El hecho de las aglomeraciones*
José Ortega y Gasset
“Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone donde quiera… Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado.” JOG
Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública europea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Esta crisis ha sobrevenido más de una vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama la rebelión de las masas. Para la inteligencia del formidable hecho conviene que se evite dar desde luego a las palabras «rebelión», «masas», «poderío social», etc., un significado exclusiva o primariamente político. La vida pública no es sólo política, sino, a la par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar.
Tal vez la mejor manera de acercarse a este fenómeno histórico consista en referirnos a una experiencia visual, subrayando una facción de nuestra época que es visible con los ojos de la cara. Sencillísima de enunciar, aunque no de analizar, yo la denomino el hecho de la aglomeración, del «lleno». Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio.
Nada más. ¿Cabe hecho más simple, más notorio, más constante, en la vida actual? Vamos ahora a punzar el cuerpo trivial de esta observación, y nos sorprenderá ver cómo de él brota un surtidor inesperado, donde la blanca luz del día, de este día, del presente, se descompone en todo su rico cromatismo interior. ¿Qué es lo que vemos, y al verlo nos sorprende tanto? Vemos la muchedumbre, como tal, posesionada de los locales y utensilios creados por la civilización. Apenas reflexionamos un poco, nos sorprendemos de nuestra sorpresa. Pues qué, ¿no es el ideal? El teatro tiene sus localidades para que se ocupen; por lo tanto, para que la sala esté llena. Y lo mismo los asientos del ferrocarril, y sus cuartos el hotel. Sí; no tiene duda. Pero el hecho es que antes ninguno de estos establecimientos y vehículos solían estar llenos, y ahora rebosan, queda fuera gente afanosa de usufructuarlos. Aunque el hecho sea lógico, natural, no puede desconocerse que antes no acontecía y ahora sí; por lo tanto, que ha habido un cambio, una innovación, la cual justifica, por lo menos en el primer momento, nuestra sorpresa.
Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y el lujo específico del intelectual. Por eso su gesto gremial consiste en mirar al mundo con los ojos dilatados por la extrañeza. Todo en el mundo es extraño y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas. Esto, maravillarse, es la delicia vedada al futbolista, y que, en cambio, lleva al intelectual por el mundo en perpetua embriaguez de visionario. Su atributo son los ojos en pasmo. Por eso los antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro con los ojos siempre deslumbrados.
La aglomeración, el lleno, no era antes frecuente. ¿Por qué lo es ahora? Los componentes de esas muchedumbres no han surgido de la nada. Aproximadamente, el mismo número de personas existía hace quince años. Después de la guerra parecería natural que ese número fuese menor. Aquí topamos, sin embargo, con la primera nota importante. Los individuos que integran estas muchedumbres preexistían, pero no como muchedumbre. Repartidos por el mundo en pequeños grupos, o solitarios, llevaban una vida, por lo visto, divergente, disociada, distante. Cada cual -individuo o pequeño grupo- ocupaba un sitio, tal vez el suyo, en el campo, en la aldea, en la villa, en el barrio de la gran ciudad. Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres. ¿Dondequiera? No, no; precisamente en los lugares mejores, creación relativamente refinada de la cultura humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a minorías. La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay coro.
El concepto de muchedumbre es cuantitativo y visual. Traduzcámoslo, sin alterarlo, a la terminología sociológica. Entonces hallamos la idea de masa social. La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas, sólo ni principalmente «las masas obreras». Masa es el «hombre medio». De este modo se convierte lo que era meramente cantidad -la muchedumbre- en una determinación cualitativa: es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico. ¿Qué hemos ganado con esta conversión de la cantidad a la cualidad? Muy sencillo: por medio de ésta comprendemos la génesis de aquella. Es evidente, hasta perogrullesco, que la formación normal de una muchedumbre implica la coincidencia de deseos, de ideas, de modo de ser, en los individuos que la integran. Se dirá que es lo que acontece con todo grupo social, por selecto que pretenda ser. En efecto; pero hay una esencial diferencia. En los grupos que se caracterizan por no ser muchedumbre y masa, la coincidencia efectiva de sus miembros consiste en algún deseo, idea o ideal, que por sí solo excluye el gran número.
