Ilustrados y enriquecidos. Debemos nuestra prosperidad moderna a las ideas de la Ilustración

Joel Mokyr

¿La Ilustración fue algo positivo? De primera impresión, la pregunta casi suena a sacrilegio: al fin y al cabo, la Ilustración del siglo XVIII nos enseñó a ser democráticos y a creer en los derechos humanos, la tolerancia, la libertad de expresión y otros muchos valores que aún se veneran en las sociedades modernas, si bien no siempre se ponen en práctica. Por otro lado, los historiadores cuestionan si en realidad la Ilustración condujo hacia la fraternidad y la igualdad – es evidente que no – e incluso si la libertad, su tercer objetivo, se consiguió sólo con carácter parcial y con retraso. Hay quien ha sugerido que sus ideas de “mejora” humana pueden haber tenido consecuencias negativas imprevistas, tales como el totalitarismo del siglo XX, el racismo y el colonialismo.

Sin embargo, este debate ha oscurecido el efecto más robusto e irreversible de la Ilustración: nos ha hecho ricos. A estas alturas es ya un estereotipo el señalar cuánto mejor es la vida de la gente del siglo XX que incluso la de los reyes de hace tres siglos. En miles de cosas grandes y pequeñas, la vida material de hoy en día es incomparablemente mejor que antes. ¿Somos más felices? ¿Quién sabe? ¿Somos más ilustrados? Es posible, pero ¿estamos más sanos y más cómodos? Por supuesto que si. Y sin querer sonar arrogante sobre el progreso de la historia, o demasiado triunfalista sobre la historia occidental como pináculo del desarrollo humano – enfoque que la mayoría de los historiadores consideran liberal en el sentido decimonónico-, me gustaría sugerir que la génesis de esta prosperidad ha sido el crecimiento de ciertas ideas durante el siglo posterior a la Revolución Gloriosa de Gran Bretaña de 1688.

En cierto modo, esta importante conexión ha pasado de largo en las obras de los historiadores que han escrito sobre la creación del mundo moderno, y sobre variaciones de dicho tema. La mayoría de los historiadores de la economía no se han centrado en factores intelectuales sino económicos, dando así protagonismo a los recursos, precios, inversiones, imperio o comercio como los causantes del periodo de crecimiento sostenido en el que nos encontramos. Aunque atribuir el cambio económico solamente a causas económicas, a expensas de la exclusión de las ideas, es parte integrante del materialismo histórico -una teoría que normalmente se asocia al Marxismo-, los economistas del libre mercado han hecho lo mismo con frecuencia, describiendo así los efectos de la ideología como ”sin pies ni cabeza ”. Uno de los pocos que expresó su desacuerdo fue John Maynard Keynes, quien observó, en un famoso comentario: “el poder de los intereses creados está notablemente exagerado, comparado con el de la gradual incorporación de las ideas”. No hay mejor ejemplo, en mi opinión, de las ideas de la Ilustración que han dado origen a la prosperidad de la que disfrutamos hoy en día.

Los escritores y pensadores cuyo trabajo denominamos “Ilustración” eran un grupo variopinto de filósofos, científicos, matemáticos, médicos y otros intelectuales. Sus opiniones diferían en muchos temas, pero la mayoría estaban de acuerdo en que la mejora de la condición humana era algo posible y deseable. Esto puede sonar manido, pero hay que tener en cuenta que en el 1700 era escasa la gente con motivos para creer que sus vidas fuesen a mejorar en algún momento; para la mayoría, la vida no era menos corta, embrutecida y dura de lo que lo había sido mil años antes; las encarnizadas guerras religiosas que Europa había sufrido durante décadas no habían mejorado las cosas, y aunque había habido algún avance – la difusión de los libros por ejemplo, y un goteo de bienes novedosos del extranjero, como el té y el azúcar – su impacto en la calidad general de vida siguió siendo marginal. Un británico medio nacido en el 1700 tenía una esperanza de vida de treinta y cinco años, se pasaba los días realizando un duro trabajo físico y las noches en un lugar frío, lleno de gente e infestado de pestes diversas.

