Joaquina Pires-O’Brien

Se suponía que el año 1968 anunciaría una revolución contra el establishment. Como todas las revoluciones, 1968 tenía un objetivo noble, que era instalar una sociedad más libre y más justa. En retrospectiva, 1968 ha sido degradado de una revolución a una serie de revueltas contra el patriarcado, la represión social, el capitalismo y las formas de vida ordinarias etiquetadas como ‘burguesas’, así como contra el imperialismo y la Guerra de Vietnam. Todavía, dejó devastadoras consecuencias para la sociedad, como si hubiera sido una revolución.

Hilos ideológicos y actitud mental

1968 fue el pináculo de las revueltas de la década de 1960. Su ideología tenía varios hilos ideológicos entrelazados que incluían el Romanticismo, el Existencialismo, el Marxismo, la vieja izquierda, la nueva izquierda y el Posmodernismo, así como una mentalidad específica contra las guerras y una fijación con la vida auténtica.

El Movimiento Romántico fue una revuelta del siglo XIX contra la restricción clásica en las artes y los rigores de la ciencia, con orígenes en los siglos XVII y XVIII, especialmente en la religión. El romántico por excelencia del siglo XIX fue Johan Gottfried Herder (1744-1803), el diseminador de la idea del Volksgeist o ‘el espíritu del pueblo’, una noción convincente de que cada nación tiene una cultura natural la cual resulta de su propia necesidad de significado.

El existencialismo o la filosofía de la existencia, es también un producto del siglo XIX, y gira en torno a la ansiedad del ser y la búsqueda de la esencia del ser. Su principal fundador fue Søren Kierkegaard (1813-1855), que fijose en el proceso histórico del yo. Otros articuladores del existencialismo son: Fiódor Dostoievski (1821-1881), Friedrich Nietzsche (1844-1900), Edmund Husserl (1859-1938), José Ortega y Gasset (1883-1955), Martin Heidegger (1889-1976) y Jean-Paul Sartre (1905-1980).

El marxismo se refiere a la teoría socialista de Karl Marx (1818-1883), que se basa en la dialéctica tripartite de la filosofía de la historia del filósofo alemán Georg W. F. Hegel (1770-1831): tesis, antítesis y síntesis. En la teoría socialista de Marx, la tesis es la sociedad burguesa, que se originó a partir de la desintegración del régimen feudal; la antítesis es el proletariado, que se originó del desarrollo de la industria moderna, siendo expulsado de la misma por la especialización y la degradación, por lo cual deberá, en un dado momento, volverse contra ella; y la síntesis es la sociedad comunista que resultará del conflicto entre la clase trabajadora y las clases propietarias y empleadoras, concretamente, la armonización de todos los intereses de la humanidad después de que la clase trabajadora se haga cargo de las plantas industriales.

La vieja izquierda y la nueva izquierda son ambas fincadas en la doctrina socialista de Karl Marx (1818-1883), aunque la nueva izquierda incorporó las contribuciones de otros socialistas tales como el filósofo italiano Antonio Gramsci (1891-1937). El principal objetivo de la vieja izquierda era apoyar la revolución obrera que Marx había profetizado; sus adeptos consistían principalmente en comunistas prosoviéticos, socialistas revisionistas, trotskistas, maoístas, anarquistas, etc.

La nueva izquierda consistía de una nueva versión del pensamiento marxista, donde el paradigma revolucionario de Marx es reemplazado por una resistencia pasiva del establishment, que incluye aceptar las rutinas burocráticas como un medio para la ocupación de las instituciones. El movimiento más expresivo para la ideología de la nueva izquierda fue la Escuela de Frankfurt[1], que en 1933 fue transferida a la Universidad de Columbia en Nueva York. Este enlace de Columbia con la Escuela de Frankfurt es significativo, ya que Columbia se convirtió en el epicentro cultural estadounidense de 1968

El Posmodernismo, cuyos principales idealizadores son Michael Foucault (1926-1984), Jean-François Lyotard (1924-1998), Jacques Derrida (1930-2004) y Richard Rorty (1931-2007),  consiste básicamente en una desconfianza general de las grandes teorías y ideologías, así como una reacción contra la modernidad y la negación del progreso. De acuerdo con la doctrina posmoderna, no existe el ‘conocimiento objetivo’ o el ‘conocimiento científico’, o incluso una ‘moral mejor’, porque todo es opinión, y cada tipo de opinión es tan bueno como otro.

Los intelectuales que inspiraron 1968

Como todos los levantamientos de la Historia, 1968 tuvo sus agitadores intelectuales. Los intelectuales más prominentes de 1968 vinieron de Francia y Alemania, siendo los dos más destacados Jean-Paul Sartre (1905-1980) y Herbert Marcuse (1898-1979). Sartre y Marcuse se destacaron por su conexión con los estudiantes universitarios y con el público los cuales estaban ansiosos por las incertidumbres de la Guerra Fría. También se podría argumentar que la razón de esa  fuerte conexión fue que los escritos de Sartre y Marcuse encajaban bien con la mentalidad dominante de la época.

Sartre popularizó su propia versión del Existencialismo, la cual incluía la noción de que el comunismo representaba el deseo del pueblo y ofrecía una forma de vida auténtica, en oposición a la forma de vida inauténtica que se encuentra en el capitalismo. Marcuse popularizó una especie de socialismo que no exigía guerras, y podría lograrse invadiendo y ocupando las instituciones establecidas. También cabe a el, la popularización de la noción de amor libre.

Sartre

Sartre diseminó una especie de Existencialismo en el que el significado y la autenticidad podrían estar vinculados en el comunismo. En 1960 hizo una gira por América Latina, acompañado por su compañera, la filósofa Simone de Beauvoir (1908-1986), quien también fue una figura destacada entre los intelectuales franceses. La pareja visitó Cuba, donde fueron recibidos por Fidel Castro y Ché Guevara, entonces su Ministro de Finanzas. En Brasil, donde fue acompañado por Jorge Amado (1912-2001), Sartre habló en varias universidades, y uno de sus intérpretes fue el joven Fernando Henrique Cardoso (nacido en 1931), futuro presidente de Brasil. En 1964, Sartre fue galardonado con el premio Nobel de Literatura, lo cual rechazó con el argumento de que era una institución occidental y que aceptarlo podría ser percibido como tomar partido en el presente conflicto Occidente y Oriente.

El enfoque de Sartre sobre el existencialismo se centró en la noción de la vergüenza, o la forma en que otros lo veían, acerca da cual el no tenía control; es a partir de esta reflexión que se le ocurrió la frase “el infierno son los otros”. La comprensión de Sartre de la libertad era particularmente única, y para él el camino hacia la libertad era más importante que la libertad misma. Por lo tanto, cuando los manifestantes franceses tomaron las calles y la policía francesa respondió con fuerza, Sartre predicó una contraviolencia a la violencia de la policía. Aunque los libros de Sartre fueron muy bien considerados por la generación asociada con 1968, él se equivocó con respecto al comunismo y al régimen soviético. Su vida personal no fue ejemplar, como se revela en sus biografías.

Marcuse

Marcuse enseñó en el Instituto de Investigación Social de Frankfurt, que fue restablecido en la Universidad de Columbia, Nueva York, después de su clausura por los nazis en 1933. En ese momento, huyó a Ginebra y de allí a los Estados Unidos, junto con su sus colegas Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor Adorno (1903-1969). Durante la Segunda Guerra Mundial, Marcuse se desempeñó como oficial de inteligencia, y, en la década de 1950, cuando el Instituto de Frankfurt regresó a Europa, el decidió quedarse en los Estados Unidos y naturalizarse como ciudadano estadounidense. En 1955, el publicó Eros and Civilization, donde combinó a Freud y Marx para crear una doctrina de liberación sexual y política al mismo tiempo, y en lo cual introdujo el lema “Haz el amor, no la guerra” en el centro de las revueltas de 1960. Marcuse se convirtió en una celebridad a los 66 años, con su libro El hombre unidimensional, de 1962, donde la palabra ‘unidimensional’ en el título se refiere al aplanamiento del discurso, la imaginación, la cultura y la política en la sociedad. En él, Marcuse sugirió una ruptura con el sistema actual para dar paso a una ‘existencia bidimensional’ alternativa. Tanto Eros y Civilization cuanto El hombre unidimensional ayudaron a promover la nueva izquierda con la población estudiantil. Los pensamientos de Marcuse sobre la creación de una sociedad emancipada sin una revolución socialista se encuentran resumidos en Un ensayo sobre la liberación, publicado en 1969, considerado una descripción instantánea del utopismo revolucionario en la década de 1960.

El tipo de socialismo predicado por Marcuse era una completa negación de la sociedad existente y una ruptura con la historia previa que proporcionaría un modo alternativo de existencia libre y feliz con menos trabajo, más juego y la reducción de la represión social. El utilizó la terminología marxista para criticar las sociedades capitalistas existentes e insistió en que la revolución socialista era la forma más viable de crear una sociedad emancipada. Marcuse fue considerado un hedonista irresponsable por Erich Fromm (1900-1980)[2], el filósofo social estadounidense y psicoanalista que también era un refugiado alemán. La ingratitud de Marcuse hacia el país que lo recibió como refugiado se manifiesta en sus escritos, donde describió a los Estados Unidos como ‘preponderantemente maléfico’.

Los primeros críticos de las revueltas de los años 60: Aron y Habermas

De los primeros críticos de las revueltas de los sesenta, los dos más significativas fueron Raymond Aron (1905-1983) y Jürgen Habermas (1929). Tanto Aron como Habermas habían sido socialistas cuando eran jóvenes y ambos estudiaron profundamente el socialismo y Karl Marx. Ambos siguieron describiéndose a sí mismos como miembros de la izquierda incluso después de convertirse en sus principales críticos, consideraron a las masas como un camino para el totalitarismo y creyeron que una amplia reforma universitaria podría ser la solución a los disturbios de 1968. Por último, no menos importante, ambos eran odiados por los estudiantes.

En 1969, Aron publicó La Revolution Introuvable, traducida al año siguiente para el inglés como The Elusive Revolution (La revolución elusiva), en la que se refirió a los acontecimientos de mayo de 1968, como un “psicodrama” en que “todos los involucrados imitaban a sus grandes antepasados y desenterraban modelos revolucionarios consagrados en el inconsciente colectivo”- una referencia a la Revolución Francesa de 1789 y el Reino del Terror que creó. El libro recibió críticas negativas en Francia y en los Estados Unidos[3].

Habermas, que ha publicado docenas de libros y ensayos, es el filósofo viviente más importante de Alemania. Aunque tenga estudiado en el Instituto de Frankfurt, se alejó de su influencia marxista y creó su propia escuela de pensamiento. Su crítica de las revueltas estudiantiles de la década de 1960 es muestreada en algunos de sus ensayos, como ‘El movimiento en Alemania’. En su libro de 1962 Strukturwandel der Öffenlicheit, que apareció en inglés solo en 1989, como The Structural Transformation of the Public Sphere (La transformación estructural de la esfera pública), criticó muchas de las teorías en el centro de las revueltas de los estudiantes. Habermas señaló el papel especial de las universidades como plataformas del debate de la esfera pública, y que los estudiantes más radicales estaban eliminando la posibilidad de discusión. También reconoció los nuevos movimientos ambientales que surgieron de las revueltas de los años sesenta.

El ‘nosotros y ellos’ de 1968: Una estrategia de identidad

Los articulistas de 1968 crearon una división social de tipo ‘nosotros y ellos’, donde el ‘nosotros’, o ‘los participantes de 1968’, eran los buenos que tenían la intención de crear un mundo mejor, mientras que los ‘ellos’ eran los malos, etiquetados como ‘contrarrevolucionarios’ o ‘reaccionarios’. De hecho, los ‘ellos’ reaccionarios eran una minoría, y una mejor descripción de los ‘ellos’ es ‘la mayoría silenciosa’, gente común que estaba demasiado ocupada viviendo su vida ordinaria.

La razón subyacente de la división de ‘nosotros y ellos’ entre los comprometidos y los no comprometidos era crear una identidad de grupo que pudiera servir al objetivo político de obtener poder a través de la ocupación de las instituciones. La mentalidad de 1968 dio identidad grupal a los que una vez fueron estudiantes rebeldes, y de esa identidad de grupo ganaron poder, al menos dentro de la academia. La mayor evidencia de esto son las guerras culturales de los años 1980 y 1990 en los Estados Unidos. Aunque hay indicios de conflictos académicos similares en Europa y en muchos países de América Latina, no hay estudios críticos significativos disponibles sobre el tema.

Cuando el filósofo británico Roger Scruton escribió Thinkers of the New Left (Pensadores de la nueva izquierda) en 1985, fue condenado al ostracismo por el establishment académico en Gran Bretaña, que presionó a Longman House, su editor, para que retirase los libros de las librerías. Al darse cuenta de que no obtendría otro trabajo académico en Gran Bretaña, Scruton decidió obtener una nueva formación como abogado y continuó su carrera académica fuera de Gran Bretaña. Durante este tiempo, Scruton modificó el manuscrito original y le agregó secciones, como Fools, Frauds y Firebrands (Tolos, fraudes y militantes: pensadores de la nueva izquierda) que se publicó en 2015. Solo entonces Scruton fue tomado en serio. Finalmente, a la edad en que la mayoría de la gente se retira, Scruton se convirtió en profesor de Filosofía en la Universidad de Buckingham y en 2016 fue nombrado caballero (‘knight’) por la reina Elizabeth II, para servicios à filosofía, enseñanza y educación pública.

Consecuencias sociales de 1968

1968 también es conocido como ‘el año largo’ porque su espíritu continuó. Sus revueltas intentaron crear una sociedad mejor, sin embargo, a pesar de sus buenas intenciones, 1968 tuvo varias consecuencias sociales non intencionadas desde el sofocar del debate en la esfera pública, y la ampliación del populismo político, hasta la fragmentación social que resultó del multiculturalismo sin interculturalismo.

Populismo se refiere a acciones deliberadamente planificadas para atraer a la mayoría de las personas. Dado que las personas son reconocidas como soberanas en cualquier democracia, el populismo parece ser algo bueno. Sin embargo, no existe una sola voluntad política atribuible al pueblo, y lo que el populista hace es engañar a la gente para que crea lo contrario. Los líderes políticos populistas están bien entrenados en el arte de la persuasión. Un ejemplo que ocurre con frecuencia es el de un candidato que convence a la gente de que merece que se le confíe porque él es uno de ellos, cuando ‘ser uno de ellos’ simplemente significa que no tiene las habilidades correctas de uno estadista.