Para formar una minoría, sea la que fuere, es preciso que antes cada cual se separe de la muchedumbre por razones especiales, relativamente individuales. Su coincidencia con los otros que forman la minoría es, pues, secundaria, posterior, a haberse cada cual singularizado, y es, por lo tanto, en buena parte, una coincidencia en no coincidir. Hay cosas en que este carácter singularizador del grupo aparece a la intemperie: los grupos ingleses que se llaman a sí mismos «no conformistas», es decir, la agrupación de los que concuerdan sólo en su disconformidad respecto a la muchedumbre ilimitada. Este ingrediente de juntarse los menos, precisamente para separarse de los más, va siempre involucrado en la formación de toda minoría. Hablando del reducido público que escuchaba a un músico refinado, dice graciosamente Mallarmé que aquel público subrayaba con la presencia de su escasez la ausencia multitudinaria.
En rigor, la masa puede definirse, como hecho psicológico, sin necesidad de esperar a que aparezcan los individuos en aglomeración. Delante de una sola persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones especiales, sino que se siente «como todo el mundo» y, sin embargo, no se angustia, se siente a saber al sentirse idéntico a los demás. Imagínese un hombre humilde que al intentar valorarse por razones especiales -al preguntarse si tiene talento para esto o lo otro, si sobresale en algún orden-, advierte que no posee ninguna cualidad excelente. Este hombre se sentirá mediocre y vulgar, mal dotado; pero no se sentirá «masa». Cuando se habla de «minorías selectas», la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de esta expresión, fingiendo ignorar que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores. Y es indudable que la división más radical que cabe hacer de la humanidad es ésta, en dos clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva. Esto me recuerda que el budismo ortodoxo se compone de dos religiones distintas: una, más rigurosa y difícil; otra, más laxa y trivial: el Mahayana -«gran vehículo», o «gran carril»-, el Himayona -«pequeño vehículo», «camino menor»-. Lo decisivo es si ponemos nuestra vida a uno u otro vehículo, a un máximo de exigencias o a un mínimo.
La división de la sociedad en masas y minorías excelentes no es, por lo tanto, una división en clases sociales, sino en clases de hombres, y no puede coincidir con la jerarquización en clases superiores e inferiores. Claro está que en las superiores, cuando llegan a serlo, y mientras lo fueron de verdad, hay más verosimilitud de hallar hombres que adoptan el «gran vehículo», mientras las inferiores están normalmente constituidas por individuos sin calidad. Pero, en rigor, dentro de cada clase social hay masa y minoría auténtica. Como veremos, es característico del tiempo el predominio, aun en los grupos cuya tradición era selectiva, de la masa y el vulgo. Así, en la vida intelectual, que por su misma esencia requiere y supone la calificación, se advierte el progresivo triunfo de los seudointelectuales incualifícados, incalificables y descalificados por su propia contextura. Lo mismo en los grupos supervivientes de la «nobleza» masculina y femenina. En cambio, no es raro encontrar hoy entre los obreros, que antes podían valer como el ejemplo más puro de esto que llamamos «masa», almas egregiamente disciplinadas.
Ahora bien: existen en la sociedad operaciones, actividades, funciones del más diverso orden, que son, por su misma naturaleza, especiales, y, consecuentemente, no pueden ser bien ejecutadas sin dotes también especiales. Por ejemplo: ciertos placeres de carácter artístico y lujoso o bien las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos. Antes eran ejercidas estas actividades especiales por minorías calificadas -calificadas, por lo menos, en pretensión-. La masa no pretendía intervenir en ellas: se daba cuenta de que si quería intervenir tendría, congruentemente, que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. Conocía su papel en una saludable dinámica social.