En este contexto tan crudo, los filósofos de la Ilustración desarrollaron una creencia en la capacidad de lo que ellos denominaron “conocimiento útil” para avanzar el estado de la humanidad. El defensor más destacado de esta creencia había sido el filósofo inglés, un poco anterior, Francis Bacon, el cual había insistido en que el conocimiento del entorno físico era la clave del progreso material: “no podemos controlar la naturaleza salvo si la obedecemos”, escribió en 1620 en su Nuevo Organon. Los intereses de lo que hoy llamaríamos “investigación y desarrollo” empezaron a ampliarse desde la figura del investigador – o su deseo de poner de manifiesto la sabiduría del Creador – hasta la inclusión de la esperanza de que un día este conocimiento se pudiese dedicar a buen fin. En 1671, uno de los científicos más importantes de la época, Robert Boyle, escribió que “apenas hay ninguna verdad física considerable que no esté, en realidad, cargada de inventos beneficiosos y que no se pueda convertir, a manos de la destreza humana y de la industria, en la madre fértil de diversas cosas útiles.” La idea se extendió a otros países; así, el gran científico francés René Reaumur, matemático de formación, pasó gran parte de su carrera investigando materias prosaicas como el acero, el papel y los insectos con la esperanza de utilizar tal conocimiento en la industria y la agricultura.

Para dar lugar al progreso que preveían – para resolver problemas prácticos de industria, agricultura, medicina y navegación – los científicos europeos se dieron cuenta de que tenían que acumular una base de conocimientos sólida y que ello requería, sobre todo, comunicaciones fiables. Escribieron enciclopedias, compendios, diccionarios y publicaciones técnicas – los buscadores de la época – en las cuales se organizaba, catalogaba, clasificaba y hacía disponible en la medida de lo posible el conocimiento útil. Uno de estas publicaciones fue la Enciclopedia de Diderot, quizá el documento de la Ilustración por excelencia. La era de la Ilustración también fue la era de la “República de la ciencia”: una comunidad transnacional e informal en la que los científicos europeos se comunicaban a base de una red epistolar, para así leer, criticar, traducir y a veces hasta plagiar las ideas de los otros. Parece que la nacionalidad importaba poco comparada con el objetivo compartido del progreso humano. “Las ciencias,” dijo el gran químico Antoine Lavoisier, “nunca entran en guerra”. Como muchos de los ideales elevados del siglo XVIII, esta noción acabó siendo, hasta cierto punto, una ilusión.

Sin embargo, la idea del progreso material a través de la expansión del conocimiento útil – lo que hoy llaman los historiadores el programa baconiano – echó raíz progresivamente. La Royal Society, fundada en Londres en 1660, estaba basada explícitamente en las ideas de Bacon; consideraba que su función era “mejorar el conocimiento sobre las cosas naturales, y sobre todas las artes, manufacturas, prácticas mecánicas, motores e invenciones fruto de experimentos que sean útiles.” El movimiento sufrió un empujón considerable en el siglo XVIII, cuando se establecieron organizaciones privadas a lo largo de Gran Bretaña para vincular a aquellos que sabían cosas con aquellos que las hacían. Un ejemplo de ello es la llamada Sociedad Lunar de Birmingham, en la cual científicos punteros se reunían con regularidad con empresarios célebres, como el gran ingeniero de la época, James Watt y su compañero Matthew Bolton. Otro ejemplo era la Sociedad Literaria y Filosófica de Manchester, entre cuyos miembros se contaban muchos de los empresarios más importantes de la industria algodonera de Gran Bretaña, que estaba creciendo a gran velocidad.

Cada vez más industriales pedían asesoramiento a científicos y matemáticos para resolver problemas técnicos y así aumentar la productividad. La actuación de dichos asesores era variada: con mucha frecuencia, los asesores le decían a una empresa algo que ya sabía o algo que podrían haber descubierto por medios más económicos. Pero lo interesante es hasta qué punto, hacia 1780, se extendió la creencia de que la ciencia podría ayudar a la industria.