El multiculturalismo se refiere a la doctrina de considerar a cada individuo, y cada cultura en la cual los individuos participan, como igualmente valiosos. Aunque aparentemente esto es algo bueno, la aceptación de ciertas prácticas culturales podría infringir los derechos humanos de las personas, como lo ejemplifica la mutilación genital femenina (MGF) y el matrimonio de niños.

La fragmentación social es también un fenómeno creciente en las democracias occidentales. En su libro The Once and Future Liberal: After Identity Politics (El liberal/progresista de ayer y del futuro), Mark Lilla (nacido en 1956) ilustra el problema en los Estados Unidos, que puede inferirse del crecimiento de la política de identidad, que se refiere a activismos basados en un único descriptor unificador, como ser una mujer, negra o LGBT (lesbiana, gay, bisexual y transgénero) – creada para resolver el problema de la exclusión social o política. Para Lilla, al mantener a las minorías separadas de la sociedad dominante, las políticas de identidad no ayudan a las minorías a ganar poder político al obtener más escaños en el gobierno local. Aunque el libro de Lilla se ocupa de la situación en los Estados Unidos, la política de identidad también es común en América Latina.

La revolución estudiantil de 1968 fue un movimiento de masa, y, como todos los movimientos de masa, consistió en la acción de líderes instigadores y maltas de seguidores (el hoi polloi o el populacho). Aunque muchos de los líderes instigadores de 1968 acabaron por entender que los problemas asociados a las idealizaciones de la sociedad, las maltas de seguidores continuaran a soñar con la sociedad ideal y a buscar intervenciones sociales de un tipo de otro. Ejemplos de este último son los grupos armados de izquierdistas que aún viven en los bosques africanos y latinoamericanos.

Han pasado casi cincuenta años para que 1968 se entienda correctamente. Desafortunadamente, demasiado tarde para evitar sus consecuencias sociales no deseadas.

Referencias

Aron, Raymond. Thinking Politically: A Liberal in the Age of Ideology, New Brunswick, NJ, Transaction Publishers, 1997.

Habermas, Jürgen (1989). The Structural Transformation of the Public Sphere. Cambridge, Polity Press, 1992. Reprint of 2011.

Lilla, Mark. Once and Future Liberal: After Identity Politics. New York, Harpers, 2017.

Marcuse, Herbert. An Essay on Liberation. Boston, Beacon Press, 1969.

Scruton, Roger (1985). Fools, Frauds and Firebrands: Thinkers of the New Left. London, Bloomsbury, 2015.

 

Notas

Traducción: J Pires-O’Brien (UK)

Revisión: E Gwyther (UK)

 

[1] La Escuela de Frankfurt, un movimiento de sociología inspirado en el marxismo también conocido como ‘teoría crítica’. El movimiento en sí surge del Instituto de Investigación Social (Institut für Sozialforschung), que estaba adscrito a la Universidad Goethe en Frankfurt, después de que fuera fundado en 1923 por Felix Weil. Otros nombres asociados con la Escuela de Frankfurt son Friedrich Pollock, Max Horkheimer, Erich Fromm, Wilhelm Reich, Leo Lowenthal, Theodor Adorno y Walter Benjamin. Después de 1933, los nazis forzaron su cierre, y el Instituto fue trasladado a los Estados Unidos, donde encontró hospitalidad en la Universidad de Columbia, en la ciudad de Nueva York. Después de la Guerra, el Instituto fue restablecido, y el miembro más notorio de esta nueva generación fue Jürgen Habermas, aunque más tarde abandonó tanto el marxismo como el hegelianismo.

[2] Aquí hay una cita de Erich Fromm sobre la liberación sexual de la década de 1960: “El hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no hace que estos vicios sean virtudes, el hecho de que compartan tantos errores no hace que los errores sean verdades, y el hecho de que millones de personas compartan la misma forma de patología mental no hace que estas personas estén sanas “.

[3] Aron encontró el reconocimiento al final de su vida, especialmente después de la publicación de sus memorias, un mes antes de su muerte, el 17 de octubre de 1983.

Joaquina Pires-O’Brien

O ano de 1968 deveria promover uma revolução contra o establishment. Como todas as revoluções, 1968 tinha um objetivo nobre, que era instilar uma sociedade mais livre e mais justa. Em retrospectiva, 1968 foi rebaixado de uma revolução para uma série de revoltas contra o patriarcado, a repressão social, o capitalismo e os modos de vida comuns rotulados como ‘burgueses’, assim como contra o imperialismo e a Guerra do Vietnã. Todavia, deixou consequências devastadoras para a sociedade, como se tivesse sido uma revolução.

Fios ideológicos e mentalidade

1968 foi o ápice das revoltas dos anos 60. A ideologia de 1968 era composta por vários fios ideológicos entrelaçados que incluíam o Romantismo, o existencialismo, o marxismo, a velha esquerda, a nova squerda e o Pós-Modernismo, bem como uma mentalidade específica contra guerras e uma fixação com a vida autêntica.

O movimento romântico foi uma revolta do século XIX contra a restrição clássica nas artes e os rigores da ciência, com origens nos séculos XVII e XVIII, especialmente na religião. O romântico quintessencial do século XIX foi Johan Gottfried Herder (1744-1803), o difusor da ideia do Volksgeist ou ‘o espírito do povo’, uma noção convincente de que cada nação tem uma cultura natural a qual resulta da necessidade interior de significado.

O existencialismo ou a filosofia da existência é também um produto do século XIX e gira em torno da ansiedade do ser e da busca da essência do ser. Seu principal fundador foi Søren Kierkegaard (1813-1855), que se deteve no processo histórico do eu. Outros articuladores do existencialismo são: Fiódor Dostoiévsky (1821-1881), Friedrich Nietzsche (1844-1900), Edmund Husserl (1859-1938), José Ortega y Gasset (1883-1955), Martin Heideger (1889-1976) e Jean-Paul Sartre (1905-1980).

O marxismo se refere à teoria socialista de Karl Marx (1818-1883), que foi construída sobre a dialética tripartite da filosofia da história do filósofo alemão Georg W. F. Hegel (1770-1831): tese, antítese e síntese. Na teoria socialista de Marx, a tese é a sociedade burguesa, que se originou do regime feudal em desintegração; a antítese é o proletariado, que se originou através do desenvolvimento da indústria moderna, este foi expulso da sociedade moderna por meio da especialização e degradação, por isso deve em dado momento se voltar contra ela; e a síntese é a sociedade comunista que resultará do conflito entre a classe trabalhadora e as classes proprietária e empregadora, ou seja, a harmonização de todos os interesses da humanidade após a classe trabalhadora tomar as instalações industriais.

A velha esquerda e a nova esquerda são ambas baseadas na doutrina socialista de Karl Marx, embora a nova esquerda tenha incorporado contribuições de outros socialistas como o filósofo italiano Antonio Gramsci (1891-1937).

O principal objetivo da velha esquerda era apoiar a revolução operária que Marx havia profetizado; seus adeptos eram principalmente de comunistas pró-soviéticos, socialistas revisionistas, trotskistas, maoístas, anarquistas, etc.

A nova esquerda consistia de uma nova abordagem do pensamento marxista, na qual o paradigma revolucionário de Marx é substituído por uma resistência passiva do establishment, que incluía aceitar as rotinas burocráticas como meio de ocupação das instituições. O movimento mais significativo para a ideologia da nova esquerda foi a Escola de Frankfurt[1], que, em 1933, transferiu-se para a Universidade de Columbia, em Nova Iorque. Esta ligação da Columbia com a Escola de Frankfurt é significativa, pois a Columbia tornou-se o epicentro cultural americano de 1968.

O Pós-Modernismo, cujos principais idealizadores são Michael Foucault (1926-1984), Jean-François Lyotard (1924-1998), Jacques Derrida (1930-2004) e Richard Rorty (1931-2007), consiste basicamente em uma desconfiança geral das grandes teorias e ideologias, bem como uma reação contra a modernidade e a negação do progresso. De acordo com a doutrina pós-modernista, não existe tal coisa como ‘conhecimento objetivo’ ou ‘conhecimento científico’, ou mesmo uma ‘melhor moralidade’, pois tudo é opinião, e cada tipo de opinião é tão bom quanto o outro.

Os intelectuais que inspiraram 1968

Como todas as outras revoltas da História, 1968 teve seus agitadores intelectuais. Os intelectuais mais proeminentes de 1968 vieram da França e da Alemanha, sendo os dois mais proeminentes Jean-Paul Sartre (1905-1980) e Herbert Marcuse (1898-1979). Sartre e Marcuse se destacaram pela conexão com os estudantes universitários e com o público os quais estavam ansiosos com as incertezas da Guerra Fria. Poder-se-ia também argumentar que a razão dessa forte conexão era que os escritos de Sartre e Marcuse ressoavam bem com a mentalidade dominante da época.

Sartre popularizou sua própria versão do existencialismo, a qual incluía a noção de que o comunismo representava o desejo do povo e oferecia um modo de vida autêntico, em oposição ao modo de vida inautêntico encontrado no capitalismo. Marcuse popularizou uma espécie de socialismo que não exigia guerras, e poderia ser alcançado invadindo e ocupando as instituições do establisment. Também cabe a ele, a popularização do amor livre.

Sartre

Sartre disseminou uma espécie de existencialismo em que o significado e a autenticidade podiam ser ligados ao comunismo. Em 1960, fez uma viagem pela América Latina, acompanhada por sua parceira, a filósofa Simone de Beauvoir (1908-1986), que também era uma figura imponente entre os intelectuais franceses. O casal visitou Cuba, onde foi recebido por Fidel Castro e Che Guevara, então o seu Ministro da Fazenda. No Brasil, onde foi ciceroneado por Jorge Amado (1912-2001), Sartre discursou em diversas universidades e um de seus intérpretes foi o jovem Fernando Henrique Cardoso (nascido em 1931), futuro presidente do Brasil. Em 1964, Sartre foi agraciado com o prêmio Nobel de Literatura, o qual recusou alegando que se tratava de uma instituição ocidental e que aceitá-lo poderia ser percebido como tomar o lado do Ocidente no atual conflito do Oriente e Ocidente.

A abordagem de Sartre sobre o existencialismo estava focada na noção de vergonha ou na maneira como os outros o viam, sobre a qual ele não tinha controle. É desta reflexão que ele surgiu com a frase “o inferno são os outros”. O entendimento de Sartre sobre a liberdade era bastante particular, e, para ele, o caminho para a liberdade era mais importante que a própria liberdade. Assim, quando os manifestantes franceses tomaram as ruas e a polícia francesa respondeu com força, Sartre pregou uma contraviolência à violência da polícia. Embora os livros de Sartre fossem altamente considerados pela geração associada a 1968, ele estava enganado em relação ao comunismo e ao regime soviético. Sua vida pessoal não foi exemplar, como revelado em suas biografias.

Marcuse

Marcuse lecionou no Instituto de Pesquisa Social de Frankfurt, que foi restabelecido na Universidade de Columbia, Nova Iorque, após seu fechamento pelos nazistas em 1933. Naquela época, ele fugiu para Genebra e de lá para os Estados Unidos, junto com seus colegas Max Horkheimer (1895-1973) e Theodor Adorno (1903-1969). Durante a Segunda Guerra Mundial, Marcuse serviu como oficial de inteligência e, na década de 1950, quando o Instituto de Frankfurt se mudou para a Europa, ele escolheu permanecer nos Estados Unidos e se naturalizar como cidadão americano. Em 1955 ele publicou Eros e Civilização, no qual combinou Freud e Marx para criar uma doutrina de libertação sexual e política ao mesmo tempo, e no qual ele introduziu o slogan “Faça amor, não faça guerra” no centro das revoltas dos anos 60. Marcuse se tornou uma celebridade aos 66 anos, com seu livro O homem unidimensional, de 1962, cuja palavra ‘unidimensional’ no título se refere ao achatamento do discurso, da imaginação, da cultura e da política na sociedade. Nesse livro, Marcuse sugeriu uma ruptura com o sistema atual, a fim de abrir caminho para uma ‘existência bidimensional’ alternativa. Tanto Eros e Civilização quanto O homem unidimensional ajudaram a promover a nova esquerda junto à população estudantil. Os pensamentos de Marcuse sobre a criação de uma sociedade emancipada, sem uma revolução socialista, são resumidos em Um ensaio sobre a libertação, publicado originalmente em 1969, e considerado um instantâneo do utopismo revolucionário na década de 1960.

O tipo de socialismo que Marcuse pregou foi uma completa negação da sociedade existente e uma ruptura com a história anterior que proporcionaria um modo alternativo de existência livre e feliz com menos trabalho, mais diversão e a redução da repressão social. Ele usou a terminologia marxista para criticar as sociedades capitalistas existentes e insistiu que a revolução socialista era a maneira mais viável de criar uma sociedade emancipada. Marcuse foi considerado um hedonista irresponsável por Erich Fromm (1900-1980)[2], o psicanalista e filósofo social americano que também era um refugiado alemão. A ingratidão de Marcuse em relação ao país que o recebeu como refugiado aparece em seus escritos, onde descreveu os Estados Unidos como ‘preponderantemente maligno’.

Os primeiros críticos das revoltas de 60: Aron and Habermas

Entre os primeiros críticos das revoltas dos anos 60, os dois mais significativos foram Raymond Aron (1905-1983) e Jürgen Habermas (1929). Tanto Aron quanto Habermas foram socialistas quando jovens e ambos estudaram o socialismo e Karl Marx em profundidade. Ambos continuaram a se descrever como membros da esquerda mesmo depois de se tornarem seus principais críticos, viam as massas como um caminho para o totalitarismo, e acreditavam que uma extensa reforma universitária poderia ser a solução para as agitações estudantis. Por último, mas não menos importante, ambos eram odiados pelos estudantes.

Em 1969, Aron publicou La Revolution Introuvable, traduzido para o inglês como The Elusive Revolution (A revolução elusiva), no qual ele se referiu aos eventos de maio de 1968, como um ‘psicodrama’ em que “todos os envolvidos imitavam seus grandes ancestrais e desenterravam modelos revolucionários consagrados no inconsciente coletivo ”– uma referência à Revolução Francesa de 1789 e ao Reino do Terror que ela criou. O livro recebeu críticas negativas na França e nos Estados Unidos[3].

