Joaquina Pires-O’Brien

Se suponía que el año 1968 anunciaría una revolución contra el establishment. Como todas las revoluciones, 1968 tenía un objetivo noble, que era instalar una sociedad más libre y más justa. En retrospectiva, 1968 ha sido degradado de una revolución a una serie de revueltas contra el patriarcado, la represión social, el capitalismo y las formas de vida ordinarias etiquetadas como ‘burguesas’, así como contra el imperialismo y la Guerra de Vietnam. Todavía, dejó devastadoras consecuencias para la sociedad, como si hubiera sido una revolución.

Hilos ideológicos y actitud mental

1968 fue el pináculo de las revueltas de la década de 1960. Su ideología tenía varios hilos ideológicos entrelazados que incluían el Romanticismo, el Existencialismo, el Marxismo, la vieja izquierda, la nueva izquierda y el Posmodernismo, así como una mentalidad específica contra las guerras y una fijación con la vida auténtica.

El Movimiento Romántico fue una revuelta del siglo XIX contra la restricción clásica en las artes y los rigores de la ciencia, con orígenes en los siglos XVII y XVIII, especialmente en la religión. El romántico por excelencia del siglo XIX fue Johan Gottfried Herder (1744-1803), el diseminador de la idea del Volksgeist o ‘el espíritu del pueblo’, una noción convincente de que cada nación tiene una cultura natural la cual resulta de su propia necesidad de significado.

El existencialismo o la filosofía de la existencia, es también un producto del siglo XIX, y gira en torno a la ansiedad del ser y la búsqueda de la esencia del ser. Su principal fundador fue Søren Kierkegaard (1813-1855), que fijose en el proceso histórico del yo. Otros articuladores del existencialismo son: Fiódor Dostoievski (1821-1881), Friedrich Nietzsche (1844-1900), Edmund Husserl (1859-1938), José Ortega y Gasset (1883-1955), Martin Heidegger (1889-1976) y Jean-Paul Sartre (1905-1980).

El marxismo se refiere a la teoría socialista de Karl Marx (1818-1883), que se basa en la dialéctica tripartite de la filosofía de la historia del filósofo alemán Georg W. F. Hegel (1770-1831): tesis, antítesis y síntesis. En la teoría socialista de Marx, la tesis es la sociedad burguesa, que se originó a partir de la desintegración del régimen feudal; la antítesis es el proletariado, que se originó del desarrollo de la industria moderna, siendo expulsado de la misma por la especialización y la degradación, por lo cual deberá, en un dado momento, volverse contra ella; y la síntesis es la sociedad comunista que resultará del conflicto entre la clase trabajadora y las clases propietarias y empleadoras, concretamente, la armonización de todos los intereses de la humanidad después de que la clase trabajadora se haga cargo de las plantas industriales.

La vieja izquierda y la nueva izquierda son ambas fincadas en la doctrina socialista de Karl Marx (1818-1883), aunque la nueva izquierda incorporó las contribuciones de otros socialistas tales como el filósofo italiano Antonio Gramsci (1891-1937). El principal objetivo de la vieja izquierda era apoyar la revolución obrera que Marx había profetizado; sus adeptos consistían principalmente en comunistas prosoviéticos, socialistas revisionistas, trotskistas, maoístas, anarquistas, etc.

La nueva izquierda consistía de una nueva versión del pensamiento marxista, donde el paradigma revolucionario de Marx es reemplazado por una resistencia pasiva del establishment, que incluye aceptar las rutinas burocráticas como un medio para la ocupación de las instituciones. El movimiento más expresivo para la ideología de la nueva izquierda fue la Escuela de Frankfurt[1], que en 1933 fue transferida a la Universidad de Columbia en Nueva York. Este enlace de Columbia con la Escuela de Frankfurt es significativo, ya que Columbia se convirtió en el epicentro cultural estadounidense de 1968

El Posmodernismo, cuyos principales idealizadores son Michael Foucault (1926-1984), Jean-François Lyotard (1924-1998), Jacques Derrida (1930-2004) y Richard Rorty (1931-2007),  consiste básicamente en una desconfianza general de las grandes teorías y ideologías, así como una reacción contra la modernidad y la negación del progreso. De acuerdo con la doctrina posmoderna, no existe el ‘conocimiento objetivo’ o el ‘conocimiento científico’, o incluso una ‘moral mejor’, porque todo es opinión, y cada tipo de opinión es tan bueno como otro.

Los intelectuales que inspiraron 1968

Como todos los levantamientos de la Historia, 1968 tuvo sus agitadores intelectuales. Los intelectuales más prominentes de 1968 vinieron de Francia y Alemania, siendo los dos más destacados Jean-Paul Sartre (1905-1980) y Herbert Marcuse (1898-1979). Sartre y Marcuse se destacaron por su conexión con los estudiantes universitarios y con el público los cuales estaban ansiosos por las incertidumbres de la Guerra Fría. También se podría argumentar que la razón de esa  fuerte conexión fue que los escritos de Sartre y Marcuse encajaban bien con la mentalidad dominante de la época.

Sartre popularizó su propia versión del Existencialismo, la cual incluía la noción de que el comunismo representaba el deseo del pueblo y ofrecía una forma de vida auténtica, en oposición a la forma de vida inauténtica que se encuentra en el capitalismo. Marcuse popularizó una especie de socialismo que no exigía guerras, y podría lograrse invadiendo y ocupando las instituciones establecidas. También cabe a el, la popularización de la noción de amor libre.

Sartre

Sartre diseminó una especie de Existencialismo en el que el significado y la autenticidad podrían estar vinculados en el comunismo. En 1960 hizo una gira por América Latina, acompañado por su compañera, la filósofa Simone de Beauvoir (1908-1986), quien también fue una figura destacada entre los intelectuales franceses. La pareja visitó Cuba, donde fueron recibidos por Fidel Castro y Ché Guevara, entonces su Ministro de Finanzas. En Brasil, donde fue acompañado por Jorge Amado (1912-2001), Sartre habló en varias universidades, y uno de sus intérpretes fue el joven Fernando Henrique Cardoso (nacido en 1931), futuro presidente de Brasil. En 1964, Sartre fue galardonado con el premio Nobel de Literatura, lo cual rechazó con el argumento de que era una institución occidental y que aceptarlo podría ser percibido como tomar partido en el presente conflicto Occidente y Oriente.

El enfoque de Sartre sobre el existencialismo se centró en la noción de la vergüenza, o la forma en que otros lo veían, acerca da cual el no tenía control; es a partir de esta reflexión que se le ocurrió la frase “el infierno son los otros”. La comprensión de Sartre de la libertad era particularmente única, y para él el camino hacia la libertad era más importante que la libertad misma. Por lo tanto, cuando los manifestantes franceses tomaron las calles y la policía francesa respondió con fuerza, Sartre predicó una contraviolencia a la violencia de la policía. Aunque los libros de Sartre fueron muy bien considerados por la generación asociada con 1968, él se equivocó con respecto al comunismo y al régimen soviético. Su vida personal no fue ejemplar, como se revela en sus biografías.

Marcuse

Marcuse enseñó en el Instituto de Investigación Social de Frankfurt, que fue restablecido en la Universidad de Columbia, Nueva York, después de su clausura por los nazis en 1933. En ese momento, huyó a Ginebra y de allí a los Estados Unidos, junto con su sus colegas Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor Adorno (1903-1969). Durante la Segunda Guerra Mundial, Marcuse se desempeñó como oficial de inteligencia, y, en la década de 1950, cuando el Instituto de Frankfurt regresó a Europa, el decidió quedarse en los Estados Unidos y naturalizarse como ciudadano estadounidense. En 1955, el publicó Eros and Civilization, donde combinó a Freud y Marx para crear una doctrina de liberación sexual y política al mismo tiempo, y en lo cual introdujo el lema “Haz el amor, no la guerra” en el centro de las revueltas de 1960. Marcuse se convirtió en una celebridad a los 66 años, con su libro El hombre unidimensional, de 1962, donde la palabra ‘unidimensional’ en el título se refiere al aplanamiento del discurso, la imaginación, la cultura y la política en la sociedad. En él, Marcuse sugirió una ruptura con el sistema actual para dar paso a una ‘existencia bidimensional’ alternativa. Tanto Eros y Civilization cuanto El hombre unidimensional ayudaron a promover la nueva izquierda con la población estudiantil. Los pensamientos de Marcuse sobre la creación de una sociedad emancipada sin una revolución socialista se encuentran resumidos en Un ensayo sobre la liberación, publicado en 1969, considerado una descripción instantánea del utopismo revolucionario en la década de 1960.

El tipo de socialismo predicado por Marcuse era una completa negación de la sociedad existente y una ruptura con la historia previa que proporcionaría un modo alternativo de existencia libre y feliz con menos trabajo, más juego y la reducción de la represión social. El utilizó la terminología marxista para criticar las sociedades capitalistas existentes e insistió en que la revolución socialista era la forma más viable de crear una sociedad emancipada. Marcuse fue considerado un hedonista irresponsable por Erich Fromm (1900-1980)[2], el filósofo social estadounidense y psicoanalista que también era un refugiado alemán. La ingratitud de Marcuse hacia el país que lo recibió como refugiado se manifiesta en sus escritos, donde describió a los Estados Unidos como ‘preponderantemente maléfico’.

Los primeros críticos de las revueltas de los años 60: Aron y Habermas

De los primeros críticos de las revueltas de los sesenta, los dos más significativas fueron Raymond Aron (1905-1983) y Jürgen Habermas (1929). Tanto Aron como Habermas habían sido socialistas cuando eran jóvenes y ambos estudiaron profundamente el socialismo y Karl Marx. Ambos siguieron describiéndose a sí mismos como miembros de la izquierda incluso después de convertirse en sus principales críticos, consideraron a las masas como un camino para el totalitarismo y creyeron que una amplia reforma universitaria podría ser la solución a los disturbios de 1968. Por último, no menos importante, ambos eran odiados por los estudiantes.

En 1969, Aron publicó La Revolution Introuvable, traducida al año siguiente para el inglés como The Elusive Revolution (La revolución elusiva), en la que se refirió a los acontecimientos de mayo de 1968, como un “psicodrama” en que “todos los involucrados imitaban a sus grandes antepasados y desenterraban modelos revolucionarios consagrados en el inconsciente colectivo”- una referencia a la Revolución Francesa de 1789 y el Reino del Terror que creó. El libro recibió críticas negativas en Francia y en los Estados Unidos[3].

Habermas, que ha publicado docenas de libros y ensayos, es el filósofo viviente más importante de Alemania. Aunque tenga estudiado en el Instituto de Frankfurt, se alejó de su influencia marxista y creó su propia escuela de pensamiento. Su crítica de las revueltas estudiantiles de la década de 1960 es muestreada en algunos de sus ensayos, como ‘El movimiento en Alemania’. En su libro de 1962 Strukturwandel der Öffenlicheit, que apareció en inglés solo en 1989, como The Structural Transformation of the Public Sphere (La transformación estructural de la esfera pública), criticó muchas de las teorías en el centro de las revueltas de los estudiantes. Habermas señaló el papel especial de las universidades como plataformas del debate de la esfera pública, y que los estudiantes más radicales estaban eliminando la posibilidad de discusión. También reconoció los nuevos movimientos ambientales que surgieron de las revueltas de los años sesenta.

El ‘nosotros y ellos’ de 1968: Una estrategia de identidad

Los articulistas de 1968 crearon una división social de tipo ‘nosotros y ellos’, donde el ‘nosotros’, o ‘los participantes de 1968’, eran los buenos que tenían la intención de crear un mundo mejor, mientras que los ‘ellos’ eran los malos, etiquetados como ‘contrarrevolucionarios’ o ‘reaccionarios’. De hecho, los ‘ellos’ reaccionarios eran una minoría, y una mejor descripción de los ‘ellos’ es ‘la mayoría silenciosa’, gente común que estaba demasiado ocupada viviendo su vida ordinaria.

La razón subyacente de la división de ‘nosotros y ellos’ entre los comprometidos y los no comprometidos era crear una identidad de grupo que pudiera servir al objetivo político de obtener poder a través de la ocupación de las instituciones. La mentalidad de 1968 dio identidad grupal a los que una vez fueron estudiantes rebeldes, y de esa identidad de grupo ganaron poder, al menos dentro de la academia. La mayor evidencia de esto son las guerras culturales de los años 1980 y 1990 en los Estados Unidos. Aunque hay indicios de conflictos académicos similares en Europa y en muchos países de América Latina, no hay estudios críticos significativos disponibles sobre el tema.