El programa baconiano tuvo un éxito inesperado en Gran Bretaña, que, como consecuencia, se convirtió en líder mundial de la innovación industrial. Había muchos motivos para ello, por ejemplo la unión de Inglaterra y Escocia en 1707. El historiador Arthur Herman ha escrito, quizá exageradamente, que los escoceses inventaron el mundo moderno. Las universidades de Edimburgo y Glasgow eran las versiones de la Ilustración escocesa de Harvard y MIT: rivales hasta cierto punto, pero que cooperaban en generar el conocimiento útil que subyacía a la nueva tecnología. Emplearon algunas de las mejores mentes de la época – sobre todo, Adam Smith. Al filósofo David Hume, amigo de Smith, se le negó dos veces el ejercicio de una cátedra por causa de sus creencias heterodoxas. En épocas anteriores, ello le podría haber ocasionado problemas con la ley, pero en la Escocia ilustrada vivió una existencia pacífica como bibliotecario y funcionario. Otro escocés y también amigo de Smith, Adam Ferguson, acuñó el concepto de sociedad civil. Pero Escocia no sólo produjo filósofos, también exportó a Inglaterra muchos de sus ingenieros y químicos más destacados, sobre todo James Watt.

Es absurdo argumentar, como han hecho ciertos estudiosos, que Inglaterra no tuvo una Ilustración. Es cierto que la Ilustración inglesa fue más práctica que la escocesa, lo cual quizá se debiera a que ello era necesario para la innovación. Por ejemplo Josiah Wedgwood, el gran alfarero de Staffordshire que revolucionó toda una industria: Wedgwood era la típica figura de la Ilustración; estaba en contra de la esclavitud, estrechamente vinculado con los intelectuales más destacados de su época y era un estudioso contumaz de ciencia, asesorándose con científicos para mejorar la tecnología y el marketing de sus productos. La celebrada invención de Wedgwood del jaspe – un tipo de tierra coloreada con una selección de óxidos de metal – se considera la innovación más significativa de la historia de la cerámica desde la invención china de la porcelana, y se produjo tras miles de experimentos en los laboratorios de Wedgwood de Staffordshire. Parece claro que el progreso en esta área ya no estaba reducido los tropiezos aleatorios de artesanos inspirados.

En algunos campos, el conocimiento útil resultó ser de una productividad enorme. La industria algodonera, que estaba creciendo con gran rapidez, necesitaba un agente químico para blanquear tejidos, pero las técnicas tradicionales eran lentas y caras. En 1774 un químico sueco, Carl Wilhelm Scheele, descubrió una sustancia que el francés Claude Berthollet posteriormente concluyó que tenía propiedades blanqueadoras milagrosas. El que esta sustancia, que más tarde se denominaría cloro, podía tener aplicación en el terreno de la industria fue una idea británica. (Sus otras propiedades se descubrirían más tarde: empezó a usarse como desinfectante a mediados del siglo XIX y la cloración del agua se empezó a extender en el siglo XX.)

Otro ejemplo del éxito del programa baconiano se produjo en el campo de la iluminación: las velas eran caras, producían humo y muchas veces causaban fuegos, así que los científicos de toda la Europa ilustrada empezaron a cavilar sobre este problema. Alrededor de 1780, Archibald Cochrane, el excéntrico y brillante conde de Dundobald, encendía gas de carbón mineral sobre sus hornos de alquitrán, fundamentalmente para entretener a sus amigos; no obstante, no estamos seguros de quién se dio cuenta por primera vez de que el gas no sólo quemaba bien sino que además hacía un servicio muy útil. Jean-Pierre Minkeles se atribuyó este éxito, se dice que iluminó su aula de Lovaina con gas en 1784; Johann Georg Pickel también se lo atribuyó, y es cierto que iluminó su laboratorio alemán con gas en 1786. En 1799, el francés Philippe Lebon patentó una “termolámpara”, que era un aparato de cristal que podía quemar una combinación de aire con gas de madera destilada. Después de que Lebon realizarse una serie de demostraciones con mucha publicidad en París en 1801, algunas de las fábricas de algodón de Manchester y todo el Pall Mall de Londres se iluminaron con gas de carbón en celebración del cumpleaños del rey Jorge. En la década siguiente la luz de gas convirtió a la noche en día para muchos europeos.