Habermas, que publicou dezenas de livros e ensaios, é o filósofo vivo mais importante da Alemanha. Embora tenha estudado no Instituto de Frankfurt, ele se afastou de sua influência marxista e criou sua própria escola de pensamento. Sua crítica às revoltas dos estudantes da década de 1960 é desenvolvida em alguns de seus ensaios, como ‘O Movimento na Alemanha’. Em seu livro de 1962 Strukturwandel der Öffenlicheit, que apareceu em inglês apenas em 1989, como The Structrual Transformation of the Public Sphere (A transformação estrutural da esfera pública), ele criticou muitas das teorias no centro das revoltas estudantis. Habermas apontou o papel especial das universidades como plataformas de debate da esfera pública e afirmou que os alunos mais radicais estavam tirando das universidades a possibilidade de discussão. Ele também reconheceu os novos movimentos ambientais que surgiram das revoltas dos anos 60.

O ‘nós e eles’ de 1968: uma estratégia de identidade

Os articulistas de 1968 criaram uma divisão social ‘nós e eles’, na qual os ‘nós’ ou ‘os participantes de 1968’ eram os mocinhos que pretendiam criar um mundo melhor, enquanto os ‘eles’ eram os bandidos, rotulados como ‘contrarrevolucionários’ ou ‘reacionários’. De fato, os ‘eles’ reacionários eram uma minoria, e uma melhor descrição deles é ‘a maioria silenciosa’, pessoas comuns que estavam ocupadas demais vivendo suas vidas comuns.

A razão subjacente para o ‘nós e eles’ divididos entre os engajados e os desengajados era criar uma identidade de grupo que pudesse servir ao objetivo político de obter poder através da ocupação de instituições. A mentalidade de 1968 deu identidade de grupo para os estudantes outrora rebeldes, e de tal identidade de grupo eles ganharam poder, pelo menos dentro da academia. A maior evidência disso são as guerras culturais dos anos 80 e 90 nos Estados Unidos. Embora existam indícios de conflitos acadêmicos semelhantes na Europa e em muitos países da América Latina, não há estudos críticos significativos disponíveis sobre o assunto.

Quando o filósofo britânico Roger Scruton escreveu Pensadores da Nova Esquerda em 1985, ele foi condenado ao ostracismo pelo establishment acadêmico na Grã-Bretanha, que pressionou a Longman House, sua editora, a retirar os exemplares desse livro das livrarias. Percebendo que não conseguiria outro emprego acadêmico na Grã-Bretanha, Scrutton decidiu fazer um novo treinamento como advogado e continuou sua carreira acadêmica fora da Grã-Bretanha. Durante esse tempo, Scruton reformulou o manuscrito original e adicionou seções a ele, produzindo o livro Fools, Frauds e Firebrands (Tolos, impostores e incendiários: pensadores da Nova Esquerda),  publicado em 2015; só então Scrutton foi levado a sério. Finalmente, na idade em que a maioria das pessoas se aposenta, Scruton tornou-se professor de filosofia na Universidade de Buckingham e, em 2016, foi sagrado cavaleiro (‘knight’) pela Rainha Elizabeth II, por serviços prestados à filosofia, ensino e educação pública.

Consequências sociais de 1968

1968 também é referido como ‘o longo ano’ porque seu espírito continuou. Suas revoltas pretendiam criar uma sociedade melhor, no entanto, apesar de suas boas intenções, 1968 teve várias consequências sociais não intencionadas, que vão do sufocamento do debate na esfera pública e a ampliação do populismo político, à fragmentação social resultante do multiculturalismo sem interculturalismo.

O populismo refere-se a ações deliberadamente planejadas para atrair a maioria das pessoas. Visto que o povo é reconhecido como sendo soberano em qualquer democracia, o populismo parece ser uma coisa boa. No entanto, não existe uma única vontade política atribuível ao povo, e o que o populista faz é enganar as pessoas para que acreditem de outra forma. Líderes políticos populistas são bem treinados na arte da persuasão. Um exemplo que ocorre com frequência é o de um candidato que persuade as pessoas de que ele merece confiança por ser uma delas, quando ‘ser uma delas’ significa simplesmente que ele não tem as habilidades certas de um administrador de Estado.

O multiculturalismo refere-se à doutrina de considerar cada indivíduo, e toda cultura da qual os indivíduos participam, como sendo igualmente valiosa. Embora aparentemente isso seja uma coisa boa, a aceitação de certas práticas culturais pode infringir os direitos humanos dos indivíduos, como exemplificado pela mutilação genital feminina (MGF) e o casamento de crianças.

A fragmentação social também é um fenômeno crescente nas democracias ocidentais. Em seu livro The Once and Future Liberal: After Identity Politic (O liberal/progressista de ontem e do futuro), Mark Lilla (nascido em 1956) ilustra o problema nos Estados Unidos, que pode ser inferido a partir do crescimento da política de identidade – que se refere a ativismos baseados em um único descritor unificador, como ser mulher, negra ou LGBT (lésbica, gay, bissexual e transgênero) – criada para resolver o problema da exclusão social ou política. Para Lilla, ao manter as minorias separadas da sociedade dominante, a política de identidade não ajuda as minorias a ganhar poder político através da conquista de mais assentos no governo local. Embora o livro de Lilla se preocupe com a situação nos Estados Unidos, a política de identidade também é comum na América Latina.

A revolução estudantil de 1968 foi um movimento de massa, e, como todos os movimentos de massa, consistiu na ação de líderes instigadores e maltas de seguidores (o hoi polloi ou o populacho). Embora muitos dos líderes de 1968 acabaram por entender que os problemas sociais estão associados às idealizações da sociedade, as maltas de seguidores continuaram a sonhar com a sociedade ideal e a buscar intervenções sociais de um tipo ou de outro. Exemplos deste último são os grupos armados de esquerdistas que ainda vivem nas matas africanas e latino-americanas.

Levou quase cinquenta anos para que 1968 fosse adequadamente entendido. Infelizmente, tarde demais para evitar suas consequências sociais não intencionais.

Referências

Aron, Raymond. Thinking Politically: A Liberal in the Age of Ideology, New Brunswick, NJ, Transaction Publishers, 1997.

Habermas, Jürgen (1989). The Structural Transformation of the Public Sphere. Cambridge, Polity Press, 1992. Reprint of 2011.

Lilla, Mark. Once and Future Liberal: After Identity Politics. New York, Harpers, 2017.

Marcuse, Herbert. An Essay on Liberation. Boston, Beacon Press, 1969.

Scruton, Roger (1985). Fools, Frauds and Firebrands: Thinkers of the New Left. London, Bloomsbury, 2015.

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[1] A Escola de Frankfurt, um movimento de sociologia inspirado no marxismo, também conhecido como ‘Teoria Crítica’. O movimento em si brotou do Instituto de Pesquisa Social (Institut für Sozialforschung), que foi anexado à Universidade Goethe em Frankfurt, depois de ter sido fundado em 1923 por Felix Weil. Outros nomes associados à Escola de Frankfurt são: Friedrich Pollock, Max Horkheimer, Erich Fromm, Wilhelm Reich, Leo Lowenthal, Theodor Adorno e Walter Benjamin. Depois de 1933, os nazistas forçaram o seu fechamento, e o Instituto foi transferido para os Estados Unidos, onde encontrou hospitalidade na Universidade de Columbia, em Nova Iorque. Depois da Guerra, o Instituto foi restabelecido, e o membro mais notório dessa nova geração foi Jürgen Habermas, embora mais tarde ele tenha abandonado tanto o marxismo quanto o hegelianismo.

[2] Aqui está uma citação de Erich Fromm sobre a libertação sexual dos anos 1960: “O fato de que milhões de pessoas compartilham os mesmos vícios não torna esses vícios virtudes, o fato de compartilharem tantos erros não torna os erros verdadeiros, e o fato de que milhões de pessoas compartilham a mesma forma de patologia mental não torna essas pessoas sadias ”

[3] Aron encontrou reconhecimento no final de sua vida, especialmente após a publicação de suas memórias, um mês antes de sua morte, em 17 de outubro de 1983.

James Meek

 

Resenhas:

The Once and Future Liberal. After Identity Politics by Mark Lilla. Harper, 160 pp, £19.00, agosto 2017, ISBN 978 0 06 269743.

The Shipwrecked Mind. On Political Reaction. by Mark Lilla. NYRB, 166 pp, £9.99, setembro 2016, ISBN 978 1 59017 902.

 

O que é política de identidade? Seria, parafraseando Dylan Thomas, a parte da sociedade de que você não gosta e que está lutando tão ferozmente pelos próprios interesses quanto você pelos seus? Ou seria, como Mark Lilla coloca em The Once and Future Liberal (O liberal/progressista passado e futuro), “uma pseudopolítica de autoestima, e pela autodefinição  estreita e excludente”? O livro pertence ao gênero de respostas à eleição de Donald Trump, em que os acadêmicos americanos liberais voltam a sua raiva para a própria classe intelectual-política. Lilla argumenta que a busca de políticas de identidade por graduados liberais – vítimas da lavagem cerebral efetuada pelos seus professores, consistindo de uma visão de mundo egocêntrica e que filtra todas as questões através de seu próprio conjunto de opressões – enfraqueceu os democratas, distraindo-os da luta pelo poder institucional nos níveis municipal, estadual e do congresso nacional. Para Lilla, o fracasso dos democratas em ganhar eleições não é uma consequência de candidatos ruins, notícias falsas, Rússia, ou a idiotice democrata com a classe bilionária, ou pessoas pensando que muitos imigrantes estão chegando e muitos empregos estão saindo. O motivo é que os liberais não estabeleceram uma ‘visão imaginativa e esperançosa’ de cidadania na qual todos os americanos pudessem acreditar. Ao contrário, eles se dispersaram, desgastando-se na pureza hermética das causas.

Lilla retrata as universidades da América (ele é professor de humanidades na Universidade de Columbia) como lugares escuros e suspeitos, onde o debate foi sufocado pela correção política e onde o uso do pronome ‘nós’ é anatematizado. Os grandes movimentos pela justiça no passado da América, por direitos civis e direitos dos homossexuais e o feminismo, diz ele, funcionaram através de instituições políticas para corrigir os erros. Eles buscaram igualdade na cidadania. Aqueles que se juntaram a eles queriam fazer parte das coisas, ter as mesmas oportunidades e liberdades que os homens brancos heterossexuais. Mas durante as décadas de 1970 e 1980, encorajados por professores de esquerda que foram inspirados, por sua vez, por pensadores franceses como Foucault e Derrida, criaram uma nova política que rejeitava os conceitos vinculativos como cidadania e dever, a qual disseminou-se nos campi universitários. Tal política enfatizava o status especial que os indivíduos poderiam adquirir em virtude de sua reivindicação a uma identidade específica, seja relacionada a gênero, orientação sexual ou etnia, seja a tipo de corpo, incapacidade ou condição médica crônica:

O que é extraordinário – e chocante – sobre as últimas quatro décadas de nossa história é que a nossa política foi dominada por duas ideologias que encorajam e até celebram o desfazer dos cidadãos. À direita, uma ideologia que questiona a existência de um bem comum e nega a nossa obrigação de ajudar outros cidadãos, por meio de ações do governo, se necessário. À esquerda, uma ideologia institucionalizada em faculdades e universidades que fazem fetiche dos nossos apegos individuais e grupais, aplaude a autoabsorção e lança uma sombra de suspeita sobre qualquer invocação de um nós democrático universal.

É o solipsismo da política de identidade liberal, segundo Lilla, o responsável pela perda de uma geração de jovens ativistas liberais. Em vez de se entrosarem com as pessoas com uma mensagem inspiradora sobre como avançar juntos, cuidar uns dos outros como cidadãos com objetivos comuns, os jovens graduados de esquerda buscam a autovalidação em movimentos que enfatizam, através de uma reivindicação de opressão, as diferenças genéticas que os separam. Para eles, a unidade do ativismo político é o eu romântico; sua expressão mais completa, a demonstração urbana em apoio a uma causa particular, tão grande e turbulenta quanto possível. Eles são românticos, diz Lilla, e não de um jeito bom. “Não precisamos de mais manifestantes. Precisamos de mais prefeitos.” Ele chama o movimento Black Lives Matter (Vidas Negras Importam), criado para desafiar a brutalidade policial contra os negros, “um exemplo clássico de como não construir solidariedade”, e, usando uma expressão extraída de um artigo de Tom Wolfe, de 1970, sobre os negros que exploraram a culpa branca para obter doações municipais, acusa o movimento de usar “táticas Mau-Mau para diminuir a dissidência”.

Numa colocação suave, os democratas têm um problema de base. Muito antes de Trump se tornar presidente e os republicanos cimentarem o controle de ambas as Casas do Congresso, o Partido Republicano estava apertando o seu poder em nível estadual. Cada estado americano tem um minicongresso e um chefe de Estado próprio, o governador. Das 99 câmaras legislativas estaduais (apenas Nebraska possui um legislativo de uma só câmara), os democratas agora controlam apenas 32; apenas 16 dos 50 governadores são democratas. Durante os dois mandatos de Obama, os democratas sofreram uma perda líquida de quase mil assentos no nível estadual. Enquanto os progressistas estavam ocupando a Wall Street, parece que os republicanos estavam ocupando o país.

Há uma grande suposição no âmago da tese de Lilla. Ele a apresenta como um argumento de que a obsessão dos liberais com a política de identidade os impede de criar uma narrativa universalmente atraente para uma América cívica e comunitária. Na verdade, ele tece dois argumentos: primeiro, que os liberais têm essa obsessão; e, segundo, que a política de identidade é culpada pelos não comparecimentos dos liberais nas batalhas regionais. A suposição é que, se os ativistas liberais gastassem menos tempo com políticas de movimentos, protestos e campanhas de causas únicas conduzidas nas cidades costeiras, teriam mais tempo para se aproximar de uma pequena cidadezinha de Illinois, entrando em contato com os eleitores indecisos para conversar sobre os emocionantes planos fiscais do candidato democrata ao Senado estadual. Isso pode acontecer. Mas é igualmente provável que, se os energizados jovens liberais, os apaixonados idealistas românticos que Lilla vê com tanta hostilidade, fossem desencorajados das  ‘políticas de identidade’, eles abandonariam de vez a política; em vez de transformar um exército diversificado e caótico de ativistas sobrepostos em um exército disciplinado de soldados moderados, você iria extinguir a própria energia que mantém os democratas em ação.

“Se você quer ganhar o país de volta da direita, e trazer mudanças duradouras para as pessoas de que você gosta”, Lilla aconselha os ativistas, “é hora de descer do púlpito.”

