSN 2044-8236, https://portvitiria.com

Fernando R. Genovés

Desde a Antiguidade que o propósito do enriquecimento pessoal tem sido interpretado em termos contrários à moral, como se fosse algo indigno, um pecado, um vício. Tal visão da riqueza e do bem-estar individual repousa sobre uma visão antiga e tradicional do assunto, a qual reprime o crescimento das sociedades modernas. Com uma menor ou maior dose de cinismo, o socialismo, dentre outras doutrinas e ideologias retrógradas, insiste em manter vivo esse credo contrário à liberdade, ou seja, o pobrismo.

Sem embargo, não faltam autores que têm procurado mostrar a compatibilidade entre a riqueza e o viver bem, e, os objetivos da economia e da ética. Um deles é Bertrand de Jouvenel (1903-1987), filho de Henry de Jouvenel, o qual foi casado, em segundas núpcias, com a famosa escritora Colette (Sidonie-Gabrielle Colette). Portanto, teve por pai um senador, embaixador francês e o mais influente membro do Partido Radical, e, por ‘mãe política’ ou madrasta (soa melhor na expressão francesa belle-mère), nada menos que a sensual, vivaz e altamente liberal autora de Querido (1936) e Gigi (1945), e de uma enorme quantidade de romances curtos bem conhecidos (comumente comercializados no formato de livros de bolso. NT).

A relevância da contribuição de Bertrand de Jouvenel ao pensamento econômico, sociológico e político fica patente com uma simples inspeção na sua bibliografia. Ali estão registrados textos capitais como O Poder: História Natural do seu Crescimento (1945), A Ética da Redistribuição (1953), De la souveraineté a la recherche du bien politique (1955; Sobre a soberania) e The Pure Theory of Politics (1963; A Teoria Pura da Política). Nesses, Jouvenel propõe um liberalismo aristocrático (ou ‘melancólico’, segundo afirmou Brian C. Anderson), oposto não só à fatal arrogância do socialismo, mas também à triste debilidade do ‘democratismo’, e, sempre contrário a qualquer expressão de poder político, o temido ‘Minotauro’.

Esta disposição poliédrica da visão do mundo pode explicar, entretanto, a ocasional, ou, a bem dizer, acidental, simpatia que Jouvenel sentiu pelo brilho da economia alemã sob o mandato de Adolf Hitler, assim como a sua adscrição ao bem pouco liberal Partido Popular Francês, dirigido pelo obscurantista Jacques Doriot, um comunista gaulês que, durante a ocupação, cultivou o colaboracionismo com grande paixão, pelo que foi julgado e fuzilado. E, como desgraça pouca é bobagem, outra maior aconteceu, a publicação no Paris Midi, em 26 de fevereiro de 1936, de uma curta entrevista que Jouvenel fez com o ditador alemão. Desde então, a sombra da dúvida não parou de perseguir o cientista político francês. O que pensar dele? Se não um pensador perigoso, no mínimo como um pensador imprudente (Mark Lilla*), como se fosse, do mesmo modo, o teorista alemão Carl Schmitt; cada qual com suas inclinações particulares.

Sem muitos rodeios, o historiador israelita Seev Sternhell acusou Jouvenel de ser um ‘pensador totalitário’ no seu livro Ni droite, ni gauche. L’idéologie fasciste en France (1983; Nem direita nem esquerda: a ideologia fascista na França), o que acabou num processo por difamação, transitado e julgado num tribunal de Paris, em 1983. Uma das pessoas que testemunhou a favor de Jouvenel foi Raymond Aron, o qual afirmou:

É verdade que nós, os homens desta geração, sentíamo-nos desesperados ante a debilidade das democracias. Sentíamos que a guerra se aproximava. Alguns sonharam com outra coisa, com algo que pudesse acabar com essa debilidade.

É certo que muitos escritores e pensadores notáveis daquela geração se perderam nos desfiladeiros do totalitarismo, embriagados pela vaidade e pela autocomplacência, ou, mais apropriadamente, pela ‘malevolente simpatia’ ou ‘o ópio dos intelectuais’.

Afirmar que Aron defendeu Jouvenel até a morte não é uma frase retórica. Convalescendo de um problema cardíaco, e contra a opinião dos médicos, Aron, sempre cortês e elegante, compareceu ao tribunal parisiense para estar com o seu amigo e defendê-lo. Foi um gênio até a morte, pois faleceu quando retornava ao automóvel que o havia transportado a esse seu último ato público. Enquanto isso, Jean-François Revel gravava no seu livro de memórias Le voleur dans la maison vide (1997; O ladrão na casa vazia), que a reputação de colaboracionista e pró-nazista que pesava sobre Jouvenel era ‘imerecida’. Revel, um antigo militante comunista, e Aron, oriundo das fileiras socialistas, entendiam a importância de registrar e contextualizar o passado nas biografias políticas (e, às vezes, também nas pessoais), ou, pelo menos, de conceder às pessoas uma segunda oportunidade. Seja como for, o certo é que outros autores liberais da geração de Jouvenel resistiram melhor que ele à tentação totalitária. Entretanto, é também verdade que nem sempre escreveram textos tão excelentes como os que Jouvenel escreveu.