Seguía abundando el optimismo relativo a las grandes posibilidades que tenía el conocimiento útil para mejorar el mundo. En 1780, una de las grandes figuras de la Ilustración, Benjamín Franklin, escribió en una carta que “el progreso rápido de la verdadera ciencia hace que a veces lamente haber nacido tan pronto. Es imposible imaginar la altura a la que puede llegar, dentro de mil años, el poder del hombre sobre la materia… ojalá la ciencia moral se encontrase en un camino de mejora tan clara.” Se refería a ese sentimiento tan baconiano en una carta a su amigo Joseph Priestley, el científico y filósofo británico que inventó la soda y descubrió el oxígeno.

Por supuesto, la era de la Ilustración también fue la era de Newton, cuyos descubrimientos hicieron posible la comprensión del movimiento de los cuerpos celestiales. Ello se recibió, generalmente, como una muestra de lo que estaba por llegar: si podían entender eso, podían entenderlo todo. Pero la naturaleza resultó ser más caótica de lo esperado. Durante un siglo, muchos campos de investigación se resistieron a los esfuerzos de mejora simplemente porque la física y la química de base, y por supuesto la biología, no habían avanzado lo suficiente. Buen ejemplo de ello es el lento desarrollo de la energía eléctrica. La ciencia del siglo XVIII estaba fascinada con la electricidad y adivinaba sus posibilidades; en 1760 el preámbulo a los Nuevos experimentos y observaciones sobre electricidad de Franklin afirmaba proféticamente que la electricidad era, quizás, el agente más extraordinario e irresistible del universo. No obstante, aún debió pasar otro siglo y el trabajo de muchos científicos hasta que la energía eléctrica pudiese resultar económicamente útil.

Los progresos en medicina también fueron esporádicos. Los médicos ilustrados creían con vehemencia en el progreso. ¿Cómo no hacerlo? veinte de cada cien bebés morían antes de cumplir un año, muchos hombres y mujeres jóvenes y brillantes sufrían una muerte prematura por enfermedad, la vida adulta era con frecuencia una secuencia de enfermedades desfigurativas y debilitantes. “No veo una razón para dudar de que, aprovechándose de los varios y continuados progresos de la ciencia, el mismo poder se podrá ejercer sobre cuerpos animados, tal y como se ejerce en la actualidad sobre cuerpos inanimados”, escribió Thomas Beddoes, un médico inglés ilustrado, en 1793. Así, fue testigo en vida de al menos un gran éxito: el descubrimiento de Edward Jenner de la vacuna de la viruela tres años más tarde. Se podrían mencionar otros progresos más modestos, como el descubrimiento de que los cítricos podían proteger a los marineros del escorbuto. Pero estos descubrimientos eran excepcionales: el conocimiento útil no podía controlar, y mucho menos curar, la mayoría de las enfermedades hasta la década de 1850. Además, aparecieron nuevas enfermedades que dejaron indefensa la profesión médica: el cólera de la década de 1830 fue comparable al HIV de la década de 1980, y se tardó años en determinar su modo de contagio. Beddoes murió decepcionado y desilusionado.

Incluso en la industria, los efectos inmediatos del programa baconiano fueron limitados. Algunos de los inventos más importantes del siglo XVIII, especialmente en textiles, fueron artefactos mecánicos ingeniosos pero que no dependían de avances en la física. La maquina hiladora “Jenny” de Hargreaves y la desmotadora de Whitney, por ejemplo, no incluían ningún elemento que Arquímedes no hubiese podido entender. La novedad del siglo XVIII fue el darse cuenta de cuánto podían aprender la una de la otra la ciencia y la tecnología. Pero la innovación tenía una deuda de menor calibre con la ciencia formal que con la intuición, la ingenuidad y la destreza de genios mecánicos como Watt, el cual fue más allá que los demás para promover la eficiencia en la máquina de vapor, pero que a la vez no entendía en su totalidad los principios físicos de la misma. En 1824, cinco años después de la muerte de Watt, el científico francés Nicolás Sadi Carnot, intrigado por la máquina de vapor, escribió un ensayo que sentaba las bases de la termodinámica moderna.