Você precisa visitar, mesmo que com a mente, lugares onde o wi-fi é inexistente, o café é fraco, e onde você não terá vontade de postar no Instagram uma foto do seu jantar. E onde você vai comer com pessoas que agradecem genuinamente pelo jantar em oração. Não os menospreze. Como bom liberal, você aprendeu a não fazer isso com camponeses em terras distantes; aplique a lição aos pentecostais do sul e aos proprietários de armas nos estados montanhosos… Não imponha nenhum teste de pureza naqueles que você poderia convencer.

Ele retoma à essa mensagem algumas páginas adiante:

O que quer que seja dito sobre as preocupações legítimas dos partidários de Trump, eles não têm desculpa por votar nele. Dada a sua manifestação imprópria para cargos mais altos, um voto para Trump foi uma traição de cidadania, não um exercício dela … os seus eleitores no geral não sabiam como as nossas instituições democráticas funcionam … Tudo o que eles pareciam possuir era uma imagem paranoica e conspiratória do poder.

Portanto, sem testes de pureza, exceto para os 63 milhões de americanos que votaram em Donald Trump.

É verdade que a paixão se tornou uma comodidade barata, uma palavra de marketing obsoleta e um acessório político banal; e essa justificação pela paixão corre o risco de abrir o caminho para a justificação pela raiva. É correto ficar com o pé atrás com aqueles que trazem ao ativismo político um desejo egoísta de transcendência pessoal. Mas é difícil distinguir o charlatão, o exibicionista e o egocêntrico do idealista genuíno que quer fazer o bem e cuja paixão pode ser sincera. As generalizações da polêmica de Lilla encobrem tais sutilezas. Em livros anteriores, ele tem sido fastidioso sobre a complexidade do passado e contundente sobre a mitologização reacionária das eras de ouro passadas; aqui ele patina sobre as diferenças entre as várias manifestações históricas da ‘política de identidade’, fazendo uma divisão simplista dos últimos cem anos da história política americana que mostra uma ‘dispensação de Roosevelt’ e uma ‘dispensação de Reagan’.

A expressão ‘política de identidade’ remonta a um comunicado divulgado, em 1977, pela organização feminista negra Combahee River Collective, que declarou estar lutando contra sistemas interligados de opressão, baseados em raça, sexo, sexualidade e classe. “Nós percebemos”, eles disseram, “que as únicas pessoas que se importam o suficiente com a gente para trabalhar consistentemente pela nossa libertação somos nós… Esta focalização em nossa própria opressão encontra-se incorporada no conceito de política de identidade. Nós acreditamos que a política mais profunda e potencialmente mais radical vem diretamente de nossa própria identidade, ao invés de da luta para acabar com a opressão de outra pessoa.” Barbara Smith, uma das mulheres que redigiu a declaração original de Combahee, apontou, em 2015, que não havia inventado o termo ‘política de identidade’ para excluir ninguém, apenas para se incluir. No entanto, a expressão foi aproveitada por comentaristas conservadores e sofreu uma mutação para adquirir o sentido pejorativo em que Lilla a usa. O que começou como autoproclamação tornou-se uma investida nivelada do designador ao participante. O participante faz uma afirmação de opressão e uma reivindicação por tratamento justo; o designador faz a acusação de que o participante não é realmente oprimido, que está simplesmente fazendo uma demanda de tratamento irracional que não é tão justa nem especial.

A distinção que Lilla faz entre o Movimento dos Direitos Civis dos anos 1960, que buscava a cidadania igualitária em relação aos brancos, e o movimento Black Lives Matter, que ele admite estar buscando também cidadania igual aos brancos (no sentido de que tanto os negros quanto os brancos têm o direito de não serem mortos pela polícia sem motivo), não está claro. Certamente não é uma distinção que Barbara Smith, uma participante ativa na dessegregação desde que ela era estudante nos anos 1960 e uma grande apoiadora do Black Lives Matter, reconheceria. Lilla não parece notar a semelhança entre sua atitude em relação a Black Lives Matter – que eles são uma malta agressiva e impertinente de identidade política e que, apesar de toda a legitimidade de suas demandas, precisam ser mais pacientes e tranquilos – e a atitude enjoativa daqueles brancos ‘moderados’ nos anos 60, que Martin Luther King lamentou em sua famosa carta da prisão em Birmingham, Alabama, mais dedicado à ‘ordem’ do que à ‘justiça’”.

“A coisa é”, Smith disse à revista Curve no início deste ano,

que todo mundo tem uma identidade – histórica, cultural, política e economicamente baseada – e você não pode se livrar disso. Você não pode fugir disso. O que queríamos dizer, como feministas de cor no Combahee[1] não era que as únicas pessoas importantes fossem pessoas como nós. A razão pela qual afirmamos tão fortemente a política de identidade naquele momento – no momento em que as mulheres negras eram tão desvalorizadas e tão marginalizadas que ninguém pensava que contássemos por nada – era que ninguém achava que era legítimo termos nossas próprias perspectivas políticas, ou que havia até uma perspectiva política para começar. Onde as mulheres negras estavam de pé? Esse foi o ponto que estávamos fazendo.

Seria realmente possível encontrar um período na vida de qualquer país em que não tenha havido uma minoria prejudicada – étnica, de classe, gênero ou sexualidade, geográfica, linguística, sectária –, buscando reconhecimento e aceitação? Não seria possível que as maiorias fossem agregadas de minorias reunidas pelo ceticismo em relação às queixas dos outros? Não poderia ser que “política de identidade” fosse exatamente o que a política se tornou – ou o que sempre foi, de uma maneira que só agora se tornou impossível de ignorar? A estrutura formal da política dos EUA pode ainda ser binária, republicana versus democrata, e é um mundo binário de liberais e conservadores que sustenta o livro de Lilla, mas a realidade, como em todas as democracias mundiais, é que a política não é mais unidimensional , realizado ao longo de um eixo esquerdo-direito, mas multidimensional. Tem sido difícil encontrar termos para o novo cenário tão ágeis quanto “à esquerda” e “certo”. O Chapel Hill Expert Survey da Universidade da Carolina do Norte, por exemplo, vem traçando desde 1999 ideologias do partido europeu em um eixo duplo – uma esquerda/direita, a outra calibrada com o que chama de “dimensão GAL-TAN”, ou seja, “Verde (‘green’)/Alternativa/Libertária-Tradicional/Autoritária/Nacionalista”’. É pesado e não muito preciso: “nacionalista”, na Europa, pode significar duas coisas muito diferentes, e um governo ‘verde’ moderno seria extremamente hostil aos libertários. Mas o esforço amplo é o mesmo de quem está buscando tentar conceituar a nova política em uma estrutura única que incorpore os eixos econômicos e culturais. O eixo econômico se origina do comunitarismo, no qual os cidadãos são compelidos, em seu próprio interesse, a contribuir igualmente para estruturas estatais poderosas que atendem a muitas de suas necessidades, e chega ao libertarianismo, o qual afirma que cada indivíduo é responsável por seu próprio bem-estar e sua própria sorte, e não deve ser obrigado a ajudar os outros. O eixo cultural vai do tradicionalismo, no qual os cidadãos estão ligados pelo patrimônio cultural, personalizado, e pela justiça natural divinamente revelada (com uma grande vantagem para os desviantes), por observar conceitos – consagrados pelo tempo – de gênero, classe e raça, ao liberalismo, de acordo com o qual todos os seres humanos recebem direitos iguais, juntamente com a liberdade de ser diferente, quando isso não restringe as liberdades dos outros.

Nos Estados Unidos e na Grã-Bretanha, dois países que lutam, notavelmente para manter a pretensa política unidimensional, os trabalhistas e os democratas estão unidos pelo comunitarismo, os republicanos e os conservadores britânicos pelo libertarianismo. Cada partido é dividido entre tradicionalistas e liberais; cada um sabe que seus defensores em um eixo são passíveis de cruzar linhas partidárias no outro. Houve uma época em que os centristas moderados, como Lilla, ansiaram por apenas ter que enfrentar o inimigo à sua frente e observar que não seriam apunhalados pelas costas pelos radicais na retaguarda. Centristas modernos, como Hillary Clinton e Ed Miliband, pareciam isolados porque estavam: eles estavam cercados. É tarde demais para pedir que os ativistas abandonem a política de movimento em favor de algum ideal de política-política, quando a política de movimentos é o que toda a política se tornou. E não apenas no nível superior: o Tea Party, o Momentum, o Ukip e o Scottish National Party mostraram que a política de movimento é capaz de entrar na prefeitura de forma pacífica e apaixonada.

Há um outro problema, que Lilla evita: a questão desconfortável da política de identidade na era da globalização. Se você enquadrar a ‘política de identidade’ como uma distração autoindulgente do negócio vital de criar uma visão compartilhada da América na qual todos os americanos possam acreditar, você não estará tirando apenas identidades de gênero, raça ou sexualidade do jogo; você também estará tomando como certo o que significa ser ‘americano’. Em um mundo sem internet ou viagens aéreas baratas, em um mundo onde antes havia um sistema global de ensino superior, em um mundo onde o capital não podia comprar mão de obra mais barata e ter impostos mais baixos, em um mundo onde os governos não forneciam aos seus cidadãos pensões e cuidados de saúde que poderiam ser comparados com os de outros países, você poderia escapar disso. Mas nós não vivemos nesse mundo hoje. É a extrema fluidez do capital, das culturas e das pessoas que criou a política multiaxial de hoje; e desconsiderar uma preocupação com raça, gênero ou orientação sexual como ‘política de identidade’, embora mantendo um investimento inquestionável na nacionalidade, é um pensamento nebuloso.

*

Só pode ser coincidência que a publicação de um novo livro de Lilla tenda a sinalizar que algo terrível está prestes a acontecer nos Estados Unidos. Seu trabalho sobre pensadores que fornecem cobertura intelectual para a tirania, A mente imprudente (The Reckless Mind), foi, ele observa tristemente em um posfácio para sua recente reedição, publicado originalmente em 9 de setembro de 2001. The Stillborn God (O Deus natimorto), sobre a separação entre religião e estado, apareceu quando a crise financeira de 2007-8 irrompeu da seção de negócios para a primeira página. A mente naufragada, sobre reacionários, apareceu no ano passado, pouco antes de Donald Trump se tornar presidente. O livro The Once and Future Liberal (O liberal/progressista do passado e do futuro) é incomum em ser uma resposta a uma crise, ao invés de uma explosão de ideias que acontecem no contexto de uma crise, como uma exibição de fogos de artifício em meio a uma barragem de artilharia.

Os livros anteriores de Lilla são estudos meticulosos, elegantes e eruditos sobre principalmente pensadores já mortos, principalmente europeus. Ele navega pelas bibliotecas como uma baleia azul acadêmica, filtrando o oceano de aprendizagem para ganhar os plâncton da percepção. Há uma conexão – não evidente, mas perceptível – entre as suas análises incisivas dos descaminhos de diversos pensadores, para longe do caminho da iluminação, e o seu recente ataque aos ‘companheiros liberais’, mesmo que esteja lidando com opostos. Por um lado, a corrupção do filósofo por um excesso de zelo por uma verdade abrangente sobre os assuntos do mundo. Por outro lado, a corrupção do estudante por um excesso de zelo por uma única causa política, enraizada em uma preocupação solipsista pela definição pessoal, que explicitamente exclui a ideia de ação abrangendo todo o universo político. Na verdade, a conexão é clara o suficiente: Lilla não gosta do zelo. Ele desconfia da ligação da razão com a ‘paixão’.

The Shipwrecked Mind (A mente naufragada), escreve Lilla, é um produto da “minha própria leitura aleatória” – ‘aleatória’ presumivelmente teria soado demasiadamente aleatória. Não importa, um leitor aleatório pode estar procurando por algo específico. Se os pensadores podem ser divididos em ouriços com uma grande ideia e raposas com muitas ideias[2], os estudiosos que mergulham nos pensadores podem estar lendo tanto como raposa quanto como ouriço  – pegando qualquer coisa que encontram, ou seja, procurando em todo lugar por versões de uma única e essencial manifestação. Lilla é um ouriço, e a recorrência que o fascina e perturba é a passagem do filósofo para um reino vizinho de pensamento (seja, por exemplo, o político ou o religioso), uma jornada propensa à corrupção por um excesso de fé, de emoção, de romantismo, de desejo pessoal, ou de criação de mitos.

Na Mente Naufragada, a ilusão disfarçada de razão assume a forma de nostalgia, a fé visceral e perigosa do reacionário em uma era de ouro perdida que nunca existiu. Lilla escolhe Eric Zemmour, autor de Le Suicide français (O suicida francês; 2014), uma dose de best-seller de autogratificação do apocalipse que enumera a miríade de ferimentos autoinfligidos que condenaram a França, incluindo o controle da natalidade, o fim do padrão ouro e da conscrição militar, a comida halal nas escolas, a proibição de fumar, a UE e a rendição geral aos muçulmanos. Ele escreve sobre o popular livro de Brad Gregory, The Unintended Reformation (A reforma não intencional; 2012), que fantasia a Europa medieval como um lugar agradável, amoroso e harmonioso infundido com uma espiritualidade cristã universal, que a Reforma então destruiu, condenando-nos ao inferno da modernidade. Ele escreve sobre Leo Strauss, um americano nascido na Alemanha, fundador de uma escola de ciência política na Universidade de Chicago, o qual afirmou que os maiores pensadores estão possivelmente mortos, e que é, somente através do estudo detalhado de suas obras e de seus ensinamentos crípticos, que uma cátedra neoaristocrática de iluminados pode amenizar a ignorância das massas pseudodemocráticas de hoje em dia. Essas ideias, diz Lilla, foram apropriadas e distorcidas após a morte de Strauss, em 1973, por neoconservadores americanos que desejavam identificar os Estados Unidos como o novo avatar da sabedoria ateniense.

Lilla contrasta a história ‘americana’ de Strauss com a história ‘alemã’ de Martin Heidegger, outro crente em um idílio filosófico ‘prelapsariano’[3] – muito embora para Strauss, Sócrates era os bons velhos tempos, enquanto que para Heidegger, Sócrates era onde a podridão começava. O ensaio de Lilla sobre Heidegger abre A mente imprudente (The Reckless Mind), o seu primeiro livro sobre grandes pensadores que desencaminharam, e é em seu relato sobre o relacionamento entre Heidegger, Hannah Arendt e Karl Jaspers que o seu senso das fronteiras da filosofia emerge mais claramente, junto com o seu fascínio pelo que acontece quando elas são violadas.