Cuando el filósofo británico Roger Scruton escribió Thinkers of the New Left (Pensadores de la nueva izquierda) en 1985, fue condenado al ostracismo por el establishment académico en Gran Bretaña, que presionó a Longman House, su editor, para que retirase los libros de las librerías. Al darse cuenta de que no obtendría otro trabajo académico en Gran Bretaña, Scruton decidió obtener una nueva formación como abogado y continuó su carrera académica fuera de Gran Bretaña. Durante este tiempo, Scruton modificó el manuscrito original y le agregó secciones, como Fools, Frauds y Firebrands (Tolos, fraudes y militantes: pensadores de la nueva izquierda) que se publicó en 2015. Solo entonces Scruton fue tomado en serio. Finalmente, a la edad en que la mayoría de la gente se retira, Scruton se convirtió en profesor de Filosofía en la Universidad de Buckingham y en 2016 fue nombrado caballero (‘knight’) por la reina Elizabeth II, para servicios à filosofía, enseñanza y educación pública.

Consecuencias sociales de 1968

1968 también es conocido como ‘el año largo’ porque su espíritu continuó. Sus revueltas intentaron crear una sociedad mejor, sin embargo, a pesar de sus buenas intenciones, 1968 tuvo varias consecuencias sociales non intencionadas desde el sofocar del debate en la esfera pública, y la ampliación del populismo político, hasta la fragmentación social que resultó del multiculturalismo sin interculturalismo.

Populismo se refiere a acciones deliberadamente planificadas para atraer a la mayoría de las personas. Dado que las personas son reconocidas como soberanas en cualquier democracia, el populismo parece ser algo bueno. Sin embargo, no existe una sola voluntad política atribuible al pueblo, y lo que el populista hace es engañar a la gente para que crea lo contrario. Los líderes políticos populistas están bien entrenados en el arte de la persuasión. Un ejemplo que ocurre con frecuencia es el de un candidato que convence a la gente de que merece que se le confíe porque él es uno de ellos, cuando ‘ser uno de ellos’ simplemente significa que no tiene las habilidades correctas de uno estadista.

El multiculturalismo se refiere a la doctrina de considerar a cada individuo, y cada cultura en la cual los individuos participan, como igualmente valiosos. Aunque aparentemente esto es algo bueno, la aceptación de ciertas prácticas culturales podría infringir los derechos humanos de las personas, como lo ejemplifica la mutilación genital femenina (MGF) y el matrimonio de niños.

La fragmentación social es también un fenómeno creciente en las democracias occidentales. En su libro The Once and Future Liberal: After Identity Politics (El liberal/progresista de ayer y del futuro), Mark Lilla (nacido en 1956) ilustra el problema en los Estados Unidos, que puede inferirse del crecimiento de la política de identidad, que se refiere a activismos basados en un único descriptor unificador, como ser una mujer, negra o LGBT (lesbiana, gay, bisexual y transgénero) – creada para resolver el problema de la exclusión social o política. Para Lilla, al mantener a las minorías separadas de la sociedad dominante, las políticas de identidad no ayudan a las minorías a ganar poder político al obtener más escaños en el gobierno local. Aunque el libro de Lilla se ocupa de la situación en los Estados Unidos, la política de identidad también es común en América Latina.

La revolución estudiantil de 1968 fue un movimiento de masa, y, como todos los movimientos de masa, consistió en la acción de líderes instigadores y maltas de seguidores (el hoi polloi o el populacho). Aunque muchos de los líderes instigadores de 1968 acabaron por entender que los problemas asociados a las idealizaciones de la sociedad, las maltas de seguidores continuaran a soñar con la sociedad ideal y a buscar intervenciones sociales de un tipo de otro. Ejemplos de este último son los grupos armados de izquierdistas que aún viven en los bosques africanos y latinoamericanos.

Han pasado casi cincuenta años para que 1968 se entienda correctamente. Desafortunadamente, demasiado tarde para evitar sus consecuencias sociales no deseadas.

Referencias

Aron, Raymond. Thinking Politically: A Liberal in the Age of Ideology, New Brunswick, NJ, Transaction Publishers, 1997.

Habermas, Jürgen (1989). The Structural Transformation of the Public Sphere. Cambridge, Polity Press, 1992. Reprint of 2011.

Lilla, Mark. Once and Future Liberal: After Identity Politics. New York, Harpers, 2017.

Marcuse, Herbert. An Essay on Liberation. Boston, Beacon Press, 1969.

Scruton, Roger (1985). Fools, Frauds and Firebrands: Thinkers of the New Left. London, Bloomsbury, 2015.

 

Notas

Traducción: J Pires-O’Brien (UK)

Revisión: E Gwyther (UK)

 

[1] La Escuela de Frankfurt, un movimiento de sociología inspirado en el marxismo también conocido como ‘teoría crítica’. El movimiento en sí surge del Instituto de Investigación Social (Institut für Sozialforschung), que estaba adscrito a la Universidad Goethe en Frankfurt, después de que fuera fundado en 1923 por Felix Weil. Otros nombres asociados con la Escuela de Frankfurt son Friedrich Pollock, Max Horkheimer, Erich Fromm, Wilhelm Reich, Leo Lowenthal, Theodor Adorno y Walter Benjamin. Después de 1933, los nazis forzaron su cierre, y el Instituto fue trasladado a los Estados Unidos, donde encontró hospitalidad en la Universidad de Columbia, en la ciudad de Nueva York. Después de la Guerra, el Instituto fue restablecido, y el miembro más notorio de esta nueva generación fue Jürgen Habermas, aunque más tarde abandonó tanto el marxismo como el hegelianismo.

[2] Aquí hay una cita de Erich Fromm sobre la liberación sexual de la década de 1960: “El hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no hace que estos vicios sean virtudes, el hecho de que compartan tantos errores no hace que los errores sean verdades, y el hecho de que millones de personas compartan la misma forma de patología mental no hace que estas personas estén sanas “.

[3] Aron encontró el reconocimiento al final de su vida, especialmente después de la publicación de sus memorias, un mes antes de su muerte, el 17 de octubre de 1983.

Joaquina Pires-O’Brien

O ano de 1968 deveria promover uma revolução contra o establishment. Como todas as revoluções, 1968 tinha um objetivo nobre, que era instilar uma sociedade mais livre e mais justa. Em retrospectiva, 1968 foi rebaixado de uma revolução para uma série de revoltas contra o patriarcado, a repressão social, o capitalismo e os modos de vida comuns rotulados como ‘burgueses’, assim como contra o imperialismo e a Guerra do Vietnã. Todavia, deixou consequências devastadoras para a sociedade, como se tivesse sido uma revolução.

Fios ideológicos e mentalidade

1968 foi o ápice das revoltas dos anos 60. A ideologia de 1968 era composta por vários fios ideológicos entrelaçados que incluíam o Romantismo, o existencialismo, o marxismo, a velha esquerda, a nova squerda e o Pós-Modernismo, bem como uma mentalidade específica contra guerras e uma fixação com a vida autêntica.

O movimento romântico foi uma revolta do século XIX contra a restrição clássica nas artes e os rigores da ciência, com origens nos séculos XVII e XVIII, especialmente na religião. O romântico quintessencial do século XIX foi Johan Gottfried Herder (1744-1803), o difusor da ideia do Volksgeist ou ‘o espírito do povo’, uma noção convincente de que cada nação tem uma cultura natural a qual resulta da necessidade interior de significado.

O existencialismo ou a filosofia da existência é também um produto do século XIX e gira em torno da ansiedade do ser e da busca da essência do ser. Seu principal fundador foi Søren Kierkegaard (1813-1855), que se deteve no processo histórico do eu. Outros articuladores do existencialismo são: Fiódor Dostoiévsky (1821-1881), Friedrich Nietzsche (1844-1900), Edmund Husserl (1859-1938), José Ortega y Gasset (1883-1955), Martin Heideger (1889-1976) e Jean-Paul Sartre (1905-1980).

O marxismo se refere à teoria socialista de Karl Marx (1818-1883), que foi construída sobre a dialética tripartite da filosofia da história do filósofo alemão Georg W. F. Hegel (1770-1831): tese, antítese e síntese. Na teoria socialista de Marx, a tese é a sociedade burguesa, que se originou do regime feudal em desintegração; a antítese é o proletariado, que se originou através do desenvolvimento da indústria moderna, este foi expulso da sociedade moderna por meio da especialização e degradação, por isso deve em dado momento se voltar contra ela; e a síntese é a sociedade comunista que resultará do conflito entre a classe trabalhadora e as classes proprietária e empregadora, ou seja, a harmonização de todos os interesses da humanidade após a classe trabalhadora tomar as instalações industriais.

A velha esquerda e a nova esquerda são ambas baseadas na doutrina socialista de Karl Marx, embora a nova esquerda tenha incorporado contribuições de outros socialistas como o filósofo italiano Antonio Gramsci (1891-1937).

O principal objetivo da velha esquerda era apoiar a revolução operária que Marx havia profetizado; seus adeptos eram principalmente de comunistas pró-soviéticos, socialistas revisionistas, trotskistas, maoístas, anarquistas, etc.

A nova esquerda consistia de uma nova abordagem do pensamento marxista, na qual o paradigma revolucionário de Marx é substituído por uma resistência passiva do establishment, que incluía aceitar as rotinas burocráticas como meio de ocupação das instituições. O movimento mais significativo para a ideologia da nova esquerda foi a Escola de Frankfurt[1], que, em 1933, transferiu-se para a Universidade de Columbia, em Nova Iorque. Esta ligação da Columbia com a Escola de Frankfurt é significativa, pois a Columbia tornou-se o epicentro cultural americano de 1968.

O Pós-Modernismo, cujos principais idealizadores são Michael Foucault (1926-1984), Jean-François Lyotard (1924-1998), Jacques Derrida (1930-2004) e Richard Rorty (1931-2007), consiste basicamente em uma desconfiança geral das grandes teorias e ideologias, bem como uma reação contra a modernidade e a negação do progresso. De acordo com a doutrina pós-modernista, não existe tal coisa como ‘conhecimento objetivo’ ou ‘conhecimento científico’, ou mesmo uma ‘melhor moralidade’, pois tudo é opinião, e cada tipo de opinião é tão bom quanto o outro.

Os intelectuais que inspiraram 1968

Como todas as outras revoltas da História, 1968 teve seus agitadores intelectuais. Os intelectuais mais proeminentes de 1968 vieram da França e da Alemanha, sendo os dois mais proeminentes Jean-Paul Sartre (1905-1980) e Herbert Marcuse (1898-1979). Sartre e Marcuse se destacaram pela conexão com os estudantes universitários e com o público os quais estavam ansiosos com as incertezas da Guerra Fria. Poder-se-ia também argumentar que a razão dessa forte conexão era que os escritos de Sartre e Marcuse ressoavam bem com a mentalidade dominante da época.

Sartre popularizou sua própria versão do existencialismo, a qual incluía a noção de que o comunismo representava o desejo do povo e oferecia um modo de vida autêntico, em oposição ao modo de vida inautêntico encontrado no capitalismo. Marcuse popularizou uma espécie de socialismo que não exigia guerras, e poderia ser alcançado invadindo e ocupando as instituições do establisment. Também cabe a ele, a popularização do amor livre.

Sartre

Sartre disseminou uma espécie de existencialismo em que o significado e a autenticidade podiam ser ligados ao comunismo. Em 1960, fez uma viagem pela América Latina, acompanhada por sua parceira, a filósofa Simone de Beauvoir (1908-1986), que também era uma figura imponente entre os intelectuais franceses. O casal visitou Cuba, onde foi recebido por Fidel Castro e Che Guevara, então o seu Ministro da Fazenda. No Brasil, onde foi ciceroneado por Jorge Amado (1912-2001), Sartre discursou em diversas universidades e um de seus intérpretes foi o jovem Fernando Henrique Cardoso (nascido em 1931), futuro presidente do Brasil. Em 1964, Sartre foi agraciado com o prêmio Nobel de Literatura, o qual recusou alegando que se tratava de uma instituição ocidental e que aceitá-lo poderia ser percebido como tomar o lado do Ocidente no atual conflito do Oriente e Ocidente.