Si ahora retrocedemos a los hechos enunciados al principio, nos aparecerán inequívocamente como nuncios de un cambio de actitud en la mesa. Todos ellos indican que ésta ha resuelto adelantarse al primer piano social y ocupar los locales y usar los utensilios y gozar de los placeres antes adscritos a los pocos. Es evidente que, por ejemplo, los locales no estaban premeditados para las muchedumbres, puesto que su dimensión es muy reducida, y el gentío rebosa constantemente de ellos, demostrando a los ojos y con lenguaje visible el hecho nuevo: la masa que, sin dejar de serlo, suplanta a las minorías.
Nadie, creo yo, deplorará que las gentes gocen hoy en mayor medida y número que antes, ya que tienen para ello el apetito y los medios. Lo malo es que esta decisión tomada por las masas de asumir las actividades propias de las minorías no se manifiesta, ni puede manifestarse, sólo en el orden de los placeres, sino que es una manera general del tiempo. Así -anticipando lo que luego veremos-, creo que las innovaciones políticas de los más recientes años no significan otra cosa que el imperio político de las masas. La vieja democracia vivía templada por una abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al servir a estos principios, el individuo se obligaba a sostener en sí mismo una disciplina difícil. Al amparo del principio liberal y de la norma jurídica podían actuar y vivir las minorías. Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos. Hoy asistimos al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Es falso interpretar las situaciones nuevas como si la masa se hubiese cansado de la política y encargase a personas especiales su ejercicio. Todo lo contrario. Eso era lo que antes acontecía, eso era la democracia liberal. La masa presumía que, al fin y al cabo, con todos sus defectos y lacras, las minorías de los políticos entendían un poco más de los problemas públicos que ella. Ahora, en cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Yo dudo que haya habido otras épocas de la historia en que la muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo. Por eso hablo de hiperdemocracia.
Lo propio acaece en los demás órdenes, muy especialmente en el intelectual. Tal vez padezco un error; pero el escritor, al tomar la pluma para escribir sobre un tema que ha estudiado largamente, debe pensar que el lector medio, que nunca se ha ocupado del asunto, si le lee, no es con el fin de aprender algo de él, sino, al revés, para sentenciar sobre él cuando no coincide con las vulgaridades que este lector tiene en la cabeza. Si los individuos que integran la masa se creyesen especialmente dotados, tendríamos no más que un caso de error personal, pero no una subversión sociológica. Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. Como se dice en Norteamérica: ser diferente es indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese «todo el mundo» no es «todo el mundo». «Todo el mundo» era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora «todo el mundo» es sólo la masa.
Biografia de José Ortega y Gasset
El ensaysta y filósofo español José Ortega y Gasset(1883-1955) nació en Madrid el 9 de mayo de 1883. Su padre, José Ortega y Munilla, dirigía el periódico “El Imparcial”, propiedad de la familia de su madre, Dolores Gasset, perteneciente a la burguesía liberal e ilustrada de finales del siglo XIX. La tradición liberal y la actividad periodística de su familia determinarán la futura actividad de Ortega en un doble ámbito: en su participación en la vida política española y en su actividad periodística. Ortega publica numerosos artículos de prensa, culturales y políticos; además, el estilo periodístico puede reconocerse también en sus obras más técnicas y filosóficas.
Tras sus primeros estudios en Madrid, Ortega comienza en 1891 en Málaga los estudios de Bachillerato en el colegio de los jesuitas de Miraflores del Palo. Allí entra en contacto con otros jóvenes de la burguesía malagueña. Su próxima estación será Deusto donde comienza sus estudios en 1898, estudios que continuará, poco después, en la Universidad de Madrid. Son los años de la guerra hispano-norteamericana, y de la consiguiente pérdida de las colonias (Cuba, Filipinas y Puerto Rico) que marcarán, como se sabe, la conciencia política y cultural de buena parte de los intelectuales españoles, elevando el tema de la decadencia de España al primer plano de la reflexión, así como el de la necesidad de una regeneración.