Os três se cruzaram na Alemanha na década de 1920, quando Heidegger era o brilhante jovem filósofo e professor em Marburg, Jaspers, seu amigo filósofo, ligeiramente mais velho e um tanto temoroso, e Arendt, a estudante na iminência de sua própria vida como pensadora. Ela assistiu às palestras de Heidegger e por alguns anos, durante os quais Heidegger publicou sua obra-prima, Ser e Tempo (Sein und Zeit), eles mantiveram um caso amoroso intermitente. Jaspers supervisionou a sua dissertação. Em abril de 1933, Heidegger tornou-se reitor da Universidade de Freiburg; no mês seguinte, ele se  afiliou ao Partido Nacional Socialista e se tornou um nazista ativo e ardente.

Depois da guerra, Jaspers e Arendt pareciam considerar o impenitente e autocompetente Heidegger como além da redenção, menosprezando as suas ideias, que, ostensivamente, procuravam renunciar à metafísica como uma nova forma de superstição e misticismo. Mas, no final, foi apenas Jaspers que manteve a ruptura com seu velho amigo. Arendt decidiu que ela não poderia ficar sem a amizade de Heidegger; eles mantiveram um relacionamento on-off de 1950 até sua morte em 1975. Ela encontrou maneiras de elogiar a sua grandeza e ajudou a traduzir as suas obras para o inglês; ele escreveu poemas para ela. Ela não falou com ele sobre o nazismo dele. Por quê?

A palavra ‘paixão’ surge muito no ensaio de Lilla. Mais de quarenta anos depois da primeira vez que assistiu uma palestra de Heidegger, Arendt escreveu sobre esse primeiro encontro: “Estamos tão acostumados à velha oposição da razão versus paixão, do espírito versus vida, que a ideia de um pensamento apaixonado, em que o pensamento e a vitalidade se tornam um só, nos surpreende um pouco.” Tentando explicar o comportamento de Arendt, Lilla escreve: “Ela sabia que Heidegger era politicamente perigoso, mas parecia acreditar que sua periculosidade era alimentada por uma paixão que também inspirava o seu pensamento filosófico.” A rejeição de Jasper a Heidegger, Lilla pensa, fez dele um amigo melhor do que Arendt:

[Jaspers] se sentiu traído por Heidegger como um ser humano, como alemão e como amigo, mas especialmente como filósofo … ele viu um novo tirano entrar na alma de seu amigo, uma paixão selvagem que o desencaminhou para que apoiasse o pior dos ditadores políticos. e depois atraiu-o para a feitiçaria intelectual … Jaspers demonstrou mais zelo pelo seu antigo amigo do que Hannah Arendt e um amor mais profundo pelo chamado da filosofia.

Tudo isso tem a ver com paixões: a paixão pessoal de Arendt por Heidegger, a crença de Arendt no desejo intenso, na possibilidade de um ‘pensamento apaixonado’, e a inclinação Heidegger pelo fascismo como uma ‘paixão selvagem’. Estes são os fogos os quais Lilla acredita que ameaçam a alma sábia, embora sejam também os fogos cujo calor desperta o seu próprio interesse.

Nem sempre foi tão fácil como hoje retratar os apaixonados como nobres e os desapaixonados como ignóbeis. Em vários momentos, o herói foi o filósofo que calmamente bebeu a cicuta, o santo que silenciosamente foi para o martírio excruciante, o estoico, o da face imperturbável, o racional, o reflexivo, ou, mais recentemente, o resignadamente, conscientemente e ceticamente espirituoso, as Elizabeth Bennets do mundo. A palavra ‘entusiasmo’ foi emprestada do grego, no século XVII, como um termo de abuso para aqueles cristãos que eram vistos como intoxicados por revelações pessoais do divino – que eram, em outras palavras, muito passionais. Nós progredimos bastante desde então. Em A mente imprudente (The Reckless Mind), Lilla dá uma boa noção do que o desapaixonado moderno enfrentaria em seu comentário sobre o emigrado russo Alexandre Kojève. Kojève, que frequentou a corte entre os intelectuais de Paris antes da Segunda Guerra Mundial, foi um apóstolo de Hegel que acreditava que Stalin ou os Estados Unidos – não importava qual – estavam no final fadados a criar uma ordem global pacífica e próspera. Qualquer que fosse o conteúdo do discurso intelectual, o que era de vital importância para Kojève e seus iniciados era o fato de eles estarem engajados no ‘pensamento apaixonado’. Lilla cita Georges Bataille o qual disse que cada encontro com Kojève o deixou “quebrado, esmagado, morto dez vezes: sufocado e pregado”. Bataille sentiu a necessidade de validar uma experiência intelectual, redescrevendo-a em termos corporais – a fim de purificar um encontro sináptico, tornando-o hormonal.

Em um epílogo de A mente imprudente (The Reckless Mind), Lilla escreve sobre as tentativas fracassadas de Platão de checar os impulsos tirânicos do governante de Siracusa, Dionísio, que tinha aspirações filosóficas. Platão advertiu que as almas dos intelectuais de mente fraca são presas da atração de eros, um anseio apaixonado por uma verdade que não podem alcançar e que, consequentemente, as enlouquece. É razoável argumentar que a paixão é o rótulo da chave que abre a porta que separa o filósofo do tirano. É verdade que a paixão é a última defesa do charlatão intelectual. O problema é que ‘paixão’ é também uma palavra para descrever o meio emocional através do qual, em nossa democracia moderna – e menos ateniense – de ‘uma pessoa, um voto’, um movimento político fundamentado em ideias pode reanimar o pensamento do eleitorado.

O ensaio mais instigante de A mente imprudente (The Reckless Mind) lida com o estudioso jurídico e teórico político alemão Carl Schmitt. Schmitt afiliou-se ao Partido Nazista na mesma época que Heidegger, em maio de 1933, e tornou-se um panfletário entusiástico, fazendo prosélitos pelos direitos do Volk alemão de se unir em pureza racial sob um Führer Nacional-Socialista. Ele chamou a atenção da futura equipe de transição de Hitler em 1932, quando defendeu a questão do último governo alemão pré-nazista obter poderes de emergência para governar a Prússia. (Ele perdeu.) Ele em seguida defendeu o massacre de Hitler a opositores políticos na ‘Noite das Facas Longas’, muito embora um dos mortos fosse amigo íntimo dele. Em uma conferência realizada em 1936, para discutir as melhores maneiras pelas quais os advogados alemães não judeus poderiam tornar as coisas mais quentes para os alemães judeus, ele sugeriu que limparssem as prateleiras da biblioteca de livros de autores judeus. “Ao afastar os judeus”, disse ele, citando Hitler, “eu luto pela obra do Senhor”.

Ainda assim, os nazistas não o consideraram duro o suficiente, mesmo quando ele criou uma base legal para a expansão territorial da Alemanha. Ele caiu em desgraça. Depois da guerra, ele foi detido pelos americanos e pelos soviéticos, respondeu ao interrogatório com autojustificativas arrogantes, foi libertado e voltou para a Westfália. Lá ele morreu em 1985, aos 96 anos, completamente impenitente; seus cadernos particulares, publicados alguns anos depois, mostravam-no um virulento inimigo de judeus mesmo depois da guerra.

O passado nazista de Schmitt não ficou no caminho de sua reabilitação intelectual após a guerra, e, enquanto seja, de acordo com Lilla, pouco conhecido nos EUA, ele é considerado na Europa (e, escreveu Lilla em um intrigante artigo alguns anos atrás, pela maior parte da intelligentsia chinesa) um dos grandes teóricos políticos do século XX. Ele escreve bem; mais importante, argumenta Lilla, depois da guerra, ele foi o último alemão vivo que escreveu habilmente sobre coisas como soberania, povos de nações e guerra. O argumento de direita para estudar Schmitt é de que ele expõe como falso o ideal do liberalismo – de um contínuo global tolerante de seres humanos de individualidades diversas, mas com direitos iguais, e os seus direitos de identidade protegidos por leis baseadas em valores universais:

Quando tentam cultivar o liberalismo enquanto negligenciam os fundamentos genuínos de uma ordem política, os resultados são desastrosos, especialmente na política externa. Desde as duas guerras mundiais, os liberais ocidentais consideraram a guerra ‘impensável’. Na visão dos admiradores conservadores de Schmitt, isso significa apenas que a guerra se tornou mais irrefletida, não menos frequente ou menos brutal.

Em parte pelas mesmas razões, Schmitt também tem sido útil para certos pensadores da esquerda – Derrida, Kojève, Alain Badiou, Jacob Taubes e, mais recentemente, Slavoj Žižek. O apelo de Schmitt neste extremo do espectro é a sua evocação de uma força que esmaga a fachada liberal da classe dominante, seu endosso à virtude do antagonismo quando há uma elite dominante a ser derrubada.

Isoladamente, elementos da filosofia política de Schmitt podem ser apresentados para soar razoáveis, e até sensatos. A sua crítica da guerra da década de 1920, empreendida por governos liberais por motivos humanitários – que implicitamente torna seus oponentes desumanos, e assim marcados não pela derrota, mas pelo extermínio – encontrou uma ressonância nos anos em torno da virada do milênio. Mas, como um todo, as suas ideias são medonhas, não menos pela objetividade e pelo brilho como são expressas. Schmitt não se opõe à guerra, apenas a guerra travada pelos liberais. Para Schmitt, a guerra não é necessária nem inevitável, mas os Estados só têm sentido na medida em que estão perpetuamente à beira de uma. A sua própria definição de política é baseada na ideia de inimigos. Onde a estética distingue o belo do feio e a moralidade entre o bem e o mal, escreve ele em O conceito do político (1932), a política é a habilidade de distinguir amigo de inimigo. “Para Schmitt”, escreve Lilla, “uma coletividade é um corpo político apenas na medida em que tem inimigos”. E, para Schmitt, não há meio termo. Em suas palavras, “se uma parte da população declara que não reconhece mais os inimigos, então, dependendo da circunstância, ela se une a eles e os ajuda”.

Porque o Volk é definido pelo seu inimigo, e está sempre à beira de uma guerra, um ponto está fadado a ser alcançado na vida de uma democracia liberal quando sua fé na paz, no amor e na compreensão é mostrada como fora de lugar, e assim perde a sua autoridade. Um soberano natural assume o poder: um ditador conceitual, talvez não na forma de uma pessoa, mas de um evento, livre de leis ou princípios universais, um decisor (daí a doutrina de Schmitt do ‘decisionismo’). Mas o soberano não está simplesmente resgatando o Volk da hesitação de liberais flácidos: ele traz o Volk para fora de um estado de blasfêmia, uma vez que uma sociedade definida por inimigos é a ordem natural imposta por Deus. A injunção bíblica de amar ao próximo, diz Schmitt, “certamente não significa que se deve amar e apoiar os inimigos do próprio povo”. E como Schmitt deixou claro em 1938 em um ataque a Thomas Hobbes, o inimigo especial que Deus decretara para o Volk era em relação aos judeus, os maiores beneficiários da ordem liberal, o ‘inimigo providencial’.

Há muito de schmittiano na ascensão de Trump. Distinguir amigo de inimigo é o que o novo presidente faz. Os seus ideólogos favoritos pregam o desprezo pelo liberalismo, abraçam a ideia de um mundo cheio de inimigos da América e querem que esses inimigos não apenas respeitem o poder americano, mas também o temam. No entanto, o que eu pensava, lendo o ensaio de Lilla sobre Schmitt, era Brexit: como uma democracia liberal com um sistema representativo e judicial aparentemente robusto, que é usado para equilibrar inumeráveis grupos de interesse e projetos e regulamentos, subitamente se viu subjugada da noite para o dia, para a geração final, de uma resposta de uma palavra a uma pergunta de 16 palavras. Uma pequena maioria do Folk britânico encontrou o seu inimigo providencial na União Europeia, e o Brexit permanece soberano sobre todos, envolvendo o Parlamento ao invés de ser envolvido por esse.

Não apenas isso: assim como o aparente ‘realismo’ de Schmitt sobre um mundo dividido em amigos e inimigos cede, numa inspeção mais próxima, a uma divindade antissemita e não cristã que incita os humanos à guerra, os ideólogos supostamente teimosos e de senso comum da Brexit acabaram por empurrar, aos britânicos, uma religião pagã de culto aos antepassados, uma mitologia do excepcionalismo britânico projetada para um futuro que é construído somente sobre a fé. Muita gente comprou essa ideia, e isso não deveria surpreender: ideias metafísicas como patriotismo, autoidentificação com o heroísmo dos ancestrais em guerras pelas quais você não lutou, a unicidade da terra e do povo, a santidade das bandeiras, símbolos e cores, a santidade especial de certos túmulos e monumentos, os ritos de peregrinação a locais consagrados pela presença passada de personagens mitologizados em uma história nacional, o sentimento de pertencer a uma paisagem e o medo de corrupção por parte de não membros estão presentes em alguma medida na maioria dos eleitores. Chamar isso de ‘cultura’ não capta bem o fato de que até mesmo os menos religiosos entre nós provavelmente têm sentimentos neorreligiosos, e que mesmo o mais cristão, islâmico ou judeu provavelmente também tem interesse em tais noções pagãs como patriotismo.

Em seus ensaios sobre filósofos que erraram, Lilla é altamente sensível aos sinais de que a caída de um pensador na política pode ser causada por um excesso de entusiasmo neorreligioso, de paixão, de anseio romântico pelo Além. Não há nenhuma razão aqui para ele desviar seu foco estreito dos cumes intelectuais da Alemanha, França e Estados Unidos do século XX, a fim de considerar as centenas de milhões de pessoas que, desde o advento do sufrágio universal, foram obrigadas, ainda que brevemente, a produzir uma filosofia política pessoal, e a agir sobre ela na cabine de votação. Entretanto, em The Once e Future Liberal, (O liberal/progressista do passado e do futuro), quando Lilla entra no terreno da política prática, a filosofia dos eleitores – as crenças e as paixões dos eleitores – essas devem ser levadas em consideração, e não apenas as suas capacidades de receber racionalmente ideias racionais. Em vez disso, ele prefere repreender os ativistas cujos anseios românticos podem ser o único recurso dos liberais para se conectar com aqueles que foram alienados.

                                                                                                                                               

James Meek é editor colaborador do LRB e autor de vários romances, dos quais os mais recentes são We Are Now Beginning Our Descent e The Heart Broke In.