A abordagem de Sartre sobre o existencialismo estava focada na noção de vergonha ou na maneira como os outros o viam, sobre a qual ele não tinha controle. É desta reflexão que ele surgiu com a frase “o inferno são os outros”. O entendimento de Sartre sobre a liberdade era bastante particular, e, para ele, o caminho para a liberdade era mais importante que a própria liberdade. Assim, quando os manifestantes franceses tomaram as ruas e a polícia francesa respondeu com força, Sartre pregou uma contraviolência à violência da polícia. Embora os livros de Sartre fossem altamente considerados pela geração associada a 1968, ele estava enganado em relação ao comunismo e ao regime soviético. Sua vida pessoal não foi exemplar, como revelado em suas biografias.

Marcuse

Marcuse lecionou no Instituto de Pesquisa Social de Frankfurt, que foi restabelecido na Universidade de Columbia, Nova Iorque, após seu fechamento pelos nazistas em 1933. Naquela época, ele fugiu para Genebra e de lá para os Estados Unidos, junto com seus colegas Max Horkheimer (1895-1973) e Theodor Adorno (1903-1969). Durante a Segunda Guerra Mundial, Marcuse serviu como oficial de inteligência e, na década de 1950, quando o Instituto de Frankfurt se mudou para a Europa, ele escolheu permanecer nos Estados Unidos e se naturalizar como cidadão americano. Em 1955 ele publicou Eros e Civilização, no qual combinou Freud e Marx para criar uma doutrina de libertação sexual e política ao mesmo tempo, e no qual ele introduziu o slogan “Faça amor, não faça guerra” no centro das revoltas dos anos 60. Marcuse se tornou uma celebridade aos 66 anos, com seu livro O homem unidimensional, de 1962, cuja palavra ‘unidimensional’ no título se refere ao achatamento do discurso, da imaginação, da cultura e da política na sociedade. Nesse livro, Marcuse sugeriu uma ruptura com o sistema atual, a fim de abrir caminho para uma ‘existência bidimensional’ alternativa. Tanto Eros e Civilização quanto O homem unidimensional ajudaram a promover a nova esquerda junto à população estudantil. Os pensamentos de Marcuse sobre a criação de uma sociedade emancipada, sem uma revolução socialista, são resumidos em Um ensaio sobre a libertação, publicado originalmente em 1969, e considerado um instantâneo do utopismo revolucionário na década de 1960.

O tipo de socialismo que Marcuse pregou foi uma completa negação da sociedade existente e uma ruptura com a história anterior que proporcionaria um modo alternativo de existência livre e feliz com menos trabalho, mais diversão e a redução da repressão social. Ele usou a terminologia marxista para criticar as sociedades capitalistas existentes e insistiu que a revolução socialista era a maneira mais viável de criar uma sociedade emancipada. Marcuse foi considerado um hedonista irresponsável por Erich Fromm (1900-1980)[2], o psicanalista e filósofo social americano que também era um refugiado alemão. A ingratidão de Marcuse em relação ao país que o recebeu como refugiado aparece em seus escritos, onde descreveu os Estados Unidos como ‘preponderantemente maligno’.

Os primeiros críticos das revoltas de 60: Aron and Habermas

Entre os primeiros críticos das revoltas dos anos 60, os dois mais significativos foram Raymond Aron (1905-1983) e Jürgen Habermas (1929). Tanto Aron quanto Habermas foram socialistas quando jovens e ambos estudaram o socialismo e Karl Marx em profundidade. Ambos continuaram a se descrever como membros da esquerda mesmo depois de se tornarem seus principais críticos, viam as massas como um caminho para o totalitarismo, e acreditavam que uma extensa reforma universitária poderia ser a solução para as agitações estudantis. Por último, mas não menos importante, ambos eram odiados pelos estudantes.

Em 1969, Aron publicou La Revolution Introuvable, traduzido para o inglês como The Elusive Revolution (A revolução elusiva), no qual ele se referiu aos eventos de maio de 1968, como um ‘psicodrama’ em que “todos os envolvidos imitavam seus grandes ancestrais e desenterravam modelos revolucionários consagrados no inconsciente coletivo ”– uma referência à Revolução Francesa de 1789 e ao Reino do Terror que ela criou. O livro recebeu críticas negativas na França e nos Estados Unidos[3].

Habermas, que publicou dezenas de livros e ensaios, é o filósofo vivo mais importante da Alemanha. Embora tenha estudado no Instituto de Frankfurt, ele se afastou de sua influência marxista e criou sua própria escola de pensamento. Sua crítica às revoltas dos estudantes da década de 1960 é desenvolvida em alguns de seus ensaios, como ‘O Movimento na Alemanha’. Em seu livro de 1962 Strukturwandel der Öffenlicheit, que apareceu em inglês apenas em 1989, como The Structrual Transformation of the Public Sphere (A transformação estrutural da esfera pública), ele criticou muitas das teorias no centro das revoltas estudantis. Habermas apontou o papel especial das universidades como plataformas de debate da esfera pública e afirmou que os alunos mais radicais estavam tirando das universidades a possibilidade de discussão. Ele também reconheceu os novos movimentos ambientais que surgiram das revoltas dos anos 60.

O ‘nós e eles’ de 1968: uma estratégia de identidade

Os articulistas de 1968 criaram uma divisão social ‘nós e eles’, na qual os ‘nós’ ou ‘os participantes de 1968’ eram os mocinhos que pretendiam criar um mundo melhor, enquanto os ‘eles’ eram os bandidos, rotulados como ‘contrarrevolucionários’ ou ‘reacionários’. De fato, os ‘eles’ reacionários eram uma minoria, e uma melhor descrição deles é ‘a maioria silenciosa’, pessoas comuns que estavam ocupadas demais vivendo suas vidas comuns.

A razão subjacente para o ‘nós e eles’ divididos entre os engajados e os desengajados era criar uma identidade de grupo que pudesse servir ao objetivo político de obter poder através da ocupação de instituições. A mentalidade de 1968 deu identidade de grupo para os estudantes outrora rebeldes, e de tal identidade de grupo eles ganharam poder, pelo menos dentro da academia. A maior evidência disso são as guerras culturais dos anos 80 e 90 nos Estados Unidos. Embora existam indícios de conflitos acadêmicos semelhantes na Europa e em muitos países da América Latina, não há estudos críticos significativos disponíveis sobre o assunto.

Quando o filósofo britânico Roger Scruton escreveu Pensadores da Nova Esquerda em 1985, ele foi condenado ao ostracismo pelo establishment acadêmico na Grã-Bretanha, que pressionou a Longman House, sua editora, a retirar os exemplares desse livro das livrarias. Percebendo que não conseguiria outro emprego acadêmico na Grã-Bretanha, Scrutton decidiu fazer um novo treinamento como advogado e continuou sua carreira acadêmica fora da Grã-Bretanha. Durante esse tempo, Scruton reformulou o manuscrito original e adicionou seções a ele, produzindo o livro Fools, Frauds e Firebrands (Tolos, impostores e incendiários: pensadores da Nova Esquerda),  publicado em 2015; só então Scrutton foi levado a sério. Finalmente, na idade em que a maioria das pessoas se aposenta, Scruton tornou-se professor de filosofia na Universidade de Buckingham e, em 2016, foi sagrado cavaleiro (‘knight’) pela Rainha Elizabeth II, por serviços prestados à filosofia, ensino e educação pública.

Consequências sociais de 1968

1968 também é referido como ‘o longo ano’ porque seu espírito continuou. Suas revoltas pretendiam criar uma sociedade melhor, no entanto, apesar de suas boas intenções, 1968 teve várias consequências sociais não intencionadas, que vão do sufocamento do debate na esfera pública e a ampliação do populismo político, à fragmentação social resultante do multiculturalismo sem interculturalismo.

O populismo refere-se a ações deliberadamente planejadas para atrair a maioria das pessoas. Visto que o povo é reconhecido como sendo soberano em qualquer democracia, o populismo parece ser uma coisa boa. No entanto, não existe uma única vontade política atribuível ao povo, e o que o populista faz é enganar as pessoas para que acreditem de outra forma. Líderes políticos populistas são bem treinados na arte da persuasão. Um exemplo que ocorre com frequência é o de um candidato que persuade as pessoas de que ele merece confiança por ser uma delas, quando ‘ser uma delas’ significa simplesmente que ele não tem as habilidades certas de um administrador de Estado.

O multiculturalismo refere-se à doutrina de considerar cada indivíduo, e toda cultura da qual os indivíduos participam, como sendo igualmente valiosa. Embora aparentemente isso seja uma coisa boa, a aceitação de certas práticas culturais pode infringir os direitos humanos dos indivíduos, como exemplificado pela mutilação genital feminina (MGF) e o casamento de crianças.

A fragmentação social também é um fenômeno crescente nas democracias ocidentais. Em seu livro The Once and Future Liberal: After Identity Politic (O liberal/progressista de ontem e do futuro), Mark Lilla (nascido em 1956) ilustra o problema nos Estados Unidos, que pode ser inferido a partir do crescimento da política de identidade – que se refere a ativismos baseados em um único descritor unificador, como ser mulher, negra ou LGBT (lésbica, gay, bissexual e transgênero) – criada para resolver o problema da exclusão social ou política. Para Lilla, ao manter as minorias separadas da sociedade dominante, a política de identidade não ajuda as minorias a ganhar poder político através da conquista de mais assentos no governo local. Embora o livro de Lilla se preocupe com a situação nos Estados Unidos, a política de identidade também é comum na América Latina.

A revolução estudantil de 1968 foi um movimento de massa, e, como todos os movimentos de massa, consistiu na ação de líderes instigadores e maltas de seguidores (o hoi polloi ou o populacho). Embora muitos dos líderes de 1968 acabaram por entender que os problemas sociais estão associados às idealizações da sociedade, as maltas de seguidores continuaram a sonhar com a sociedade ideal e a buscar intervenções sociais de um tipo ou de outro. Exemplos deste último são os grupos armados de esquerdistas que ainda vivem nas matas africanas e latino-americanas.

Levou quase cinquenta anos para que 1968 fosse adequadamente entendido. Infelizmente, tarde demais para evitar suas consequências sociais não intencionais.

Referências

Aron, Raymond. Thinking Politically: A Liberal in the Age of Ideology, New Brunswick, NJ, Transaction Publishers, 1997.

Habermas, Jürgen (1989). The Structural Transformation of the Public Sphere. Cambridge, Polity Press, 1992. Reprint of 2011.

Lilla, Mark. Once and Future Liberal: After Identity Politics. New York, Harpers, 2017.

Marcuse, Herbert. An Essay on Liberation. Boston, Beacon Press, 1969.

Scruton, Roger (1985). Fools, Frauds and Firebrands: Thinkers of the New Left. London, Bloomsbury, 2015.

****

[1] A Escola de Frankfurt, um movimento de sociologia inspirado no marxismo, também conhecido como ‘Teoria Crítica’. O movimento em si brotou do Instituto de Pesquisa Social (Institut für Sozialforschung), que foi anexado à Universidade Goethe em Frankfurt, depois de ter sido fundado em 1923 por Felix Weil. Outros nomes associados à Escola de Frankfurt são: Friedrich Pollock, Max Horkheimer, Erich Fromm, Wilhelm Reich, Leo Lowenthal, Theodor Adorno e Walter Benjamin. Depois de 1933, os nazistas forçaram o seu fechamento, e o Instituto foi transferido para os Estados Unidos, onde encontrou hospitalidade na Universidade de Columbia, em Nova Iorque. Depois da Guerra, o Instituto foi restabelecido, e o membro mais notório dessa nova geração foi Jürgen Habermas, embora mais tarde ele tenha abandonado tanto o marxismo quanto o hegelianismo.

[2] Aqui está uma citação de Erich Fromm sobre a libertação sexual dos anos 1960: “O fato de que milhões de pessoas compartilham os mesmos vícios não torna esses vícios virtudes, o fato de compartilharem tantos erros não torna os erros verdadeiros, e o fato de que milhões de pessoas compartilham a mesma forma de patologia mental não torna essas pessoas sadias ”

[3] Aron encontrou reconhecimento no final de sua vida, especialmente após a publicação de suas memórias, um mês antes de sua morte, em 17 de outubro de 1983.