En 1902 obtiene la licenciatura en Filosofía y dos años después defiende su tesis doctoral. En 1905 viaja a Alemania (universidades de Leipzig, Berlín y Marburgo), donde entra en contacto con los neokantianos H. Cohen y P. Natorp, en 1906, asistiendo a sus cursos. Ambos ejercen una gran influencia en su pensamiento, aunque Ortega no se limitó a aceptar los principios neokantianos sin más, sino que adoptó una actitud crítica y constructiva ante ellos. En 1908 regresa a Madrid y en 1910 accede, por concurso, a la cátedra de Metafísica de la Universidad de Madrid. Ese mismo año contrae matrimonio con Rosa Spottorno y Topete.
Su actividad pública a partir de 1911 es agitada e incansable. Intenta llevar a la práctica sus ideas regeneracionistas. Con ese fin funda en 1914 la “Liga de Educación Política Española”; en 1915 la revista “España”; y en 1916 será cofundador del diario “El Sol”. Al mismo tiempo publica sus primeras obras, como las “Meditaciones del Quijote”, (en 1914), “El Espectador”, (en 1916), iniciando el período perspectivista de su filosofía, que predominará en su obra hasta 1923.
En 1923 se instaura en España la dictadura de Primo de Rivera. Ese año fundará la “Revista de Occidente”, de marcada oposición política a la dictadura, oposición que le llevará, en 1929, a dimitir de su cátedra en la Universidad de Madrid, continuando sus actividades filosóficas en lugares no vinculados anteriormente a la filosofía, como la Sala Rex y el Teatro Infanta Beatriz (actualmente el conocido restaurante Teatriz), impartiendo clases a modo de conferencia, algunas de las cuales serán recogidas posteriormente en su obra “¿Qué es filosofía?”, y cuyos contenidos corresponden ya al período racio-vitalista de su pensamiento, iniciado en 1923.
En 1930 vuelve a la cátedra de la Complutense, bajo la dictadura de Berenguer, más tolerante que la de Primo de Rivera, aunque continúa su actividad pública. Ese mismo año publicará “La rebelión de las masas”, una de sus obras más célebres. En 1931, junto con otros intelectuales de la talla de Gregorio Marañón o Pérez de Ayala funda la “Agrupación al Servicio de la República” y es elegido diputado a las Cortes Constituyentes de la recién proclamada II República por la provincia de León. Después de su experiencia parlamentaria retornará a la actividad académica publicando, en 1934, “En torno a Galileo”, y en 1935 “Historia como sistema”, siendo homenajeado ese mismo año por la Universidad de Madrid.
A raíz del golpe de estado de 1936 contra la II República, que dará lugar a la guerra civil española, Ortega se autoexilia, estableciendo su residencia primero en París, y luego en Holanda y Argentina, hasta 1942, año en que establecerá su residencia en Portugal. Al finalizar la segunda guerra mundial regresará a España, en 1945 y, aunque se le autoriza un ciclo de conferencias en el Ateneo de Madrid, no se le permite recuperar su cátedra de Metafísica, ante lo cual funda, en 1948, el “Instituto de Humanidades”, donde vuelve a impartir docencia ante un público no universitario. En 1950 realiza un último viaje a Alemania, decepcionado ante las dificultades de su estancia en España, siendo nombrado en 1951 Doctor Honoris Causa por las universidades de Marburgo y Glasgow. Regresará a España en 1955, donde muere el 18 de octubre en Madrid.
Fuente: http://www.rinconcastellano.com/sigloxx/ortega.html#
Nota
El presente artigo es el primero capítulo de lo livro La Rebellion de las Masas de José Ortega y Gasset, publicado em 1930. Fuente: http://bibliotecasolidaria.blogspot.com.es/2009/05/la-rebelion-de-las-masas-de-ortega-y.html
Citation:
Ortega y Gasset, J. El hecho de aglomeraciones. PortVitoria, UK, v.10, Jan-Jun, 2015. ISSN 2044-8236, https://portvitoria.com