 

Post Script da tradutora

Sobre Mark Lilla

Mark Lilla nasceu em Detroit (EUA) em 1956, e frequentou as universidades do Michigan e de Harvard. Foi professor nas universidades de Nova Iorque e de Chicago, e é atualmente professor de Humanidades na Universidade de Colúmbia. Recebeu bolsas de investigação de várias instituições, como a Fundação Rockefeller, a Fundação Guggenheim, o Institute for Advanced Study (Princeton), o Institut d’études avancées (Paris) e a American Academy (Roma). Escreve regularmente na New York Review of Books, no New York Times e noutras publicações de renome mundial. Os seus livros estão publicados em vários países. Em 2015, foi distinguido pelo Overseas Press Club of America com o Prêmio para Melhor Comentário de Notícias Internacionais. Fonte: https://www.wook.pt/autor/mark-lilla/133096.

Livros de Mark Lilla em inglês, espanhol e português:

Lilla, Mark. The Reckless Minds: Intellectuals in Politics. New York, NYRB, 2001. Revised Edition 2016. ISBN: 9781681371177

Lilla, Mark (2001). Pensadores temerarios: los intelectuales en la política. Editorial Debate, 2004. 192 pp. ISBN: 9788483065921

Lilla, Mark (2001). A mente imprudente: os intelectuais na política. Tradução de Clóvis Marques. Record, 2017, 196 pp. ISBN: 9788501111326

 

Lilla, Mark. The Stillborn God: Religion, Politics, and the Modern West. Vintage, 2007, 2008. ISBN: 9781400079131.

Lilla, Mark. El Díos que no nació: religión, política y el Ocidente Moderno (ebook). Editorial Debate, 2010. ISBN: 9788499921020..

Lilla, Mark. A grande separação: religião, política e o Ocidente Moderno. Gradiva, 2010, 2008, 324pp. ISBN: 9789896163501.

 

Lilla, Mark. The Shipwrecked Mind: On Political Reaction. New York, NYRB, 2016. ISBN: 9781590179024.

Lilla, Mark. La mente naufragada: reacción política y nostalgia moderna  (ebook). Editorial Debate, 2017. ISBN: 9788499927824.

Lilla, Mark. A mente naufragada: sobre o espírito reacionário. Tradução de Clóvis Marques São Paulo, Record, 2018. ISBN: 978-8501109934.

 

Lilla, Mark. The Once and Future Liberal: After Identity Politics. New York, Harper, 2017. ISBN: 9780062697431*.

*Traduções para o espanhol e o português em andamento. O presente livro foi resenhado em português por Hélio Gurovitz (Época, 03/09/2017) e Jerônimo Teixeira (Veja, 03/01/2018).

 

Notas

Esta revisão foi publicada na London Review of Books, vol. 39 No. 23, 30 de novembro de 2017.

© London Review of Books & James Meek

Tradução: J Pires-O’Brien (UK)

Revisão: D Finamore (Br)

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[1] Uma organização feminista de lésbicas negras que atuou em Boston de 1974 a 1980 tendo sido instrumental em destacar que o movimento feminista branco não estava lidando com as suas necessidades particulares. Nota do tradutor (NT).

[2] ‘Pensadores ouriços e pensadores raposas’ são uma referência aos dois estilos reconhecíveis de pensamento, dos monistas e dos pluralistas, conforme discutiu Isaiah Berlin (1909-1997) em seu ensaio intitulado “O ouriço e a raposa”, no qual ele reconhece ter emprestado a narrativa do poeta grego Archilochus (680-645 AEC) que escreveu “A raposa sabe muitas coisas, mas o ouriço sabe uma coisa grande”. NT.

[3] Tradução de ‘prelapsarian’. Que pré-data à queda do homem no Jardim do Éden. NT.

James Meek

Reseñas:

The Once and Future Liberal. After Identity Politics de Mark Lilla. Harper, 160 pp, £19.00, agosto 2017, ISBN 978 0 06 269743.

The Shipwrecked Mind. On Political Reaction (La mente naufragada: reacción política y nostalgia moderna) de Mark Lilla. NYRB, 166 pp, £9.99, setembro 2016, ISBN 978 1 59017 902.

 

¿Qué es la política de identidad? ¿Sería, parafraseando a Dylan Thomas, la parte de la sociedad que usted no tiene gusto y que está luchando tan ferozmente por los propios intereses como usted por los suyos? ¿O sería, como Mark Lilla coloca en The Once y Future Liberal (El liberal/progressista del pasado y del futuro), “una pseudopolítica de autoestima, y por la autodefinición, estrecha y excluyente”? El libro pertenece al género de respuestas a la elección de Donald Trump, en el que los académicos liberales estadounidenses vuelven su rabia hacia la propia clase intelectual-política. Lilla argumenta que la búsqueda de políticas de identidad por graduados liberales – víctimas del lavado cerebral efectuada por sus profesores, consistente en una visión de mundo egocéntrico y que filtra todas las cuestiones a través de su propio conjunto de opresiones – debilitó a los demócratas, distrayéndolos de la lucha por el poder institucional en los niveles municipal, estadal y del congreso nacional. Para Lilla, el fracaso de los demócratas en ganar elecciones no es una consecuencia de candidatos malos, noticias falsas, Rusia, o la camaradería del establecimiento demócrata con la clase billonaria, o personas pensando que muchos inmigrantes están llegando y muchos empleos están saliendo. El motivo es que los liberales no establecieron una “visión imaginativa y esperanzadora” de ciudadanía en la que todos los estadounidenses podrían creer. Al contrario, ellos se dispersaron, desgastándose en la pureza hermética de las causas.

Lilla retrata las universidades de América (él es profesor de humanidades en la Universidad de Columbia) como lugares oscuros y sospechosos, donde el debate fue sofocado por la corrección política y donde el uso del pronombre ‘nosotros’ es anatematizado. Los grandes movimientos por la justicia en el pasado de América, por derechos civiles y derechos de los homosexuales y el feminismo, dice el, funcionaron a través de instituciones políticas para corregir los errores. Ellos buscaron igualdad en la ciudadanía. Aquellos que se juntaron a ellos querían formar parte de las cosas, tener las mismas oportunidades y libertades que los hombres blancos heterosexuales. Pero durante las décadas de 1970 y 1980, alentados por profesores de izquierda que fueron inspirados, a su vez, por pensadores franceses como Foucault y Derrida, criaron una nueva política que rechazaba los conceptos vinculantes como ciudadanía y deber, la cual se diseminó en los campi universitarios. Tal política enfatizaba el estatus especial que los individuos podrían adquirir en virtud de su reivindicación a una identidad específica, sea relacionada con género, orientación sexual o etnia, sea el tipo de cuerpo, incapacidad o condición médica crónica:

Lo que es extraordinario – y chocante – sobre las últimas cuatro décadas de nuestra historia es que nuestra política ha sido dominada por dos ideologías que alientan y hasta celebran el deshacer de los ciudadanos. A la derecha, una ideología que cuestiona la existencia de un bien común y niega nuestra obligación de ayudar a otros ciudadanos, a través de acciones del gobierno, si es necesario. A la izquierda, una ideología institucionalizada en facultades y universidades que hacen fetiche de nuestros apegos individuales y colectivos, aplaude la autoabsorción y lanza una sombra de sospecha sobre cualquier invocación de un nosotros democrático y universal.

El solipsismo de la política de identidad liberal es, según Lilla, el responsable de la pérdida de una generación de jóvenes activistas liberales. En vez de entonaren con las personas con un mensaje inspirador sobre cómo avanzar juntos, cuidar a los demás como ciudadanos con objetivos comunes, los jóvenes graduados de izquierda buscan la autovalidación en movimientos que enfatizan, a través de una reivindicación de opresión, las diferencias genéticas que los separan. Para ellos, la unidad del activismo político es el yo romántico; su expresión más completa, la demostración urbana en apoyo a una causa particular, tan grande y turbulenta como sea posible. Ellos son románticos, dice Lilla, y no de una buena manera. “No necesitamos más manifestantes, necesitamos más alcaldes.” Él llama al movimiento Black Lives Matter (Vidas Negras Importan), creado para desafiar la brutalidad policial contra los negros, “un ejemplo clásico de cómo no construir solidaridad”, y, empleando una expresión extraída de un artículo de Tom Wolfe, de 1970, sobre los negros que explotaron la culpa blanca para obtener donaciones municipales, acusa el movimiento de usar “tácticas Mau para disminuir la disidencia”.

En una colocación suave, los demócratas tienen un problema de base. Mucho antes de Trump se tornar presidente y los republicanos cimentar el control de ambas casas del Congreso, el Partido Republicano estaba apretando su poder en el nivel estatal. Cada estado americano tiene un mini-congreso y un jefe de Estado propio, el gobernador. De las 99 cámaras legislativas estatales (sólo Nebraska posee un legislativo de una sola cámara), los demócratas ahora controlan sólo 32; sólo 16 de los 50 gobernadores son demócratas. Durante los dos mandatos de Obama, los demócratas sufrieron una pérdida neta de casi mil asientos a nivel estatal. Mientras los progresistas estaban ocupando a Wall Street, parece que los republicanos estaban ocupando el país.

Hay una gran suposición en el centro de la tesis de Lilla. Él la presenta como un argumento de que la obsesión de los liberales con la política de identidad les impide crear una narrativa universalmente atractiva para una América cívica y comunitaria. En realidad, él tiene dos argumentos: primero, que los liberales tienen esa obsesión; y, segundo, que la política de identidad es culpable por las no comparecencias de los liberales en las batallas regionales. La suposición es que si los activistas liberales gastasen menos tiempo con políticas de movimientos, protestas y campañas de causas únicas, conducidas en las ciudades costeras, tendrían más tiempo para acercarse al Illinois de las ciudades pequeñas, entrando en contacto con los votantes indecisos para conversar sobre los emocionantes planes fiscales del candidato demócrata al Senado estadal. Esto podería suceder. Pero es igualmente probable que si los energizados jóvenes liberales, los apasionados idealistas románticos que Lilla ve con tanta hostilidad, fueren desanimados de las políticas de identidad, ellos abandonarían de una vez la política; en vez de convertir un ejército diversificado y caótico de activistas sobrepuestos en un ejército disciplinado de soldados moderados, la propia energía que mantiene a los demócratas en acción seria extinguida.

“Si quieres ganar el país de vuelta a la derecha, y traer cambios duraderos a las personas que te importan”, Lilla aconseja a los activistas, “es hora de bajar del púlpito.”

Usted necesita visitar, incluso con la mente, lugares donde el wi-fi es inexistente, el café es débil, y  donde usted no tendrá ganas de publicar en el Instagram una foto de su cena. Y donde usted va a comer con personas que agradecen genuinamente por la cena en oración. No los menosprecies. Como uno buen liberal, has aprendido a no hacer eso con campesinos en tierras lejanas; aplique la lección a los pentecostalistas del sur ya los propietarios de armas en los estados montañosos … No imponga ninguna prueba de pureza en aquellos que usted podría convencer.

Se reanuda a este mensaje algunas páginas a continuación:

Lo que se diga sobre las preocupaciones legítimas de los partidarios de Trump, no tienen excusa para votar en él. Dada su manifestación inapropiada para cargos más altos, un voto para Trump fue una traición de ciudadanía, no un ejercicio de ella … sus electores en general no sabían cómo funcionan nuestras instituciones democráticas … Todo lo que ellos parecían tener era una imagen paranoica y conspiradora del poder.

Entonces, sin pruebas de pureza, con excepción de los 63 millones de estadounidenses que votaron en Donald Trump.

Es verdad que la pasión se ha convertido en una comodidad barata, una palabra de marketing obsoleta y un accesorio político banal; y que la justificación por la pasión corre el riesgo de abrir el camino para la justificación por la rabia. Es correcto desconfiar de aquellos que traen al activismo político un deseo egoísta de trascendencia personal. Pero es difícil distinguir el charlatán, el exhibicionista y el egocéntrico del idealista genuino que quiere hacer el bien y cuya pasión puede ser sincera. Las generalizaciones de la polémica de Lilla eliden tales sutilezas. En libros anteriores, él ha sido fastidioso sobre la complejidad del pasado y contundente sobre la mitología reaccionaria de las eras de oro pasadas; acá el patina sobre las diferencias entre las varias manifestaciones históricas de la ‘política de identidad’, haciendo una división simplista de los últimos cien años de la historia política estadounidense, muestreando una ‘dispensación de Roosevelt’ y una ‘dispensación de Reagan’.

La expresión  ‘política de identidad’ es a menudo trazada a un comunicado divulgado en 1977 por la organización feminista negra Combahee River Collective, que declaró estar luchando contra sistemas interconectados de opresión, basados en raza, sexo, sexualidad y clase. “Nosotros percibimos”, ellos dijeron, “que las únicas personas que cuidan lo suficiente de nosotros para trabajar consistentemente por nuestra liberación somos nosotros … Esta focalización en nuestra propia opresión se encuentra incorporada en el concepto de política de identidad. Nosotros creemos que la política más profunda y potencialmente más radical viene directamente de nuestra propia identidad, en lugar de la lucha para acabar con la opresión de los otros.” Barbara Smith, una de las mujeres que redactó la declaración original de Combahee, apuntó, en 2015, que no había inventado el término ‘política de identidad’ para excluir a nadie, sólo para incluirse a si propios. Sin embargo, la expresión fue aprovechada por comentaristas conservadores y sufrió una mutación para adquirir el sentido peyorativo en que Lilla la usa. Lo que comenzó como una autoproclamación se convirtió en una investidura nivelada del designador al participante. El participante hace una afirmación de opresión y una reivindicación por el trato justo; el designador hace la acusación de que el participante no es realmente oprimido, que está simplemente haciendo una demanda de trato irracional que no es tan justa como especial.

La distinción que Lilla hace entre el Movimiento por Derechos Civiles de los negros en los años 1960, que buscaba la ciudadanía igualitaria en relación a los blancos, y el movimiento Vidas Negras Importan, que admite estar buscando también ciudadanía igual a los blancos (en el sentido de que tanto los negros cuanto los blancos tienen el derecho de no ser muertos por la policía sin motivo), no está claro. Ciertamente no es una distinción que Barbara Smith, una participante activa en la dessegregación desde que era estudiante en los años 1960 y una grande defensora del Black Lives Matter, reconocería. Lilla no parece notar la semejanza que hay entre su actitud hacia el movimiento Black Lives Matter – de que es una malta agresiva e impertinente de identidad política y que, a pesar de toda la legitimidad de sus demandas, necesitan ser más pacientes y tranquilos – y la actitud mareada de aquellos blancos ‘moderados’ dos cuales Martin Luther King lamentó en su famosa carta de la prisión en Birmingham, Alabama, como siendo más dedicados a la ‘orden’ do que a la ‘justicia’.