Peter Steinfels

Mesmo sem recuperar aquele pacote de jornais franceses amarelados da prateleira de cima de um armário, é fácil relembrar a noite de 10 de maio de 1968, em Paris. Muito menos fácil, é discernir sobre o que se tratava 40 anos depois. Hormônios de adolescentes, a morte do comunismo, a morte do capitalismo, ou, como André Malraux sugeriu na época, a morte de Deus?

Malraux, o escritor, político e ministro da cultura francês na época, pode ter estado sozinho ao invocar a morte de Deus como explicação, mas ninguém duvidou que o dia 10 de maio levou uma sociedade inteira a uma avaliação rara – chame-a de exame de consciência, se você quiser – de seus valores fundamentais.

Uma semana antes, a polícia tinha sido chamada para ocupar a Sorbonne, e Paris começou a testemunhar as marchas diárias dos estudantes, geralmente culminando em escaramuças entre estudantes atirando pedras e a polícia lançando gás lacrimogêneo.

Em 10 de maio, o número de estudantes foi estimado em 20.000. Em todas as ruas que davam para a Sorbonne, eles encontraram o caminho bloqueado por vans e fileiras de policiais. Desta vez, os alunos não se dispersaram. Quando a escuridão caiu, eles começaram a tirar as pedras da calçada, a saquear obras de construção e a revirar carros estacionados a fim de construir suas próprias barricadas diante das da polícia.

Durante horas, o silencioso anel interno de barricadas policiais que se estendia ao redor de grande parte do Quartier Latin ficou cercado por um ruidoso anel externo formado pelas barricadas dos estudantes. Às 2h:15 da manhã, a polícia recebeu a ordem de atacar as barricadas dos estudantes. Como disse o ministro do Interior, “as ruas precisam estar livres para o tráfego”.

Foram necessárias três horas de combates brutais para fazê-lo: nuvens de gás lacrimogêneo, coquetéis molotov, tanques de gasolina de carros explodindo, pedras atiradas contra a polícia, estudantes perseguidos e espancados, e mais de 300 feridos, felizmente, nenhum uso de armas de fogo – e nenhuma morte.

Quando o rádio informou sobre um incêndio na rua Gay-Lussac, onde os carros de bombeiros não conseguiam chegar devido aos combates de rua e às barricadas, dois jovens americanos que moravam nas proximidades começaram a pensar sobre o que levar consigo em caso de um incêndio urbano: 1) a filha de 2 anos de idade; 2) passaportes e dinheiro; 3) as anotações relativas à dissertação. Depois disso, não importava.

A França acordou chocada. E, presumivelmente, o presidente Charles de Gaulle, que se deitara cedo. Os eventos se aceleraram. A esquerda organizou uma enorme marcha de solidariedade com os estudantes, que reocuparam a Sorbonne. Os trabalhadores começaram a ocupar as suas fábricas. Dentro de outra semana, a França foi fechada pela greve geral com a qual os revolucionários sempre sonharam.

Ele falou à nação, brevemente, no rádio. Anunciou novas eleições e sugeriu usar meios militares para restaurar a ordem. Uma demonstração habilmente preparada imediatamente inundou a avenida Champs-Élysées com centenas de milhares de cidadãos que anteriormente apresentavam um perfil discreto.

Maio passou a junho. Trabalhadores e estudantes conquistaram algumas mudanças. As eleições levaram De Gaulle e seus partidários de volta ao poder. Foi tudo meramente uma tempestade de primavera? Dificilmente. Por duas semanas surpreendentes em maio, uma nação inteira foi tomada por um frenesi de autoexame. Comitês foram formados para reestruturar o ensino secundário, a universidade, a indústria cinematográfica, o teatro, a mídia noticiosa. Todo mundo era uma cabeça falante.

O que as cabeças falantes estavam falando eram ideias geradas por uma gama louca de grupos de esquerda: socialistas revisionistas, trotskistas, maoístas, anarquistas, surrealistas e marxistas. Eles eram tanto anticomunistas quanto anticapitalistas. Alguns pareciam anti-industriais, anti-institucionais, e até antirracionais.

Três objetivos positivos e um grande medo dominavam os seus pontos de vista. Os objetivos eram a autogestão pelos trabalhadores, a descentralização do poder econômico e político e a democracia participativa nas bases. O grande temor era que o capitalismo contemporâneo fosse capaz de absorver toda e qualquer ideia ou movimento crítico e dobrá-los para a vantagem própria. Daí a necessidade de táticas de choque provocativas. “Seja realista: Exija o impossível!” foi um dos slogans do movimento de maio.

Para muitos críticos, tudo isso era apenas a convulsão final de um utopismo socialista quase religioso que há muito tempo vinha inspirando trabalhadores e intelectuais a se rebelarem contra as penas da industrialização.

Outros críticos preferiram explicações psicológicas: maio de 1968 foi um lance freudiano de revolta adolescente contra mamãe e papai. Ou foi um nostálgico ataque de encenação, uma reencenação infantil da tomada da Bastilha e outros greatest hits de revoluções da França. Ou, paradoxalmente, foi um reforço inconsciente do capitalismo de consumo individualista ao qual afirmava opor-se.

Por outro lado, o espírito antiautoritário de 1968 acabou sendo visto como uma fonte da rebelião bem-sucedida contra o comunismo do bloco soviético em 1989. A ligação foi feita graficamente em capas de livro nas quais o 68 foi virado de cabeça para baixo para ser lido 89. Afinal, a Primavera de Praga em 1968 também exibiu a mesma efervescência que atingiu Paris em maio – uma sensação de que realmente era possível escapar dos rumos da história e criar algo verdadeiramente novo.

Por acaso esse impulso utópico era um sonho ingênuo e perigoso como os conservadores políticos e religiosos costumavam dizer? Tal impulso não visava à perfectibilidade humana, mas apenas ao imaginar de que a vida poderia ser realmente diferente e muito melhor.

Em todo caso, o impulso utópico já não se encontra em evidência. Os sonhos de hoje parecem ser por natureza muito mais defensivos – amortecer as guerras, combater a fome, conter epidemias e impedir a destruição planetária.

Lamentavelmente ou não, o incêndio de 1968 apagou-se. A memória não.

                                                                                                                                               

Peter Steinfels (1941-) é professor da Universidade de Fordham e foi anteriormente co-diretor do Centro Fordham de Religião e Cultura. Foi colunista de ética do New York Times até janeiro de 2010 e correspondente sênior de religião de 1988 a 1997. Além da especialização em intersecção entre religião e cultura contemporânea, suas áreas de interesse incluem bioética, história francesa e saúde. As publicações de Steinfels incluem A People Adrift: The Crisis of the Roman Catholic Church in America (Um povo à deriva: a crise da Igreja Católica Romana na América; 2003) e Neoconservatives: The Men Who Are Changing America’s Politics (Neoconservadores: os homens que estão mudando a política da América; 1979); ele também publicou frequentemente em revistas como The New Republic. Ocupou cargos na Universidade de Georgetown, na Universidade de Notre Dame e na Universidade de Dayton, atuou como editor da revista Commonweal e foi consultor da série de periódicos religiosos e de ética da PBS. Steinfels é Ph.D. pela  Universidade de Colúmbia.

 

Notas

Este artigo foi publicado na The International Herald Tribune em 11 de maio de 2008, e reproduzido na edição eletrônica do The New York Times em 11 de maio de 2008, de onde foi obtido. Fonte: https://www.nytimes.com/2008/05/11/world/europe/11iht-paris.4.12777919.html

© The New York Times & Peter Steinfels

Tradução: J Pires-O’Brien (UK)

Revisão: D Finamore (Br)

Peter Steinfels

Incluso sin recuperar aquello paquete de periódicos franceses amarillentos del estante de arriba de un armario, es fácil recordar la noche del 10 de mayo de 1968 en París. Mucho menos fácil, es discernir sobre lo que se trataba 40 años después. ¿Fue las hormonas de adolescentes, la muerte del comunismo, la muerte del capitalismo, o, como André Malraux sugirió en la época, la muerte de Dios?

Malraux, el escritor y político y ministro de la cultura francesa en la época, podría haber sido el único que invocó la muerte de Dios como explicación, pero nadie dudó que el 10 de mayo llevó a una sociedad entera a una evaluación rara – llámela de examen de conciencia, si usted desea – de sus valores fundamentales.

Una semana antes, la policía había sido llamada para ocupar la Soborna, y París comenzó a testificar las marchas diarias de los estudiantes, generalmente culminando en escaramuzas entre estudiantes tirando piedras y la policía lanzando bombas de gas hilariante.

El 10 de mayo, el número de estudiantes fue estimado en 20.000. En todas las calles que daban a la Sorbona, encontraron el camino bloqueado por viaturas y filas de policías. Esta vez, los alumnos no se dispersaron. Cuando la oscuridad cayó, empezaron a sacar las piedras de la calzada, a saquear obras de construcción ya reventar coches estacionados para construir sus propias barricadas frente a las de la policía.

Durante horas, el silencioso anillo interno de barricadas policiales que se extendía alrededor de gran parte del Barrio Latino quedó rodeado por un ruidoso anillo externo formado por las barricadas de los estudiantes. A las 2h:15 de la mañana, la policía recibió la orden de atacar las barricadas de los estudiantes. Como dijo el ministro del Interior, “las calles deben estar libres para el tráfico”.

Se necesitaron tres horas de combates brutales para hacerlo: nubes de gas lacrimógeno, cócteles molotov, tanques de gasolina de coches explotando, piedras tiradas contra la policía, estudiantes perseguidos y golpeados, y más de 300 heridos, aunque, afortunadamente, ningún uso de armas de fuego – y ninguna muerte.

Cuando la radio informó sobre un incendio en la calle Gay-Lussac donde los carros de bomberos no alcanzaban debido a los combates callejeros y las barricadas, dos jóvenes estadounidenses que vivían en las cercanías comenzaron a pensar sobre qué llevar con ellos en caso de incendio urbano : 1) la hija de 2 años de edad; 2) pasaportes y dinero; 3) las anotaciones para la disertación. Después de eso, nada más importaba.

Francia se despertó sorprendida. Y presumiblemente, el presidente Charles de Gaulle, que había se acostado temprano. Los eventos se aceleraron. La izquierda organizó una enorme marcha de solidaridad con los estudiantes, que reocuparon a la Soborne. Los trabajadores empezaron a ocupar sus fábricas. Dentro de otra semana, Francia fue cerrada por la huelga general con la cual los revolucionarios siempre soñaron.

De Gaulle habló a la nación brevemente en la radio. Anunció nuevas elecciones y sugirió usar medios militares para restaurar el orden. Una demostración hábilmente preparada inmediatamente inundó la avenida Champs-Élysées con cientos de miles de ciudadanos que previamente apresentaban un perfil discreto.

Mayo pasó a junio. Trabajadores y estudiantes conquistaron algunos cambios. Las elecciones llevaron a De Gaulle ya sus partidarios de vuelta al poder. ¿Fue todo meramente una tempestad de primavera? Difícilmente. Por dos semanas sorprendentes en mayo, una nación entera fue tomada por un frenesí de autoexamen. Comités se formaron para reestructurar la enseñanza secundaria, la universidad, la industria cinematográfica, el teatro, los medios de comunicación noticiosa. Todo el mundo era una cabeza hablante.

Lo que las cabezas hablantes estaban hablando eran ideas generadas por una gama loca de grupos de izquierda: socialistas revisionistas, trotskistas, maoístas, anarquistas, surrealistas y marxistas. Ellos eran tanto anticomunistas como anticapitalistas. Algunos parecían ser anti industria, anti instituciones, y aún antirracionales.

Tres objetivos positivos y un gran miedo dominaban sus puntos de vista. Los objetivos eran la autogestión por los trabajadores, la descentralización del poder económico y político y la democracia participativa en las bases. El gran temor era que el capitalismo contemporáneo fuera capaz de absorber toda idea o movimiento crítico y doblarlos hacia la ventaja propia. De ahí la necesidad de tácticas de choque provocativas. “Sea realista: ¡Exija lo imposible!” fue uno de los esloganes del movimiento de mayo.

Para muchos críticos, todo eso era sólo la convulsión final de un utopismo socialista casi religioso que desde hacía mucho tiempo venía inspirando a trabajadores e intelectuales a se rebelarem contra las penas de la industrialización.

Otros críticos prefirieron explicaciones psicológicas: ¿mayo de 1968 fue un lance freudiano de revuelta adolescente contra mamá y papá? ¿O fue un nostálgico ataque de escenificación, una reencenación infantil de la toma de la Bastilla y otros greatest hits de las revoluciones de Francia? ¿O, paradójicamente, fue un refuerzo inconsciente del capitalismo de consumo individualista al que afirmaba oponerse?