De todos modos, el empleo del programa baconiano resultó ser un punto de inflexión clave en la historia de la humanidad, sin el cual la innovación podría no haberse producido. Es fácil imaginar una situación histórica muy distinta, en la cual la tecnología hubiese avanzado sólo lo suficiente como para crear un mundo de hiladoras de algodón mecánicas y de barras de hierro más baratas, y luego se hubiese estancado. Otros triunfos tecnológicos anteriores, como la invención de la imprenta en el siglo XV, de los buques transoceánicos y de las armas de fuego habían cristalizado del mismo modo.

El siglo XIX era distinto, gracias a las revoluciones intelectuales del siglo anterior. Después de 1815, el espíritu de innovación recobró fuerza, de modo que el mundo ya nunca iba a ser el mismo. Incluso aunque la Ilustración en el sentido estricto de la palabra ya había pasado, dejó una herencia de avances tecnológicos a lo largo del siglo XIX: el acero barato, la teoría de las enfermedades y los gérmenes, el control de la electricidad, los inventos procedentes de la termodinámica y la química orgánica y muchos otros. En 1787, Emmanuel Kant escribió que había vivido en una era de Ilustración pero no en una ilustrada. El siglo XIX fue justo lo contrario: ya no era la era de la Ilustración, sino una era ilustrada, en el sentido restrictivo de que estaba empeñada en continuar con el programa baconiano.

Las contribuciones de la Ilustración al crecimiento económico a largo plazo no fueron sólo de tipo científico. Así, muchos economistas, siguiendo el liderazgo del Premio Nobel Douglass North, empezaron a considerar las ideas políticas y económicas de la Ilustración como claves para este proceso. La doctrina económica inicial, muchas veces llamada mercantilismo, propugnaba que el comercio era una suma de ceros: si un lado ganaba, el otro perdía. Este pensamiento condujo a las políticas que hoy conocemos como “proteccionismo”, que todos los profesores de económicas de este país se enorgullecen en describir como costosas e ineficientes. La idea de que el comercio normalmente favorece a ambas partes condujo al crecimiento del mercado libre después de 1815 y fue clave para el establecimiento de zonas de libre mercado en Europa y en otros lugares después de 1950. Tal concepción se originó en la Ilustración y en el pensamiento de gigantes intelectuales como Smith y Hume.

Más importante todavía fue la idea de libertad de expresión de la Ilustración. Hoy en día concebimos los cambios tecnológicos como algo natural y obvio, y desde luego consideraríamos su ausencia un motivo de preocupación. Esto no era así en el pasado: los inventores se percibían como seres poco respetuosos que se revelaban contra el orden existente, amenazando así la estabilidad del régimen y la Iglesia y poniendo en riesgo el empleo. En el siglo XVIII esta noción empezó poco a poco a dejar paso a la tolerancia, a la creencia de que debía permitirse a aquellos con ideas extrañas someter las mismas a pruebas de mercado. Muchas ideas nuevas se sometieron a experimentación, especialmente en medicina, de modo que constantemente se proponían y se ponían a prueba nuevos modos de lucha contra la enfermedad (la mayoría de las veces en pacientes desinformados que hacían, sin saberlo, de conejillos de indias). Así, empezaron a desaparecer palabras como “hereje” aplicadas en los innovadores. De hecho, algunas de las figuras más destacadas de la revolución industrial, sobre todo Watt y Jenner, se hicieron mundialmente famosos.