“La cosa es,” Smith dijo a la revista Curve a principios de este año,

que todo el mundo tiene una identidad – histórica, cultural, política y económicamente basada – y usted no puede deshacerse de eso. Usted no puede huir de eso. Lo que queríamos decir como feministas de color en el Combahee[1] no era que las únicas personas importantes fueran personas como nosotros. La razón por la que afirmamos tan fuertemente la política de identidad en aquel momento  – en el momento en que las mujeres negras eran tan desvalorizadas y tan marginadas que nadie pensaba que contáramos por alguna cosa – era que nadie creía que era legítimo tener nuestras propias perspectivas políticas, o incluso que había una perspectiva política para empezar. ¿Dónde estaban las mujeres negras? Era ese el punto que estábamos haciendo.

¿Sería realmente posible encontrar un período en la vida de cualquier país cuando no hubiera una minoría perjudicada – étnica, de clase, género o sexualidad, geográfica, lingüística, sectaria –, buscando reconocimiento y aceptación? ¿No sería posible que las propias mayorías tengan se creado de minorías reunidas por el escepticismo en relación a las quejas de los demás? ¿No podría ser que ‘política de identidad’ sea exactamente lo que la política se ha vuelto – o lo que siempre ha sido, de una manera que sólo ahora se ha vuelto imposible de ignorar? La estructura formal de la política de los EEUU puede todavía ser binaria, republicana versus demócrata, y es un mundo binario de liberales y conservadores lo que sostiene el libro de Lilla, pero en la realidad, como en todas las democracias mundiales, es que la política no es más unidimensional, realizada a lo largo de un eje izquierda-derecha, y sino multidimensional. Ha sido difícil encontrar términos tan ágil como ‘izquierda’ y ‘derecha’ para el nuevo escenario. Desde 1999 la Encuesta de Peritos de la Universidad de Carolina del Norte, de Chapel Hill, por ejemplo, viene trazando las ideologías de los partidos europeos en un doble eje – uno izquierda/derecha, y otro calibrada con la llamada “escala GAL-TAN”, que significa Verde (‘green’)/Alternativa/Libertária-Tradicional /Autoritaria/Nacionalista. Es pesada y no muy precisa: ‘nacionalista’, en Europa, puede significar dos cosas muy diferentes, y un gobierno verde moderno sería extremadamente hostil a los libertarios. Pero el esfuerzo amplio es el mismo sea la quien está intentando: conceptualizar la nueva política en una estructura única que incorpore los ejes económicos y culturales. El eje económico se origina en el comunitarismo, en el cual los ciudadanos son compelidos, por su propio interés, a contribuir igualmente a estructuras estatales poderosas que atienden a muchas de sus necesidades, y llega al libertarianismo, el cual afirma que cada individuo es responsable de su propio bienestar y su propia suerte, y que no debe ser obligado a ayudar a los demás. El eje cultural va del tradicionalismo, en el que los ciudadanos están vinculados por el patrimonio cultural, personalizado, y por la justicia natural, divinamente revelada (con una gran ventaja para los desviantes), por observar conceptos  – consagrados por el tiempo – acerca de género, clase y raza, al liberalismo, de acuerdo con lo cual todos los seres humanos reciben derechos iguales, junto con la libertad de ser diferente, hasta donde eso no restringe las libertades de los demás.

En los Estados Unidos y en Gran Bretaña, dos países que luchan notablemente para mantener la pretendida política unidimensional, los laboristas y los demócratas están unidos por el comunitarismo, los republicanos y los conservadores británicos por el libertarianismo. Cada partido es dividido entre tradicionalistas y liberales; cada uno sabe que sus defensores en un eje son pasibles de cruzar líneas partidarias en el otro. Hubo una época en que los centristas moderados, como Lilla, anhelaron por simplemente enfrentar al enemigo delante de él y tomar cuidado en no ser apuñalados en la espalda por los radicales en sus retaguardias. Centristas modernos, como Hillary Clinton y Ed Miliband, parecían aislados porque así estaban: ellos estaban cercados. Es demasiado tarde para pedir que los activistas abandonen la política de movimiento en favor de algún ideal de política, cuando la política de movimientos es lo que toda la política se ha se convertido. Y no sólo en el nivel superior: el Tea Party, el Momentum, el Ukip y el Scottish National Party (Partido Nacionalista Escocés) mostraron que la política de movimiento es capaz de entrar en los ayuntamientos de una manera pacífica y apasionada.

Hay uno otro problema, que Lilla evita: la cuestión incómoda de la política de identidad en la era de la globalización. Se si enmarca la ‘política de identidad’ como una distracción auto-indulgente del negocio vital de crear una visión compartida de América en que todos los estadounidenses puedan creer, usted no estará quitando sólo identidades de género, raza o sexualidad del juego; usted también estará tomando como seguro lo que significa ser ‘americano’. En un mundo sin internet o viajes aéreos baratos, en un mundo donde antes no había un sistema global de enseñanza superior, en un mundo donde el capital no podía comprar mano de obra más barata y tener impuestos más bajos, en un mundo donde los gobiernos no suministraban a sus ciudadanos pensiones y tratamiento de salud que podrían compararse con los de otros países, usted podría escapar de eso. Pero hoy nosotros no vivimos en este mundo. Es la extrema fluidez del capital, de las culturas y de las personas que crearon la política multiaxial de hoy; y rechazar la preocupación por raza, género u orientación sexual como ‘política de identidad’, aunque manteniendo una inversión incuestionable en la nacionalidad, es un razonamiento borroso.

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Sólo puede ser coincidencia que la publicación de un nuevo libro de Lilla tienda a señalar que algo terrible está a punto de suceder en los Estados Unidos. Su trabajo sobre los pensadores que proporcionan cobertura intelectual para la tiranía, Pensadores temerarios: los intelectuales en la política, fue, observa tristemente en un posfacio para su reciente reedición, publicado originalmente el 9 de septiembre de 2001. El Dios que no nació, sobre la separación entre religión y Estado, apareció cuando la crisis financiera de 2007-8 saltó de la sección de negocios a la primera página. La mente naufragada, sobre reaccionarios, apareció en el año pasado, poco antes de que Donald Trump hacerse presidente. The Once and Future Liberal (El liberal / progresista del pasado y del futuro) es inusual por ser una respuesta a una crisis, al envés de una explosión de ideas que ocurren en el contexto de una crisis, como una exhibición de fuegos artificiales en medio de una represa de artillería.

Los libros anteriores de Lilla son estudios meticulosos, elegantes y eruditos sobre pensadores cuasi siempre muertos, y principalmente europeos. Él navega por las bibliotecas como una ballena azul académica, filtrando el océano de aprendizaje para ganar los plancton de la percepción. Hay una conexión – no expuesta, pero perceptible – entre sus análisis incisivas de los recriminables descaminos de diversos pensadores para lejos del camino de la iluminación, y su reciente ataque a los ‘compañeros liberales’, aunque esté lidiando con opuestos. Por un lado, la corrupción del filósofo por un exceso de celo por una verdad integral sobre los asuntos del mundo. Por otro lado, la corrupción del estudiante por un exceso de celo por una sola Causa política, arraigada en una preocupación solipsista por la definición personal, que explícitamente excluye la idea de acción abarcando todo el universo político. En realidad, la conexión es suficientemente clara: A Lilla no le gusta el celo. Él desconfía de la conexión de la razón con la ‘pasión’.

La mente naufragada, escribe Lilla, es un producto de “mi propia aleatoria lectura”  – ‘aleatoria’ presumiblemente sonaría demasiado aleatorio. No importa, pues un lector aleatorio puede estar buscando algo específico. Si los pensadores pueden ser divididos en erizos con una gran idea y zorros con muchas ideas[2], los estudiosos que se sumergen en los pensadores pueden estar leyendo tanto como zorro cuanto como erizo – tomando cualquier cosa que encuentren, o sea, buscando en todo lugar por versiones de una única y esencial manifestación. Lilla es un erizo, y la recurrencia que lo fascina y perturba es la pasaje del filósofo hacia un reino vecino de pensamiento (sea, por ejemplo, el político o el religioso), una jornada propensa a la corrupción por un exceso de fe, de emoción, de romanticismo, de deseo personal, o de creación de mitos.

En el libro La mente naufragada, la ilusión disfrazada de razón asume la forma de nostalgia, la fe visceral y peligrosa del reaccionario en una era de oro perdida que nunca existió. Lilla selecciona Eric Zemmour, autor de Le Suicide français (El suicida francés; 2014), una dosis de best-seller de autogratificación del apocalipsis, que enumera la miríada de heridas autoinfligidas que condenaron a Francia, incluyendo el control de la natalidad, el fin de la muerte de la norma de oro y de la conscripción militar, a la comida ‘halal’ en las escuelas, la prohibición de fumar, la UE y la rendición general a los musulmanes, que escribe sobre el popular libro de Brad Gregory The Unintended Reformation (La reforma no planeada) que fantasía la Europa medieval como un lugar agradable, amoroso y armonioso, infundido con una espiritualidad cristiana universal, que la Reforma entonces destruyó, condenándonos al infierno de la modernidad. Él escribe sobre Leo Strauss, un americano nacido en Alemania, y el fundador de una escuela de ciencia política en la Universidad de Chicago, el cual afirmó que los mayores pensadores están posiblemente muertos, y que es, sólo a través del estudio detallado de sus obras y de sus enseñanzas crípticas, que una cátedra neoaristocrática de iluminados puede amenizar la ignorancia de las masas pseudodemocráticas de hoy en día. Estas ideas, dice Lilla, fueron apropiadas y distorsionadas tras la muerte de Strauss, en 1973, por neoconservadores americanos que deseaban identificar a Estados Unidos como el nuevo avatar de la sabiduría ateniense.

Lilla contrasta la historia ‘americana’ de Strauss con la historia ‘alemana’ de Martin Heidegger, otro creyente en un idilio filosófico ‘prelapsariano’[3] –  mientras para Strauss, Sócrates era los buenos viejos tiempos, para Heidegger Sócrates era donde la podredumbre comenzaba. El ensayo de Lilla sobre Heidegger abre Pensadores temerarios: los intelectuales en la política, su primer libro sobre grandes pensadores que descaminaron, y es en su relato sobre la relación entre Heidegger, Hannah Arendt y Karl Jaspers que su sentido de las fronteras de la filosofía emerge más claramente, junto con su fascinación por lo que sucede cuando se las violan.

Los tres se cruzaron en Alemania en la década de 1920, cuando Heidegger era el brillante joven filósofo y profesor en Marburg, Jaspers, su amigo filósofo, ligeramente más viejo y un tanto temeroso, y Arendt, la estudiante al borde de su propia vida como pensadora . Ella asistió a las conferencias de Heidegger y por algunos años, durante los cuales Heidegger publicó su obra maestra, Ser y tiempo (Sein und Zeit), ellos mantuvieron un caso amoroso intermitente. Jaspers supervisó su disertación. En abril de 1933, Heidegger se convirtió en rector de la Universidad de Friburgo; en el mes siguiente, se afilió al Partido Nacional Socialista y se convirtió en un nazi activo y ardiente.

Después de la guerra, Jaspers y Arendt parecían considerar al impenitente y auto competente Heidegger como más allá de la redención, menospreciando sus ideas, que ostensiblemente buscaban renunciar a la metafísica como una nueva forma de superstición y misticismo. Pero al final fue sólo Jaspers que mantuvo la ruptura con su viejo amigo. Arendt decidió que no podía quedarse sin la amistad de Heidegger; ellos mantuvieron una relación on-off de 1950 hasta su muerte en 1975. Ella encontró maneras de elogiar su grandeza y ayudó a traducir sus obras al inglés; él escribió poemas para ella. Ella no habló con él sobre su nazismo. ¿Por qué?

La palabra ‘pasión’ surge a menudo en el ensayo de Lilla. Más de cuarenta años después de la primera vez que asistió a una conferencia de Heidegger, Arendt escribió sobre ese primer encuentro: “Estamos tan acostumbrados a la vieja oposición de la razón contra la pasión, del espíritu versus la vida, que la idea de un pensamiento apasionado, el pensamiento y la vitalidad se convierten en uno solo, nos sorprende un poco.” Intentando explicar el comportamiento de Arendt, Lilla escribe: “Ella sabía que Heidegger era políticamente peligroso, pero parecía creer que su peligrosidad era alimentada por una pasión que también inspiraba su pensamiento filosófico. El rechazo de Jaspers a Heidegger, Lilla piensa, hizo de él un amigo mejor que Arendt:

[Jaspers] se sintió traicionado por Heidegger como un ser humano, como alemán y como amigo, pero especialmente como filósofo … él vio a un nuevo tirano entrar en el alma de su amigo, una pasión salvaje que lo desencadenó para que apoyara el peor de los dictadores políticos y luego lo atrapó a la brujería intelectual … Jaspers demostró más celo por su antiguo amigo que Hannah Arendt y un amor más profundo por la llamada de la filosofía.

Todo esto tiene que ver con las pasiones: la pasión personal de Arendt por Heidegger, la creencia de Arendt en el deseo intenso, en la posibilidad de un ‘pensamiento apasionado’’ y la inclinación Heidegger por el fascismo como una ‘pasión salvaje’. Estos son los fuegos os cuales Lilla cree que amenazan al alma sabia, aunque también son los fuegos cuyo calor despierta su propio interés.

Ni siempre fue tan fácil como hoy retratar a los apasionados como nobles y los desapasionados como ignorantes. En varios momentos, el héroe fue el filósofo que tranquilamente bebió la cicuta, el santo que silenciosamente fue para el martirio insoportable, el estoico, el de la cara imperturbable, el racional, el reflexivo, o, más recientemente, las Elizabeth Bennets del mundo, los que son resignadamente y conscientemente, escépticamente ingeniosos. La palabra ‘entusiasmo’ fue tomada a préstamo del griego en el siglo XVII, como un término de abuso para aquellos cristianos que eran vistos como intoxicados por revelaciones personales de lo divino – que eran, en otras palabras, por demasiado pasionales. Hemos progresado bastante desde entonces. En Pensadores temerarios, Lilla da una buena noción de lo que un desapasionado moderno enfrentaría en su comentario sobre el emigrado ruso Alexandre Kojève. Kojève, que manteneve la corte entre los intelectuales de París antes de la Segunda Guerra Mundial, fue un apóstol de Hegel que creía que Stalin o los Estados Unidos – no importaba cuál –  al final serian obligados a crear una orden global pacífica y próspera. Cualquiera que fuera el contenido del discurso intelectual, lo que era de vital importancia para Kojève y sus iniciados era el hecho de que estaban involucrados en el ‘pensamiento apasionado’. Lilla cita Georges Bataille el cual dijo que cada encuentro con Kojève lo dejó “roto, machacado, muerto diez veces: sofocado y clavado.” Bataille sintió la necesidad de validar una experiencia intelectual, redescribiéndola en términos corporales, a fin de purificar un encuentro sináptico, haciéndolo hormonal.