Por otro lado, el espíritu anti autoritario de 1968 acabó siendo visto como una fuente de la rebelión exitosa contra el comunismo del bloque soviético en 1989. La conexión fue hecha gráficamente en portadas de libros en las cuales el 68 fue volteado de cabeza hacia abajo para ser leído 89. Después de todo, la primavera de Praga en 1968 también exhibió la misma efervescencia que alcanzó París en mayo, una sensación de que realmente era posible escapar de los rumbos de la historia y crear algo verdaderamente nuevo.

¿Acaso ese impulso utópico fue un sueño ingenuo y peligroso como los conservadores políticos y religiosos solían decir? Tal impulso no apunta a la perfectibilidad humana, sino sólo al imaginar que la vida podría ser realmente diferente y mucho mejor.

En todo caso, el impulso utópico ya no se encuentra en evidencia. Los sueños de hoy parecen ser por naturaleza mucho más defensivos – amortecer las guerras, combater el hambre, contenir epidemias e impedir la destrucción planetaria.

Lamentablemente o no, el incendio de 1968 se apagó. La memoria de 1968 no.

                                                                                                                                               

Peter Steinfels (1941-) es profesor de la Universidad de Fordham y fue anteriormente codirector del Centro Fordham de Religión y Cultura. Fue columnista de ética del The New York Times hasta enero de 2010 y correspondiente de religión de 1988 a 1997. Además de la especialización en la intersección entre religión y cultura contemporánea, sus áreas de interés incluyen bioética, historia francesa y salud. Las publicaciones de Steinfels incluyen A People Adrift: La Crisis de la Iglesia Católica en América (Un pueblo a la deriva: la crisis de la Iglesia Católica Romana en América, 2003) y Neoconservatives: Los hombres que cambian la política de los Estados Unidos (Neoconservadores: los hombres que están cambiando la política de América, 1979); también publicó a menudo en revistas como The New Republic. Ocupó cargos en la Universidad de Georgetown, en la Universidad de Notre Dame y en la Universidad de Dayton, actuó como editor de la revista Commonweal y fue consultor de la serie de periódicos religiosos y de ética de PBS. Steinfels es Ph.D. por la Universidad de Columbia.

Notas

Este artículo fue publicado en The International Herald Tribune el 11 de mayo de 2008, y reproducido en la edición electrónica de The New York Times el 11 de mayo de 2008, de donde fue obtenido. Fuente: https://www.nytimes.com/2008/05/11/world/europe/11iht-paris.4.12777919.html

© The New York Times & Peter Steinfels

Traducción: J Pires-O’Brien (UK)

Fernando R. Genovés

Raymond Aron (1905-1983) e Jean-Paul Sartre (1905-1980) nascem em Paris (França) no mesmo ano, viveram uma existência longa e uma intensa atividade intelectual de notável interesse público. Mas aí acabam as principais similaridades entre os dois personagens. O quinquagésimo aniversário de Maio 1968, que ocorre neste ano de 2018, é uma excelente oportunidade para refletir sobre a discrição e a integridade moral, assim como sobre a lição de liberdade desdobrada por Aron, para confrontá-la com a praxis daqueles filósofos e escritores que, como Sartre, se embriagaram com a ideologia marxista totalitária e se tornaram viciados no ‘ópio dos intelectuais’.

Seguindo a linha argumentativa do historiador britânico Paul Johnson no livro Intelectuals: From Marx and Tolstoy to Sartre and Chomsky (Intelectuais: de Marx e Tolstói a Sartre e Chomsky), de 2007, tal foi a decadência e a deterioração do período em questão, que se torna aconselhável e deveras prudente, distinguir entre a seita dos modernos ‘sacerdotes, escribas e profetas’, tidos como padrões do ‘mundo da cultura’, e a seita dos ‘verdadeiros livre pensadores e aventureiros da mente’, aqueles que são conhecidos de maneira mais concisa e precisa como ‘homens de letras’.

Temos aqui um caso característico de vidas inicialmente paralelas que, num dado momento e devido a causas profundas, se separam, gerando dois modelos opostos de como entender a prática do saber e o compromisso político na época contemporânea. Depois de passarem pela prestigiada École Normale Supérieure, em Paris, durante a década de 1920, Aron e Sartre completam suas formações acadêmicas na Alemanha da década de 1930, com ambos alcançando elevados níveis de competência em suas respectivas áreas. De fato, pouco depois eles se distanciam um do outro e tomam caminhos de direção oposta, reencontrando-se, fugazmente, muitos anos depois.

 

André Glucksmann e Jean Paul Sartre no Palácio Eliseu em 26 de junho de 1979. Atrás de Sartre, à direita, Raymond Aron.

Recordemo-nos da imagem em que um jovem André Glucksmann os reúne no Palácio Eliseu em 26 de junho de 1979, como parte de uma delegação de intelectuais franceses que reivindicavam ao Presidente da República que desse o reconhecimento e o apoio do governo aos boat people, os vietnamitas que haviam fugido em desespero do comunismo, depois da saída dos americanos da zona de guerra – uma retirada forçada que foi em grande parte causada pela pressão da opinião pública, e divulgada como uma bandeira emblemática do ‘espírito de maio de 68’.

Os dois personagens têm então a mesma idade venerável. Aron, de terno e gravata, sorri e exibe uma boa condição física. Sartre, apoiado em Glucksmann, vestido informalmente com uma camisa polo e um capote de malha, mostra-se circunspecto. Enquanto o primeiro encontra-se no seu lugar, cumprindo a missão à qual se dedicou em toda a sua vida, de defender a liberdade e denunciar qualquer tipo de totalitarismo, o segundo, oscilando-se entre Flaubert e os maoistas, incluindo cogitação sobre ser da existência e o nada do marxismo revolucionário, mostra-se deslocado, fora de seu lugar. Ao velho intelectual da revolução restam apenas alguns meses de vida. Talvez tivesse cumprido ali um ato de contrição formal e final, sempre de frente para os espectadores. Tarde demais. Aron, ao contrário, atende ao evento em um gesto de confirmação, de ratificação de sua fé na luta pela justiça e pela sociedade livre, e contra a tirania; discretamente, mas permanentemente, como era o seu costume. A foto que imortalizou a cena conserva todo o seu simbolismo: Sartre situa-se na frente e é o centro das atenções; Aron fica atrás, quase que encoberto por Sartre, mas seguro de si e digno, sem fingir protagonismos, e sem buscar espaço por um eventual empurrão ou acotovelamento a fim de sair na foto.

Aron e Sartre: dois personagens célebres e celebrados. No entanto, quão diferentes são as suas personalidades! Ambas as existências são grandiosas e florescentes, mas de modo algum são experiências comparáveis em termos de efeitos e reflexões; de alguma forma, são duas vidas exemplares, pelo menos em termos de mesmo sentido e valor. De fato, ambos mostram as duas faces do sábio, a do intelectual, e a do ‘homem de letras’; afinal, oferecem modelos diferentes e até antagônicos de como conceber a relação entre a busca do conhecimento e a ação política, as atitudes respectivas do pensador e do cidadão.

Podemos dizer assim: Sartre, sem entender completamente a política, entra na política, vocifera e desvaria. Ele se importa mais do que tudo em ser e se fazer notado, e em sentir-se protegido pelo grupo e pela seita devota. Ele adora sentir-se reverenciado pela multidão e por um exército de admiradores incondicionais. Quem diria isso do ‘papa’ do existencialismo, que em seus livros abominava qualquer indicação e sinal de referência, e que afirmava que o homem está completamente só na existência!

Aron, por outro lado, dedica a sua energia intelectual, que é intensa, a estudar e buscar compreender não apenas a natureza e a relevância da esfera política, mas também a sua repercussão e as suas consequências. Ele não se mete em política, mas entra na matéria política, gerando uma extensa obra. A título de exemplo, eis aqui alguns de seus títulos: L’Homme contre les tyrans (O homem contra os tiranos; 1944), Démocratie et totalitarisme (Democracia e totalitarismo;), D’une sainte famille à l’autre. Essai sur le marxisme imaginaire (De uma santa família à outra. Ensaios sobre marxismos imaginários; 1969), Études politiques (Estudos políticos; 1972). Analisando o significado da paz e da guerra, publica Penser la guerra: Clausewitz (Pensar a guerra: Clausewitz; 1976), Les Guerres en Chaine (As guerras em cadeia; 1951), Paix et guerre between les nations (Paz e guerra entre as nações;1962). Refletindo sobre o papel das elites intelectuais no destino das sociedades livres, como um tema recorrente, ele escreve L’Opium des intellectuels (O ópio dos intelectuais; 1955). Sobre maio de 68, vale destacar o seu livro Réflexions sur la révolution de mai 1968 (Reflexões sobre a revolução de maio de 1968).

Discípulo fiel do sociólogo alemão Max Weber, Aron entende que o cientista e o homem de ação, assim como a ética dos princípios e a ética da responsabilidade, não constituem parelhas próximas, mas tendem a se encontrar no horizonte da experiência. Na sua bem conhecida introdução aos não menos favoráveis ensaios de Weber, La ciencia como vocación e La política como vocación (A ciência como vocação e A política como vocação), o pensador francês de ascendência judaica escreve o seguinte:

A reciprocidade entre conhecimento e ação é imanente à própria existência do homem histórico, e não ao historiador. Max Weber proibia que o professor, dentro da universidade, tomasse partido nas brigas de fórum, mas não podia deixar de considerar a ação, pelo menos a ação mediante a caneta ou a palavra, como último objetivo de seu trabalho.

O cenário que compõe os centros de ensino, a mídia, e, em geral, os espaços culturais formadores de opinião, é uma área muito sensível e vulnerável para tomar partidos e adquirir hegemonia. Acontece que a propaganda totalitária e liberticida tomou-a como um objetivo privilegiado de dominação e expansão, algo como um laboratório e um campo de testes de engenharia social, posteriormente aplicável a toda a sociedade.

Neste cenário decide-se, em grande medida, o destino do pensamento livre e a sua sobrevivência. Ali se formam e se projetam as elites que inspiram e lideram a ação social (e também os movimentos revolucionários, as tendências e as modas ideológicas), e ali é necessário que a esfera da liberdade sobreviva. Bem, Raymond Aron, longe do trabalho de proselitismo praticado por muitos de seus colegas de profissão, foi um resistente e um sobrevivente, um homem de ação, um combatente da liberdade, que tinha de lidar, quase sempre, com a solidão intelectual e pessoal, na querela contra a seita todo-poderosa dos ‘filotirânicos’ (neologismo criado por Mark Lilla) agentes do totalitarismo, como Jean-Paul Sartre. Aron sabia que nas democracias, devido à sua natureza de sociedade aberta e seu regime de opinião pública, o impacto esmagador do ‘progressismo’ dogmático era demolidor e muito difícil de ser combatido apenas com o rigor do pensamento e a honradez intelectual.

O grande perigo que envolve os homens da ciência metidos em política, o ópio dos intelectuais, como explicou Max Weber, é, acima de tudo, a vaidade. Os espaços acadêmicos e científicos, diz o sociólogo alemão, cultivam esse tipo de doença ocupacional, que, apesar de desagradável e dolorosa para quem a sofre diretamente, é ‘relativamente inócua’. No entanto, quando eles saem desses templos e invadem a arena política, ‘a necessidade de aparecer sempre em primeiro plano’ desperta os dois grandes vícios dos políticos e de seus companheiros de jornada: a ausência de finalidades objetivas e a falta de responsabilidade.

O desvio e a pomposa irresponsabilidade moral e intelectual que Weber descreveu, e que tanto incomodou a Aron, são hoje um problema globalmente perceptível. Em todo o mundo, o ópio dos intelectuais leva muitos professores e cientistas a presidirem altos comissariados, a se juntarem a ‘comitês de peritos e acadêmicos’, aos mais diversos conselhos de pesquisa e de Estado, onde lisonjeiam os poderosos, justificando pela palavra oral e escrita o injustificável, colaborando com a mídia progressista e compartilhando os seus objetivos, ardendo-se com o desejo de ser ouvido, e dessa maneira, poder influenciar; colocando de outro modo, participar do poder, porque não é de outra maneira que eles entendem a ‘democracia participativa’.