Los críticos de la Ilustración tienen razón al afirmar que no convirtió a los europeos en monaguillos, precisamente. La revolución francesa, inspirada inicialmente en el pensamiento ilustrado, degeneró en un baño de sangre violento y después en una dictadura militar. Las dos naciones más ilustradas, Francia y Gran Bretaña, se enfrentaron en 1793 en una guerra encarnizada que duró más de veinte años y que condujo a políticas interiores de opresión y oscurantismo. La revolución americana, tan heredera de la Ilustración como la francesa, toleró y reguló la esclavitud. En el siglo XIX, los europeos usaron sus nuevas tecnologías para oprimir, explotar y asesinar a los no europeos; a finales del siglo XIX, reemplazaron las los ideales transnacionales de algunos pensadores ilustrados con un nacionalismo de feo cariz que enseñó a las masas que el modo de mostrar amor por su país era odiar a sus vecinos; de este modo, en la primera mitad del siglo XX, se enfrentaron entre ellos con una brutalidad y una destrucción que carecían de precedente en la historia.

Así, la Ilustración, por desgracia, no puso fin a la barbarie y la violencia; sin embargo, acabó con la pobreza en muchos de los países que la adoptaron. Una vez las cosas se calmaron después de la revolución francesa, Europa empezó un siglo de crecimiento económico (conocido como la Pax britannica) aderezado con algunas guerras locales relativamente cortas. Hacia el 1914, los países que habían experimentado algún modo de Ilustración se habían enriquecido e industrializado, mientras los que no, o los que se había resistido (como España y Rusia) se quedaron a la cola. El “club” de los países ricos formó el núcleo del mundo industrializado en la mayor parte del siglo XX. Incluso tras dos guerras de gran magnitud y de una devastación tal que habría acabado con cualquier imperio antiguo, Europa pudo reponerse y hoy en día la calidad de vida en países europeos es la envidia de gran parte de la humanidad.

Aunque parezca improbable, un pequeño grupo de intelectuales en una esquina de la Europa del siglo XVIII cambió la historia del mundo. No sólo se pusieron de acuerdo sobre la importancia del progreso, sino que también escribieron un programa detallado sobre cómo aplicarla y a continuación, sorprendentemente, la pusieron en práctica. Hoy en día, disfrutamos de comodidades materiales, de acceso a la información y al entretenimiento, de mejor salud, casi todos nuestros hijos llegan a una edad adulta (incluso si escogemos tener menos hijos), y tenemos expectativas razonables de vivir muchos años con una jubilación agradable y económicamente estable. Éstos son lujos con los que Smith, Hume, Watt y Wedgood sólo podían soñar, pero que sin la Ilustración no había sucedido.

El progreso tecnológico se ha convertido en parte integrante de nuestras vidas, hemos aprendido que la ciencia y la tecnología avanzan cada año y que vamos a descubrir más y más cosas sobre el mundo físico para así mejorar nuestra existencia material, ya sea en el campo de la medicina, los materiales, la energía o la tecnología de la información. Nuestra preocupación creciente sobre el medio ambiente y sobre la influencia que la tecnología ha ejercido sobre nuestro frágil planeta añade matices y sofisticación a esa creencia. La era de la Ilustración quemaba carbón sin preocuparse, sin saber del impacto del hidrocarburo en la atmósfera. Nuestra época está aprendiendo otra lección: necesitamos más que nunca el progreso tecnológico, pero necesitamos más que nunca utilizarlo con inteligencia. Ben Franklin estaría de acuerdo.


Joel Mokyr es profesor de la Norhwestern University, EEU, donde es titular de la cátedra Robert H. Strotz de Artes y Ciencias. Su libro más reciente si titula The Enlightened Economy: Britain and the Industrial Revolution (La Economía Ilustrada: Gran Bretaña y la Revolución Industrial).

Título Original: Enlightened and enriched. We owe our modern prosperity to Enlightenment ideas
© Dr. Joel Mokyr
Cortesía de: JM y City Journal, Summer 2010, vol. 20, no. 3 (http://www.city-journal.org), una publicación del Manhattan Institute, editado por Brian C. Anderson

Traducción de: Elena Fresco Barreira (UK)

Referencia:

Mokyr, J. (2011). Ilustrados y enriquecidos. Debemos nuestra prosperidad moderna a las ideas de la Ilustración. PortVitoria, UK, v. 3, Jul-Dec, 2011. ISSN 2044-8236, https://portvitoria.com