Há um texto excepcional de Jouvenel que eu gostaria de destacar, uma vez que não é a minha intenção, nesse momento, debater aquilo que poderíamos chamar de passos em falso na história do liberalismo, que é claro que ocorreram, assim como ocorrem nas melhores famílias. Mas isso é um assunto para outra ocasião. Mais acima, eu me referi a alguns dos grandes ensaios de Jouvenel. O que eu quero agora é fixar a atenção num curto, porém substancial, ensaio intitulado ‘Mieux-vivre dans la société riche’ (‘Viver melhor na sociedade rica’. Diogenes, 33, primavera 1961), publicado no livro Arcadia. Essays sur le mieux-vivre (1969; Arcádia: Ensaios para um viver melhor; edição original: Paris). Em umas poucas páginas, encontramos aí uma esplêndida exposição acerca da virtude e da bondade, bem como da fortuna boa, expressão que não sendo oposta à boa fortuna é tampouco idêntica à mesma. Encontramos também uma apologia à ‘crematística’, a ciência da riqueza, a qual sabe por que é melhor viver numa sociedade de ricos do que numa de miseráveis. Neste ponto, o liberalismo ‘melancólico’ de Jouvenel torna-se feliz.

“A riqueza é o grande problema das sociedades ‘modernas’”. Com estas palavras ele principia o ensaio. A predisposição à riqueza não é própria do mundo antigo. Certamente, havia então grandes patrimônios e poderosas fortunas, mas ambos eram reprovados pela maior parte das filosofias e das religiões. A busca individual do enriquecimento era tida como uma força corruptora do homem, infiltrada pela imoralidade. A ideia de fomentar o estado de bem-estar social era impossível de se conceber em um regime escravagista.

Aristóteles, o patriarca da filosofia antiga, faz uma distinção severa entre ‘crematística’ e ‘economia’. Para ele, há uma desmedida e excessiva liberalidade na primeira, enquanto que a segunda caracteriza-se pela contenção e pela moderação. Portanto, para o filósofo grego, o sentido do viver bem reside na frugalidade (manter-se com aquilo que cada qual produz: usando o paradigma agrícola) e na satisfação das necessidades básicas. Não se trata, portanto, de aumentar a produção indefinidamente, mas de limitar os desejos do homem. Essa visão do mundo e da vida chega à Idade Média sob a manta do estoicismo, mas experimenta uma profunda alteração na Era Moderna.

Conforme assinala Jouvenel, a mudança de perspectiva que ocorre consiste em colocar a riqueza numa posição de honra entre os valores, no lugar de outros como a honra, a terra, a genealogia ou o sacrifício. Não bastava que o desenvolvimento científico e tecnológico favorecesse a mudança do campo para a cidade, ou que a revolução industrial e a produtividade maior modificassem o estado das coisas. Era preciso, ao mesmo tempo, que a percepção dos valores e o sentido da moralidade estivessem à altura dos tempos. E, para poder considerar o enriquecimento e a prosperidade como algo honesto e respeitável, era necessário aceitar que não havia por que produzir necessariamente à custa dos outros, como ocorre com a dominação no propósito da escravidão. Esta revisão de valores, adverte Jouvenel, está ligada à ascensão das classes médias:

A ideia moderna é que todos os membros de uma sociedade possam enriquecer-se coletiva e individualmente por meio de progressos sucessivos na organização do trabalho, e nos seus procedimentos e instrumentos; e que este enriquecimento proporcione por si mesmo os meios para o seu futuro desenvolvimento e que este desenvolvimento possa ser rápido e indefinido.

Um exemplo notável dessa ocorrência é revelado na história dos Estados Unidos da América. Ali o produto por habitante sextuplicou-se de 1839 a 1959, e, até hoje, esse país é considerado o arquétipo da sociedade rica e poderosa. Ocorre que o modelo de vida americano, que agrada ou desagrada a tantas pessoas, triunfou porque soube aplicar eficazmente os três requisitos que, segundo Jouvenel, são necessários para que o enriquecer-se subentenda ao mesmo tempo viver melhor: a mobilidade geográfica do trabalho, o reajuste profissional e a amenidade. Por acaso alguém já bolou algo melhor?

Crematis’ em grego significa ‘empreendimento’ ou ‘negócio’. Em espanhol, ‘crematística’ é uma palavra que, no seu sentido restrito, denota uma acepção humorística. Entre nós espanhóis, muitos preferem a versão latina: neg-otium. Não obstante, vale a pena levar a sério o valor da crematística e a máxima ética de cada qual cuidar dos seus próprios assuntos (his own business). Ao invés de deixar que o façam a política e o Estado, os minotauros e os ogros filantrópicos.

                                                                                                                                               

Fernando R. Genovés (Valência, 1955) é escritor, ensaísta, crítico literário e analista cinematográfico. Doutor em Filosofia pela Universidade de Valência (Espanha). Ganhador do Prêmio Juan Gil-Albert de Ensaio em 1999. É autor de numerosos artigos em jornais e revistas especializadas, como Libertad Digital, ABC Cultural, Claves de Razón Práctica, Debats, Revista de Occidente e El Catoblepas. Até o momento já publicou 13 livros de não ficção, entre os quais cabe citar Marco Aurelio. Uma vida contenida (2012), La ilusión da empatía (2013), Dos veces bueno. Breviario de aforismos y apuntamientos (2014), El alma das ciudades. Relatos de viajes y estancias (2015). Mantém os seguintes blogs: Los viajes de Genovés, Cinema Genovés y Librepensamientos.

 

Nota

© F R Genovés

O presente ensaio foi extraído do libro La riqueza da libertad, 2016. ISBN e-book 978-84-608-6112-6, disponível na Amazon.

Tradução: Jo Pires-O’Brien (UK)

Revisão: Débora Finamore (Br)

 Referência

Genovés, Fernando Rodriguez. Riqueza para viver melhor: Bertrand de Jouvenel. PortVitoria, UK, v.13, Jul-Dec, 2016. ISSN 20448236, https://portvitoria.com