Cinquenta anos depois de maio de 68, Jean-Paul Sartre continuará aparecendo na mídia como o símbolo, o santo e o emblema do intelectual ‘engajado’. Raymond Aron, no entanto, permanecerá, como sempre, num segundo plano, senão no esquecimento.
***
Nota do autor. Este ensaio é uma versão atualizada e ampliada de Raymond Aron y el opio de los intelectuales, publicado no jornal Libertad Digital em 17 de março de 2005.

Nota
Tradutora: J Pires-O`Brien (UK)
Revisora: D Finamore (Br)

Adam Gopnik

André Glucksmann, que murió en la noche del lunes [10 Noviembre 2015] en París, fue una de las grandes figuras y pensadores maestros de la vida francesa contemporánea, con la ironía de que gran parte de su grandeza dependía de su desmantelamiento apasionado de la idea de ‘grandes hombres’ y ‘maestros pensadores’, que él consideraba haber desfigurado la vida europea por mucho tiempo. Su muerte, a los setenta y ocho años, es más que dolorosa; es desconcertante y desorientadora. Si tuviera la suerte de conocerlo, todavía era posible imaginar un viaje de metro a su gran apartamento bohemio repleto de libros en el norte de París y, con su esposa brillante, Fanfan, empeñada a su lado – en una atmósfera siempre de algún modo más chekhoviana que francesa – tomando té y hablando sobre el mundo.

Glucksmann, cuya franja plateada y ojos de águila encapuchados, se convirtió en un icono familiar del intelecto francés – en los años setenta, cuando emergió como uno de los Nuevos Filósofos, sus cualidades telegénicas habían sido una parte innegable del paquete – no era el tipo de filósofo que le gustaba argumentar por sí mismo. Él prefería la verdad, si la pudieras encontrar, por el bien de los demás. Él tomaría todo el tiempo del mundo en busca de eso, por más remoto que fuera el caso: las luchas de los chechenos, ucranianos y ruandeses eran tan vivas para él como las preocupaciones locales de Francia. Su globalismo era un recordatorio del mejor lado del universalismo francés en un momento de contracción de horizontes.

Después de una tarde de Glucksmann, usted emergía sintiéndose un tanto avergonzado, no importa cuál fuera el asunto, de los equívocos periodísticos con los que usted podría haber llegado – y viendo, con una claridad estimulante, la verdad moral más simple de la circunstancia. La última vez que lo visité fue cuando llegué a París para escribir sobre la crisis del pueblo Roma, los gitanos. Él escuchó mientras yo me preocupaba por las muchas facetas de la ‘cuestión’ – la verdad de que los gitanos estaban involucrados en pequeños crímenes, el comprensible miedo popular de los inmigrantes, etc. Entonces él dijo simplemente: “Debemos releer a Victor Hugo. Todos están implicados. La cara feliz del nomadismo es que todos los franceses se dirigieron a Londres para ser banqueros. La cara miserable es la del pobre gitano en sus campamentos”. En el libro Les Misérables, el inspector Javert, la cruel personificación de la mente del policía, era hijo, bastardo de una familia de gitanos. Estamos todos implicados.

La erudición fácil fue más conmovedora por haber sido tan duramente conquistada. Glucksmann nació de dos apasionados peregrinos intelectuales judíos del tipo que ya fue la gloria de la mente europea. (Sus padres se conocieron cuando, en los años treinta, en Jerusalén, cada uno reconoció la capa roja del diario de Karl Kraus en sus bolsillos.) Durante la guerra fue deportado con su familia a Bourg-Lastic, una estación de espera en el camino de Auschwitz. (Ver su madre enfrentarse a la policía francesa allí, anunciando con franqueza a los internados que estaban siendo enviados a la muerte, fue, como él relató en su libro de memorias urgente, Une Rage d’Enfant (una rabia de niño), fue una la experiencia de ancla para él, probando que, confrontada con el mal, la resistencia es siempre más valiosa que la obediencia.) La experiencia de 68 lo transformaría primero en radical y luego, brevemente, en maoísta – esto ocurrió cuando las ilusiones del maoísmo sugirió que podría ser una alternativa populista al estalinismo del Partido Comunista Francés, una noción loca ahora, pero que, para entender, era preciso estar allí. Entonces, en los años setenta, bajo la influencia de Solzhenitsyn en particular, Glucksmann se volvió decisiva y permanentemente contra todas las formas de totalitarismo.

Él a veces lamentaba las posiciones anteriores, pero no la experiencia juvenil. Por entender que era fácil perseguir la pasión por la justicia y la revolución usando medidas obscenas, Glucksmann podía entender la tentación totalitaria como respuesta a una necesidad profunda e inexpugnable de la naturaleza humana por un maestro, un guía. Su amigo y compañero un tanto más joven, el escritor Pascal Bruckner, cuando se le pidió a destilar la contribución de Glucksmann al pensamiento francés, dijo que fue poner fin a cualquier romance sobre el comunismo, pero, más importante, re definir la sintonía del entendimiento francés: él dejó claro que construir un mundo más ideal era una tarea menos importante que arreglar el mal en este. “No puedo decir que debes estar a favor. Pero sé lo que estar en contra”, era una de las locaciones favoritas de Glucksmann. Era difícil saber cómo hacer un mundo mejor. Pero era fácil ver lo que se había vuelto terrible. Diseñar el orden ideal era un trabajo imposible. Guardar las víctimas de aquellos involucrados en la planificación de órdenes ideales no era, en realidad, tan difícil como nuestra pereza nos permite fingir que era.

Así, en Ruanda, en Chechenia o dondequiera que las personas fueran víctimas del ogro, él estaba allí – siempre en espíritu y muchas veces personalmente. Todos nosotros, en el curso normal de la vida, aceptamos alguna crueldad o brutalidad como esencial para el funcionamiento del mundo, o la integridad de nuestro lado, y construimos un muro de aislamiento aceptable en torno a nuestras almas. Ese ataque de drone, esa masacre de inocentes – bien, lamentable, pero, ciertamente, posiblemente necesario? Él no aceptaba nada de eso. Un admirador dijo que Glucksmann no estaba a favor de ‘derechos humanos’ sino a favor de los ‘derechos del hombre’. Esta distinción, intrigante en la superficie, era fundamental: ‘derechos humanos’ pueden ser atribuidos a grupos, clases, naciones y movimientos. Los ‘derechos del hombre’ residen sólo en individuos que tienen una reivindicación sobre nuestra humanidad, no importa cuánto parezcan estar en el camino de los derechos generales abstractos de algún otro grupo, quizás mayor.

Como Bruckner apunta, una de las singularidades de la vida de Glucksmann era que, aunque admiraba la contribución americana a la definición de libertad, nunca conoció a América. Esto lo hizo susceptible, particularmente en la época de la guerra de Irak, a una visión a veces irrealista de la pureza de las intenciones estadounidenses. Aunque algunos han dicho que ‘rabia’ – esa ‘rabia’ – fue la nota principal en su mente, la verdad es que su ‘rabia’ era más parecida a lo que llamamos indignación, y la indignación puede ser marcada por la inocencia. (Él chocó a muchos de sus amigos al endosar a Sarkozy en las elecciones de 2007 – un endoso que no retiró exactamente, pero se flexionó después de que la actitud menos acogedora de Sarkozy hacia las personas indefensas como los gitanos se hizo evidente.)

A veces era llamado el Orwell francés, y él era, de hecho, igualmente sin temor en sus compromisos, tomando lados a la izquierda ya la derecha sin la menor preocupación sobre cómo alcanzar a cualquier otra persona – quién podría enajenar, o lo que determinada la escuela de pensamiento podría desaprovecharse. Pero su estilo estaba lejos de la lucidez angloamericana, y aunque él generalmente era llamado filósofo, él no era de todo un filósofo en nuestro sentido académico de alguien que explora una serie de tópicos resumiendo el pensamiento pasado y después argumentando por una nueva conclusión. Él era realmente un ensayista, en la tradición francesa, trayendo consigo un denso enmarañado de evocaciones históricas, polémicas, ejemplos personales, ironías y discursos emocionales, todos desempeñando un papel al lado del resumen aforístico de las ideas de los filósofos más antiguos.

El estilo a veces podía ser abrumador y muchas veces era un instrumento más eficaz de placer intelectual que la persuasión política. Pero, en cambio, produjo miles de pequeñas epifanías -por ejemplo, su adorable punto ‘al dente’, detallado en uno de sus libros, que entre el ‘crudo’ y el ‘cocido’ – el amado binario simple del estructuralismo – había siempre el ‘popurrí’, el cariado, el podrido. Nuestro rechazo a aceptar el pudrimiento como una categoría propia fue, sugirió, con una encantada visaje literaria, una especie de ceguera moral, parte de una falsa dialéctica que nos cegó hacia la verdad confusa y turbulenta del mundo. El mundo real no estaba compuesto de fuerzas dialécticas oscilantes; era compuesto de reales y sufridas personas, aplastadas entre aquellas fuerzas.

Lo que era difícil de ver, a través de los elevados obituarios de esta semana, era lo dulce que un amigo podría ser: sin pretensión o arrogancia, un hombre de pura pasión intelectual, pero sin la pompa o la autoestima que aflige a la categoría. En una de esas largas tardes de conversación, él oía los varios lados de un dilema actual, en Francia o en cualquier otro lugar, observándolo con ojos somnolientos y benevolentes, y después pensaba y finalmente hablaba – más rabínico que filosófico, buscando la verdad moral central de una circunstancia complicada. Él solía comenzar esa intervención con una sonrisa cansada y quebrada y después decía otra de sus locuciones favoritas: “Óptimo. Ahora, vamos a contar hasta dos”. La verdad de que la guerra estadounidense en Vietnam estaba equivocada no significa que fuimos obligados a idealizar a sus vencedores o ver a las víctimas del poder norte-vietnamita. Sí, por supuesto, había elementos en Chechenia que eran menos que admirables – eso no alteraba el deber de rescatarlos del Putinismo. O – una verdad más desconcertante para un liberal americano involucrarse – no parece extremadamente provinciano permitir que la antipatía a George W. Bush ciegue a alguien para el mal de Saddam Hussein? Un tipo de verdad no negaba otro. Una verdad, de hecho, exigía la otra. El legado de Glucksmann tiene una simplicidad esencial que es casi tolstoiana: sea contra el mal porque usted nunca puede tener confianza sobre el bien, y cuente al menos hasta dos cuando hacer su aritmética moral. Esas son buenas verdades para dejar atrás, más bellas por lo que son engañosamente difíciles de vivir.


***

Adam Gopnik, escritor de la casa, ha contribuido a The New Yorker desde 1986. Durante su estancia en la revista, él escribió textos de ficción y de humor, reseñas de libros, perfiles, y reportó materias de otros países. Actuó como el crítico de arte de la revista de 1987 a 1995, y como corresponsal de París de 1995 a 2000. De 2000 a 2005, él escribió sobre la vida en Nueva York. Sus libros, que van desde colecciones de ensayos sobre París a alimentos e historias para niños, incluyen: Paris to the Moon (De París a la luna); The King in the Window (El rey en la ventana); Through the Children’s Gate: A Home in New York (A través de la puerta de los niños: un hogar en Nueva York); Angels and Ages: A Short Book About Darwin, Lincoln and Modern Life (Los ángeles y las edades: un pequeño libro sobre Darwin, Lincoln y la vida moderna); The Table Comes First: Family, France, and the Meaning of Food (La mesa viene primero: familia, Francia y el significado de la comida); y Winter: Five Windows on the Season (Invierno: cinco ventanas en la estación). Gopnik ganó tres premios de revistas nacionales, para ensayos y críticas, y el premio George Polk de reportajes en revistas. En marzo de 2013, Gopnik fue galardonado con la medalla de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia. También hace charlas ocasionales, y en 2011 fue el orador invitado de las Conferencias Massey de la Canadian Broadcasting Corporation. Su primer musical, ‘The Most Beautiful Room in New York,’ (El cuarto más bonito de Nueva York) fue lanzado en 2017, en el teatro Long Wharf, en New Haven, Connecticut.

 

Notas

El presente artículo fue publicado el 11 de noviembre de 2015 en la revista semanal estadounidense The New Yorker. Fuente: https://www.newyorker.com/culture/cultural-comment/the-coruscating-moral-vision-of-andre-glucksmann

© The New Yorker and Adam Gopnik.

Traducción: J Pires-O’Brien (UK).

Adam Gopnik

André Glucksmann, que morreu na noite de segunda-feira [10 de novembro de 2015], em Paris, foi uma das grandes figuras e pensadores mestres da vida francesa contemporânea, com a ironia de que grande parte de sua grandeza dependia de seu desmantelamento apaixonado da ideia de ‘grandes homens’ e ‘mestres pensadores’, que ele achava ter desfigurado a vida europeia por muito tempo. Sua morte, aos setenta e oito anos, é mais do que dolorosa; é desconcertante e desorientadora. Se você tivesse a sorte de conhecê-lo, ainda era possível imaginar uma viagem de metrô para seu grande apartamento boêmio repleto de livros no norte de Paris e, com sua esposa brilhante, Fanfan, empenhada a seu lado – numa atmosfera sempre de algum modo mais chekhoviana que francesa – tomando chá e falando sobre o mundo.

Glucksmann, cuja franja prateada e olhos de águia encapuzados, tornou-se um ícone familiar do intelecto francês – nos anos setenta, quando emergiu como um dos ‘Novos Filósofos’, suas qualidades telegênicas tinham sido uma parte inegável do pacote – não era o tipo de filósofo que gostava de argumentar por si próprio. Ele preferia a verdade, se você a pudesse encontrar, pelo bem dos outros. Ele tomaria todo o tempo do mundo em busca disso, por mais remoto que fosse o caso: as lutas dos tchetchenos, ucranianos e ruandeses eram tão vivas para ele quanto as preocupações locais da França.  O seu globalismo era um lembrete do melhor lado do universalismo francês em um momento de contração de horizontes.

Depois de uma tarde de Glucksmann, você emergiria sentindo-se um tanto envergonhado, não importa qual fosse o assunto, dos equívocos jornalísticos com os quais você poderia ter chegado – e vendo, com uma claridade estimulante, a verdade moral mais simples da circunstância. A última vez que o visitei foi quando cheguei a Paris para escrever sobre a crise do povo Roma, os ciganos. Ele escutou enquanto eu me preocupava com as muitas facetas da ‘questão’ – a verdade de que os ciganos estavam envolvidos em pequenos crimes, o compreensível medo popular dos imigrantes, etc. Então ele disse simplesmente: ‘Devemos reler Victor Hugo. Todos estão implicados. A face feliz do nomadismo é que todos os franceses foram para Londres para serem banqueiros. A face miserável é a do pobre cigano em seus acampamentos. Por ‘nós’, ele quis dizer ‘você ‘, e eu fui para casa e reli Hugo, e descobri o que Glucksmann já sabia – que, no livro Les Misérables, o inspetor Javert, a cruel personificação da mente do policial, era filho bastardo de uma família de ciganos. Estamos todos implicados.

A erudição fácil foi mais comovente por ter sido tão duramente conquistada. Glucksmann nasceu de dois apaixonados peregrinos intelectuais judeus do tipo que já foi a glória da mente europeia. (Os seus pais se conheceram quando, nos anos trinta, em Jerusalém, cada um reconheceu a capa vermelha do diário de Karl Kraus em seus bolsos.) Durante a guerra ele foi deportado com a sua família para Bourg-Lastic, uma estação de espera a caminho de Auschwitz. (Ver sua mãe enfrentar a polícia francesa lá, anunciando com franqueza aos internados que eles estavam sendo enviados para a morte, foi, como ele relatou em seu livro de memórias urgente, Une Rage d’Enfant (Uma raiva de criança), foi uma experiência de âncora para ele, provando que, confrontada com o mal, a resistência é sempre mais valiosa do que a obediência.) A experiência de 68 transformaria ele primeiro em radical e depois, brevemente, em maoista – isto ocorreu quando as ilusões do maoismo sugeriram que poderia ser uma alternativa populista ao Estalinismo do Partido Comunista Francês, uma noção maluca agora, mas que, para entender, era preciso estar lá. Então, nos anos setenta, sob a influência de Solzhenitsyn em particular, Glucksmann se voltou decisiva e permanentemente contra todas as formas de totalitarismo.

Ele às vezes lamentava as posições anteriores, mas não a experiência juvenil. Por entender que era fácil perseguir a paixão pela justiça e pela revolução usando medidas obscenas, Glucksmann podia entender a tentação totalitária como resposta a uma necessidade profunda e inexpugnável da natureza humana por um mestre, um guia. Seu amigo e colega um tanto mais jovem, o escritor Pascal Bruckner, quando solicitado a destilar a contribuição de Glucksmann ao pensamento francês, disse que foi pôr fim a qualquer romance sobre o comunismo, mas, mais importante, redefinir a sintonia do entendimento francês: ele deixou claro que construir um mundo mais ideal era uma tarefa menos importante do que consertar o mal neste. “Eu não posso te dizer que deves ser a favor. Mas eu sei o que ser contra”, era uma das locuções favoritas de Glucksmann. Era difícil saber como fazer um mundo melhor. Mas era fácil ver o que o estava tornado terrível. Projetar a ordem ideal era um trabalho impossível. Salvar as vítimas daqueles envolvidos no planejamento de ordens ideais não era, na verdade, tão difícil quanto a nossa preguiça nos permite fingir que era.

Assim, em Ruanda, na Chechênia ou onde quer que as pessoas fossem vítimas do ogro, ele estava lá – sempre em espírito e muitas vezes pessoalmente. Todos nós, no curso normal da vida, aceitamos alguma crueldade ou brutalidade como essencial para o funcionamento do mundo, ou a integridade de nosso lado, e construímos um muro de isolamento aceitável em torno de nossas almas. Esse ataque de drone, aquele massacre de inocentes – bem, lamentável, mas, certamente, possivelmente necessário? Ele não aceitava nada disso. Um admirador disse que Glucksmann não era a favor de ‘direitos humanos’ mas a favor dos ‘direitos do homem’. Essa distinção, intrigante na superfície, era fundamental: ‘direitos humanos’ podem ser atribuídos a grupos, classes, nações e movimentos. Os ‘direitos do homem’ residem apenas em indivíduos que têm uma reivindicação sobre a nossa humanidade, não importa o quanto pareçam estar no caminho dos direitos gerais abstratos de algum outro grupo, talvez maior.

Como Bruckner aponta, uma das singularidades da vida de Glucksmann era que, embora ele admirasse a contribuição americana para a definição de liberdade, ele nunca conheceu a América. Isso o tornou suscetível, particularmente na época da Guerra do Iraque, a uma visão às vezes irrealista da pureza das intenções americanas. Embora alguns tenham dito que ‘raiva’ – essa ‘raiva’ – foi a nota principal em sua mente, a verdade é que sua ‘raiva’ era mais parecida com o que chamamos de indignação, e a indignação pode ser marcada pela inocência. (Ele chocou muitos de seus amigos ao endossar Sarkozy nas eleições de 2007 – um endosso que ele não retirou exatamente, mas flexionou depois que a atitude menos que acolhedora de Sarkozy em relação a pessoas indefesas como os ciganos se tornou clara.)

Às vezes ele era chamado o Orwell francês, e ele era, de fato, igualmente destemido em seus compromissos, tomando lados para a esquerda e para a direita sem a menor preocupação sobre como atingiria qualquer outra pessoa – quem poderia alienar, ou o que determinada escola de pensamento poderia desaprovar. Mas o seu estilo estava longe da lucidez anglo-americana, e embora ele geralmente fosse chamado de filósofo, ele não era de todo um filósofo no nosso sentido acadêmico de alguém que explora uma série de tópicos resumindo o pensamento passado e depois argumentando por um nova conclusão. Ele era realmente um ensaísta, na tradição francesa, trazendo consigo um denso emaranhado de evocações históricas, polêmicas, exemplos pessoais, ironias e discursos emocionais, todos desempenhando um papel ao lado do resumo aforístico das ideias dos filósofos mais antigos.

O estilo às vezes podia ser esmagador e muitas vezes era um instrumento mais eficaz de prazer intelectual do que a persuasão política. Mas, em contrapartida, produziu milhares de pequenas epifanias – por exemplo, seu adorável ponto ‘al dente’, detalhado em um de seus livros, que entre o ‘cru’ e o ‘cozido’ – o amado binário simples do estruturalismo – havia sempre o ‘pourri’, o apodrecido, o podre. A nossa recusa em aceitar o apodrecimento como uma categoria própria foi, sugeriu ele, com uma encantada careta literária, uma espécie de cegueira moral, parte de uma falsa dialética que nos cegou para a verdade confusa e turbulenta do mundo. O mundo real não era composto de forças dialéticas oscilantes; era composto de reais e sofridas pessoas, esmagadas entre aquelas forças.

O que era difícil de ver, através dos elevados obituários desta semana, era quão doce um amigo ele poderia ser: sem pretensão ou arrogância, um homem de pura paixão intelectual, mas sem a pompa ou a autoestima que aflige a categoria. Em uma daquelas longas tardes de conversação, ele ouvia os vários lados de um dilema atual, na França ou em qualquer outro lugar, observando-o com olhos sonolentos e benevolentes, e depois pensava e finalmente falava – mais rabínico do que filosófico, buscando a verdade moral central de uma circunstância complicada. Ele costumava começar essa intervenção com um sorriso cansado e quebrado e depois dizia outra de suas locuções favoritas: “Ótimo. Agora, vamos contar até dois”. A verdade de que a guerra americana no Vietnã estava errada não significa que fomos obrigados a idealizar os seus vencedores ou a ver as vítimas do poder norte-vietnamita. Sim, é claro, havia elementos na Chechênia que eram abaixo de admiráveis ​​- isso não alterava o dever de resgatá-los do Putinismo. Ou – uma verdade mais desconcertante para um liberal americano se envolver – não parece extremamente provinciano permitir que a antipatia a George W. Bush cegue alguém para o mal de Saddam Hussein? Um tipo de verdade não negava outro. Uma verdade, de fato, exigia a outra. O legado de Glucksmann tem uma simplicidade essencial que é quase tolstoiana: seja contra o mal porque você nunca pode ter confiança sobre o bem, e, conte pelo menos até dois quando for fazer a sua aritmética moral. Essas são boas verdades para deixar para trás, tornadas mais belas pelo quão enganosamente difíceis elas são de se viver.


***

Adam Gopnik, escritor da casa, tem contribuído para o The New Yorker desde 1986. Durante a sua estadia na revista, ele escreveu textos de ficção e de humor, resenhas de livros, perfis, e reportou matérias de outros países. Atuou como o crítico de arte da revista de 1987 a 1995, e como correspondente de Paris de 1995 a 2000. De 2000 a 2005, ele escreveu sobre a vida em Nova Iorque. Os seus livros, que vão de coleções de ensaios sobre Paris a alimentos e histórias para crianças, incluem: Paris to the Moon (De Paris à lua); The King in the Window (O rei na janela); Through the Children’s Gate: A Home in New York (Através do portão de crianças: um lar em Nova Iorque); Angels and Ages: A Short Book About Darwin, Lincoln and Modern Life (Anjos e idades: um pequeno livro sobre Darwin, Lincoln e a vida moderna); The Table Comes First: Family, France, and the Meaning of Food (A mesa vem primeiro: família, França e o significado da comida); e Winter: Five Windows on the Season (Inverno: cinco janelas na estação). Gopnik ganhou três prêmios de revistas nacionais, para ensaios e críticas, e o prêmio George Polk de reportagens em revistas. Em março de 2013, Gopnik foi galhardeado com a medalha de Cavaleiro da Ordem das Artes e Letras da França. Ele também faz palestras ocasionais, e, em 2011, foi o palestrante convidado das Palestras Massey da Canadian Broadcasting Corporation. O seu primeiro musical, ‘The Most Beautiful Room In New York,’ (O quarto mais bonito de Nova Iorque) foi lançado em 2017, no teatro Long Wharf, em New Haven, Connecticut.

Notas

O presente artigo foi publicado em 11 de novembro de 2015 na revista semanal americana  The New Yorker. Fonte: https://www.newyorker.com/culture/cultural-comment/the-coruscating-moral-vision-of-andre-glucksmann

© The New Yorker and Adam Gopnik.

Tradução: J Pires-O’Brien (UK); Revisão: H el Masri (UK)

Fernando R. Genovés

Raymond Aron (1905-1983) y Jean-Paul Sartre (1905-1980) nacen en París (Francia) el mismo año, tuvieron una longeva existencia y una intensa actividad intelectual de notable relevancia pública. Pero ahí acaban las  principales similitudes entre ambos personajes. El cincuenta aniversario de Mayo del 1968, que acontece en el presente 2018, constituye una inmejorable oportunidad para ponderar la discreción y la integridad moral, así como la lección de libertad, desplegadas por Aron a fin de confrontarla con la praxis de aquellos filósofos y escritores que, como Sartre, se embriagaron de la ideología totalitaria marxista y fueron adictos al opio de los intelectuales.

Siguiendo el hilo argumental llevado a cabo por el historiador británico Paul Johnson en el libro Intelectuales (Intelectuals: From Marx and Tolstoy to Sartre and Chomsky, 2007), ha sido tal la decadencia y el deterioro de dicho término que resulta aconsejable y muy prudente distinguir la secta de los modernos «sacerdotes, escribas y augures», patrones del “mundo de la cultura”, de los verdaderos pensadores «libres, aventureros de la mente”, o por decirlo de modo más conciso y preciso, «hombres de letras».

Tenemos aquí un característico caso de vidas inicialmente paralelas que, en un momento dado y por profundas causas, se separan, ofreciendo dos modelos enfrentados de cómo entender la práctica del saber y el compromiso político en la era contemporánea. Tras pasar por la prestigiosa Escuela Normal Superior de París durante los años 20, Aron y Sartre completan su instrucción en la Alemania de los 30 y en sus respectivos campos de estudio alcanzan altas cotas de competencia. Poco después, en efecto, se distancian y emprenden caminos en distintas direcciones, reencontrándose, fugazmente, muchos años después.

Fig. 1. André Glucksmann y Jean Paul Sartre en el Palacio del Elíseo el 26 de junio de 1979.

Recordemos la imagen en la que un joven André Glucksmann los reúne en el Palacio del Elíseo el 26 de junio de 1979, como parte de una delegación de intelectuales franceses que demanda al Presidente de la República gala el apoyo del Gobierno a los boat people, vietnamitas que huían a la desesperada del comunismo, tras la salida estadounidense de la zona de conflicto bélico; una retirada forzada en gran medida por la presión de la opinión pública y publicada, y que fue bandera emblemática del “espíritu de Mayo del 68”.

Los dos personajes tienen por entonces la misma venerable edad. Aron, con traje y corbata, sonríe y exhibe un buen estado físico. Sartre, sostenido por Glucksmann, vistiendo de modo informal, polo y jersey de punto, pone cara de circunstancias. Mientras el primero está en su sitio, cumpliendo la misión que ha desarrollado toda su vida, la defensa de la libertad y la denuncia del cualquier género de totalitarismo, el segundo, balanceándose entre Flaubert y los maoístas, entre la cogitación sobre el ser de la existencia y la nada del marxismo revolucionario, se le ve transpuesto, fuera de lugar. Al viejo intelectual de la revolución le quedan pocos meses de vida. Acaso cumplió allí un postrero y protocolario acto de contrición, siempre de cara a la galería. Demasiado tarde. Aron, en cambio, asiste al acto en un gesto de confirmación, de ratificación de su fe en la lucha por la justicia y la sociedad libre, contra la tiranía. Discretamente, según su costumbre, pero permanentemente. La foto que inmortalizó la escena conserva todo su simbolismo: Sartre va delante y  es el centro de las miradas; Aron marcha detrás, casi tapado por Sartre, aunque seguro de sí mismo y digno, sin pretender protagonismos, ni hacerse un hueco a empujones ni a codazos, para salir en la foto.

Aron y Sartre: dos personajes célebres y celebrados. Sin embargo, ¡qué personalidades más disparejas! Existencias dilatadas y florecientes ambas, pero de ninguna manera dos experiencias equiparables por sus efectos y corolarios; en modo alguno, dos vidas ejemplares, al menos con el mismo sentido y valor. En realidad, uno y otro ofrecen las dos caras del sabio, del intelectual, del “hombre de letras”; modelos, en fin, distintos y aun antagónicos de concebir la relación entre la búsqueda del conocimiento y la acción política, las respectivas actitudes de pensador y ciudadano.

Digámoslo así: Sartre, sin entender cabalmente la política, se mete en política, vocifera y desvaría. Le importa más que nada estar y hacerse notar, sentirse arropado por el grupo y la secta devota. Adora sentirse reverenciado por la multitud y por un ejército de admiradores incondicionales. ¡Quién lo iba a decir del pope del existencialismo, quien abominaba en sus libros de toda guía y señal de referencia, el que afirmaba que el hombre se halla completamente solo en la existencia!

Aron, en cambio, compromete su energía intelectual, que es mucha, en estudiar y comprender la naturaleza y la relevancia de lo político, pero también su repercusión y consecuencias. No se mete en política sino que entra en materia política concibiendo una obra fecunda. He aquí, como muestra, algunos títulos de su obra: El hombre contra los tiranos (L’Homme contre les tyrans, 1944), Democracia y totalitarismo (Démocratie et totalitarisme), De una Sagrada familia a la otra. Ensayos sobre los marxismos imaginarios (D’une sainte famille à l’autre. Essai sur le marxisme imaginaire, 1969), Estudios políticos (Études politiques, 1972). Analizando la significación de la paz y la guerra, publica Pensar la guerra: Clausewitz (Penser la guerre, Clausewitz, 1976), Las guerras en cadena (Les Guerres en Chaîne, 1951), Paz y guerra entre las naciones (Paix et guerre entre les nations, 1962). Reflexionando, como asunto recurrente, sobre el papel de las élites intelectuales en el destino de las sociedades libres, escribe El opio de los intelectuales (L’Opium des intellectuels, 1955). Acerca de Mayo del 68, es de destacar su ensayo La Révolution introuvable. Réflexions sur la révolution de mai (1968).

Fiel discípulo del sociólogo alemán Max Weber, Aron comprende que el científico y el hombre de acción, así como la ética de los principios y la ética de la responsabilidad, no componen parejas reñidas, sino que tienden a encontrarse en el horizonte de la experiencia. En la conocida Introducción a los no menos memorables ensayos de Weber, La ciencia como vocación y La política como vocación, escribe el pensador francés de origen judío lo siguiente:

La reciprocidad entre conocimiento y acción es inmanente a la existencia misma del hombre histórico, y no ya del historiador. Max Weber prohibía que el profesor, dentro de la Universidad, tomase parte en las querellas del foro, pero no podía dejar de considerar a la acción, al menos a la acción mediante la pluma o la palabra, como meta última de su trabajo.

El escenario que conforman los centros de enseñanza, los medios de comunicación, y en general, los espacios de cultura, formadores de opinión, constituye un área muy sensible y vulnerable en el que fijar posiciones y  adquirir hegemonía. Ocurre así que la propaganda totalitaria y liberticida lo ha tomado como objetivo privilegiado de dominación y expansión, algo así como un laboratorio y campo de pruebas de ingeniería social, aplicable, posteriormente, al conjunto de la sociedad.

En este escenario se decide en gran medida el destino del pensamiento libre, su supervivencia. Allí se forman y maquinan las élites que inspiran y lideran la acción social (también los movimientos revolucionarios, las tendencias y modas ideológicas), y allí es preciso que sobreviva la esfera de  la libertad. Pues bien, Raymond Aron, lejos de la labor proselitista practicada por muchos de sus colegas de profesión, fue un resistente y un superviviente, un hombre de acción, un luchador por la libertad, que tuvo que sobrellevar, casi siempre desde la soledad intelectual y personal, la querella contra la secta todopoderosa de los “filotiránicos” (Mark Lilla), agentes del totalitarismo, como Jean-Paul Sartre. Aron sabía que en las democracias, debido a su carácter de sociedad abierta y régimen de opinión pública, el impacto avasallador del “progresismo” dogmático resulta demoledor y muy difícil de contrarrestar sólo con el rigor del pensamiento y la honradez intelectual.

El gran peligro que ronda a los hombres de ciencia metidos en política, el opio de los intelectuales, tal y como explicó Max Weber, es, por encima de todo, la vanidad. Los espacios académicos y científicos, afirma el sociólogo alemán, cultivan esa especie de enfermedad profesional, que, aunque antipática y penosa para quien directamente la sufre, resulta «relativamente inocua». Sin embargo, cuando salen de estos templos e invaden la arena política, «la necesidad de aparecer siempre que sea en primer plano» suscita los dos grandes vicios de los políticos y sus compañeros de viaje: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad.

La deriva y la pomposa irresponsabilidad moral e intelectual descritas por Weber, y que tanto desazonaron a Aron, constituyen hoy a nivel global un problema fenomenal. El opio de los intelectuales conduce a muchos profesores y hombres de ciencia en todo el planeta a presidir altos comisionados, a integrarse en “comités de expertos y sabios”, consejos de investigaciones diversas y de Estado, a lisonjear a los poderosos justificando lo injustificable de palabra y por escrito, colaborando en los medios progresistas y compartiendo sus fines, ardiendo en deseos de hacerse oír y poder así influir; o dicho de otro modo, participar del poder, pues no de otra manera entienden la “democracia participativa”.

Cincuenta años después de Mayo del 68, Jean-Paul Sartre seguirá apareciendo en los media como símbolo, santo y seña, del intelectual “comprometido”. Raymond Aron, en cambio, quedará, como siempre, en un segundo plano, sino en el olvido.

 


El presente ensayo es una versión actualizada y ampliada del artículo Raymond Aron y el opio de los intelectuales, publicado en el diario Libertad Digital el día 17 de marzo de 2005.

Joaquina Pires-O’Brien

This year marks the 50th anniversary of the students revolution of 1968, which affords the opportunity to reflect on the event itself and the public perception of it since then. In 1969, just one year after the event, Raymond Aron (1905-1983) published the book La Revolution Introuvable: Réflexions sur les événements de mai, or The Elusive Revolution: Anatomy of a Student Revolt, in its English translation. Considered the most level headed witness of the events in Paris, Aron described 1968 as a ‘psycho-drama’, more like a revolutionary comedy than a real revolution. Aron was the kind of intellectual who always chose truth, whatever the cost. Being a fierce critic of Marxism at a time when almost everyone was engaged with the Left, meant not only giving away the chance of being popular but also exposing oneself to the contempt of other thinkers. But in spite of all the attempts to denigrate his image, Aron held his own ground. Aron finally got the deserved recognition at the end of his life, especially after the publication of his memoirs, one month before his death, on 17 October 1983.

This edition of PortVitoria reexamines the ideas surrounding the 1968 students’ revolts. The leading article is Peter Steinfels’ ‘Paris, May 1968: The revolution that never was’, firstly published in The International Herald Tribune on May 11, 2008, on the occasion of the 40th anniversary of 1968, which is republished here in Spanish and Portuguese.  It is followed by Fernando Genovés’ essay ‘Raymond Aron y Jean-Paul Sartre: men of letters vs. intellectuals’, which highlights the parallels in the lives of Aron and Sartre, including the event in Paris, on 26 June 1979, when these two towering figures met again for the last time. An obituary of André Glucksmann, one of the leaders of the 1968 students revolts in Paris who later emerged as one of the New Philosophers of France, is our third article. It was published originally in The New Yorker on November 11, 2015, and is reproduced here in Portuguese. The fourth article is my own essay ‘1968 in a nutshell’, a brief account of the students’ revolts and their consequences.

A double review of Mark Lilla’s The Once and Future Liberal and The Shipwrecked Mind by James Meek, which was first published in 2017 in the London Review of Books, is offered here in Spanish and Portuguese. Previously, these books have been reviewed in several Spanish and Brazilian magazines and newspapers but Meek’s review captures with aplomb substance and intention, allowing a clear glimpse into the mind of this penetrating writer.

A lot of water has gone under the bridge since 1968 and the account of the events surrounding it has also changed. Fifty years later, a growing number of critics seem to agree that it was a socialist utopianism that reached cult status. Even more relevant than the label that should be applied to 1968, is the fact that it inculcated many half-baked ideas in young minds and the hoi polloi. This had many unforeseen consequences, such the suffocation of debate in the public sphere, political populism, multiculturalism, tribalism and the debasement of academia. Latin America had all of that and the social fragmentation caused by the spread of Marxism and similar ideologies.

July 2018

 How to reference

Pires-O’Brien, J. Editorial. Revisiting 1968. PortVitoria, UK, v.17, Jul-Dec, 2018. ISSN 2044-8236.