En un epílogo de Pensadores temerarios, Lilla escribe sobre los intentos fracasados de Platón de chequear los impulsos filosóficos del gobernante de Siracusa, Dionisio, que tenía aspiraciones filosóficas. Platón advirtió que las almas de los intelectuales de mente débil son atrapadas de la atracción de eros, un anhelo apasionado por una verdad que no pueden alcanzar y que, en consecuencia, los enloquece. Es razonable argumentar que la pasión es la etiqueta de la clave que abre la puerta que separa le filósofo del tirano. Es verdad que la pasión es la última defensa del charlatán intelectual. El problema es que ‘pasión’ es también una palabra para describir el medio emocional a través del cual, en nuestra democracia moderna – y menos ateniense – de ‘una persona, un voto’, un movimiento político fundamentado en ideas puede reanimar el pensamiento del electorado.

El ensayo más instigador de Pensadores temerarios trata del estudioso jurídico y teórico político alemán Carl Schmitt. Schmitt se afilió al Partido Nazi en la misma época que Heidegger, en mayo de 1933, y se convirtió en un panfletista entusiástico, haciendo prosélitos por los derechos del Volk alemán de unirse en pureza racial bajo un Führer nacional-socialista. Él llamó la atención del futuro equipo de transición de Hitler en 1932, cuando defendió la cuestión del último gobierno alemán pre-nazi obtener poderes de emergencia para gobernar la Prusia. (Él perdió.) Él entonces defendió la masacre de Hitler a opositores políticos en la ‘Noche de los Cuchillos Largos’ aunque uno de los muertos era amigo íntimo de él. En una conferencia en 1936, para discutir las mejores maneras en que los abogados alemanes no judíos podrían hacer las cosas más calientes para los alemanes judíos, sugirió que se limpiasen los estantes de las bibliotecas de libros de autores judíos. “Al repulsar los judíos”, dijo, citando a Hitler, “yo luto por la obra del Señor”.

Aún así, los nazis no lo consideraron lo suficientemente duro, incluso cuando creó una base legal para la expansión territorial de Alemania. Él cayó en desgracia. Después de la guerra, fue detenido por los estadounidenses y los soviéticos, respondió al interrogatorio con autojustificaciones arrogantes, fue liberado y regresó a Westfalia. Allí murió en 1985, a los 96 años, completamente impenitente; sus cuadernos particulares, publicados algunos años después, le mostraban un virulento enemigo de judíos incluso después de la guerra.

El pasado nazi de Schmitt no se quedó en el camino de su rehabilitación intelectual tras la guerra, y, mientras sea, , de acuerdo con Lilla, poco conocido en los Estados Unidos, el es considerado en Europa (y, escribió Lilla en un intrigante artículo hace algunos años, por la mayor parte de la intelligentsia china) como uno de los grandes teóricos políticos del siglo XX. Él escribe bien; y el más importante, argumenta Lilla, después de la guerra, fue el último alemán vivo que escribió hábilmente sobre cosas como soberanía, pueblos nacionales y la guerra. El argumento de la derecha para estudiar Schmitt es que el expone como falso el ideal del liberalismo – de un continuo global tolerante de seres humanos de individualidades diversas, pero con derechos iguales, sus derechos de identidad protegidos por leyes basadas en valores universales:

Cuando intentan cultivar el liberalismo mientras descuidan de los fundamentos genuinos de una orden política, los resultados son desastrosos, especialmente en la política exterior. Desde las dos guerras mundiales, los liberales occidentales consideraron la guerra ‘impensable’. En la visión de los admiradores conservadores de Schmitt, eso significa que la guerra se ha vuelto más irreflexiva, no menos frecuente o menos brutal.

En parte por las mismas razones, Schmitt también ha sido útil para algunos pensadores de la izquierda – Derrida, Kojève, Alain Badiou, Jacob Taubes, y, más recientemente, Slavoj Žižek. El llamamiento de Schmitt en este extremo del espectro es su evocación de una fuerza que aplasta la fachada liberal de la clase dominante, su endoso a la virtud del antagonismo cuando hay una elite dominante a ser derribada.

Aisladamente, elementos de la filosofía política de Schmitt pueden ser presentados para sonar razonables, y hasta sensatos. Su crítica de la guerra de la década de 1920, emprendida por gobiernos liberales por motivos humanitarios – que implícitamente hace a sus oponentes inhumanos, y así marcados no por la derrota, sino por el exterminio – encontró una resonancia en los años alrededor del cambio del milenio. Pero, como un todo, sus ideas son horribles, a pesar de la objetividad y la brillantez como son expresas. Schmitt no se opone a la guerra, sólo a las guerras hechas por los liberales. Para Schmitt, la guerra no es necesaria ni inevitable, pero los Estados sólo tienen sentido en la medida en que están perpetuamente al borde de una. Su propia definición de política se basa en la idea de enemigos. Cuando la estética distingue lo bello del feo y la moralidad entre el bien y el mal, el escribe en The Concept of the Political  (El concepto de lo político; 1932), la política es la habilidad de distinguir amigo de enemigo. “Para Schmitt”, escribe Lilla, “una colectividad es un cuerpo político sólo en la medida en que tiene enemigos”. Y, para Schmitt, no hay medio término. En sus palabras, “si una parte de la población declara que no reconoce más a los enemigos, entonces, dependiendo de la circunstancia, ella se une a ellos y los ayuda”.

Porque el Volk es definido por su enemigo, y está siempre al borde de una guerra, un punto está hadado a ser alcanzado en la vida de una democracia liberal cuando su fe en la paz, el amor y la comprensión se muestra como fuera de lugar, y así pierde su autoridad. Un soberano natural asume el poder: un dictador conceptual, tal vez no en la forma de una persona, sino de un evento, libre de leyes o principios universales, un decisor (de ahí la doctrina de Schmitt del ‘decisionismo’). Pero el soberano no está simplemente rescatando el Volk de la vacilación de liberales flácidos: él trae el Volk fuera de un estado de blasfemia, una vez que una sociedad definida por enemigos es el orden natural impuesto por Dios. La injunción bíblica de amar al prójimo, dice Schmitt, “ciertamente no significa que se debe amar y apoyar a los enemigos del propio pueblo”. Y como Schmitt dejó claro en 1938 en un ataque a Thomas Hobbes, el enemigo especial que Dios había decretado para el Volk era en relación a los judíos, los mayores beneficiarios del orden liberal, el ‘enemigo providencial’.

Hay mucho que es schmittiano en el ascenso de Trump. Distinguir amigo de enemigo es lo que hace el nuevo presidente. Sus ideólogos favoritos predican el desprecio por el liberalismo, abrazan la idea de un mundo lleno de enemigos de América y quieren que esos enemigos no sólo respeten el poder estadounidense, sino también lo teman. Sin embargo, lo que yo pensaba, leyendo el ensayo de Lilla sobre Schmitt, era Brexit: como una democracia liberal con un sistema representativo y judicial aparentemente robusto, que se utiliza para equilibrar innumerables grupos de interés y proyectos y regulaciones, de repente se vio subyugada de la noche a la mañana, para la generación final, de una respuesta de una palabra a una pregunta de 16 palabras. Una pequeña mayoría del Folk británico encontró a su enemigo providencial en la Unión Europea, y el Brexit permanece soberano sobre todos, involucrando al Parlamento en lugar de ser por el involucrado.

No sólo eso: así como el aparente ‘realismo’ de Schmitt sobre un mundo dividido en amigos y enemigos cede, en una inspección más cercana, a una divinidad antisemita y no cristiana que incita a los humanos a la guerra, a los supuestamente obstinados y de buen senso ideólogos do Brexit acabaron por empujar, a los británicos, una religión pagana de culto a los antepasados británicos, una mitología del excepcionalismo británico proyectada para un futuro que se construye solamente sobre la fe. Muchas personas compraron esa idea, y eso no debería sorprender: ideas metafísicas como patriotismo, auto identificación con el heroísmo de los ancestros en guerras por las cuales usted no luchó, la unicidad de la tierra y del pueblo, la santidad de las banderas, símbolos y colores, la santidad especial de ciertos tumbas y monumentos, los ritos de peregrinación a lugares consagrados por la presencia pasada de personajes mitologizados en una historia nacional, el sentimiento de pertenecer a un paisaje y el miedo de corrupción por parte de no miembros están presentes en alguna medida en la mayoría de los votantes. Llamar esto de ‘cultura’ no captura bien el hecho de que, incluso los menos religiosos entre nosotros, probablemente tienen sentimientos neorreligiosos, y que incluso el más cristiano, islámico o judío probablemente también tiene interés en tales nociones paganas como patriotismo.

En sus ensayos sobre los filósofos que equivocáronse, Lilla es altamente sensible a las señales de que la caída de un pensador en la política puede ser causada por un exceso de entusiasmo neorreligioso, de pasión, de anhelo romántico por el más allá. No hay ninguna razón aquí para el se desviar de su estrecho enfoque en las cumbres intelectuales de Alemania, Francia y Estados Unidos en el siglo XX, a fin de considerar a las centenas de millones de personas que, desde el advenimiento del sufragio universal, se vieron obligadas, aunque brevemente, a producir una filosofía política personal, ya actuar sobre ella en la cabina de votación. Sin embargo, en The Once y Future Libera (El liberal/progressista del pasado y del futuro), cuando Lilla entra en el terreno de la política práctica, la filosofía de los votantes – las creencias y las pasiones de los votantes –  esas deben ser llevadas en cuenta, y no sólo sus capacidades de recibir racionalmente ideas racionales. En vez de eso, el prefiere reprender a los activistas cuyos anhelos románticos pueden ser el único recurso de los liberales para conectarse con aquellos que fueran alienados.

                                                                                                                                               

James Meek es editor colaborador del LRB y autor de varias novelas, de las cuales los más recientes son We Are Now Beginning Our Descent (Ahora estamos comenzando nuestro descenso) y The Heart Broke In (La desconexon del corazón).

 

Post Script de la traductora

Acerca de Mark Lilla

Mark Lilla nació en Detroit (EEUU) en 1956, y asistió a las universidades de Michigan y de Harvard. Fue profesor en las universidades de Nueva York y de Chicago, y es actualmente profesor de Humanidades en la Universidad de Columbia. Recibió becas de investigación de varias instituciones, como la Fundación Rockefeller, la Fundación Guggenheim, el Instituto para el Estudio Avanzado (Princeton), el Institut d’études avances (París) y la American Academy (Roma). Escribe regularmente en la New York Review of Books (NYRB), en el The New York Times y en otras publicaciones de renombre mundial. Sus libros están siendo publicados en varios países. En 2015, fue distinguido por el Verseas Press Club of América con el Premio a Mejor Comentario de Noticias Internacionales. Fuente: https://www.wook.es/autor/mark-lilla/133096.

Libros de Mark Lilla en inglés, español y portugués:

Lilla, Mark. The Reckless Minds: Intellectuals in Politics. New York, NYRB, 2001. Revised Edition 2016. ISBN: 9781681371177

Lilla, Mark (2001). Pensadores temerarios: los intelectuales en la política. Editorial Debate, 2004. 192 PAÍS: 9788483065921

Lilla, Mark (2001). A mente imprudente: os intelectuais na política. Tradução de Clóvis Marques. Record, 2017, 196 pp. ISBN: 9788501111326

 

Lilla, Mark. The Stillborn God: Religion, Politics, and the Modern West. Vintage, 2007, 2008. ISBN: 9781400079131.

Lilla, Mark. El Díos que non nació: religión, política y el Ocidente Moderno (ebook). Editorial Debate, 2010. ISBN: 9788499921020..

Lilla, Mark. A grande separação: religião, política e o Ocidente Moderno. Gradiva, 2010, 2008, 324pp. ISBN: 9789896163501.

 

Lilla, Mark. The Shipwrecked Mind: On Political Reaction. New York, NYRB, 2016. ISBN: 9781590179024.

Lilla, Mark. La mente naufragada: reacción política y nostalgia moderna  (ebook). Editorial Debate, 2017. ISBN: 9788499927824.

Lilla, Mark. A mente naufragada: sobre o espírito reacionário. Tradução de Clóvis Marques São Paulo, Record, 2018. ISBN: 978-8501109934.

 

Lilla, Mark. The Once and Future Liberal: After Identity Politics. New York, Harper, 2017. ISBN: 9780062697431*.

* Traducciones para el español y el portugués en curso. Este libro fue reseñado en español por Christopher Domínguez Michael (El Universal, Opinión, 10/11/2017) y Eduardo Madina (El País, 09/02/2018).

 

Notas

Esta reseña fue publicada en el London Review of Books, bol. 39 No. 23, 30 de noviembre de 2017.

© London Review of Books

Traducción: J Pires-O’Brien (UK)

***

[1] Una organización feminista de lesbias negras que actuó en Boston desde 1974 hasta 1980, que fue instrumental para resaltar que el movimiento feminista blanco no estaba abordando sus necesidades particulares. Nota del traductor (NT).

[2] Los pensadores erizo y zorro se refieren a los dos estilos reconocibles de pensamiento, de monistas y pluralistas, como lo discutió Isaias Berlin (1909-1997) en su ensayo titulado “El erizo y el zorro”, en el que reconoce haber tomado prestada la narración del El poeta griego Archilochus (680-645 AEC) escribió: “El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo conoce una gran cosa”. NT.

[3] Traducción de ‘prelapsarian’. Que occurió em uma fecha anterior a la caída del hombre en el Jardín del Edén. NT.

Shala Andirá

Tradutora renomada dos poetas Rainer Maria Rilke e Friedrich Hölderlin, do psicólogo suíço Carl Gustav Jung e do místico São João da Cruz, Dora Ferreira da Silva (1918-2006), merece especial atenção por sua obra poética, pela qual foi contemplada com três prêmios Jabuti e com o prêmio Machado de Assis, da Academia Brasileira de Letras, pelo conjunto de sua obra.

Dora, nasceu em Conchas, São Paulo, em primeiro de julho de 1918. Casou-se aos 19 anos com o filósofo Vicente Ferreira da Silva (1916-1963), com quem estabeleceu  uma vida de companheirismo e parceria nos estudos, por 23 anos, até a morte brutal de Vicente em um acidente de carro.

A residência do casal era ponto de encontro e estadia de escritores, poetas e pensadores interessados no dialogismo e na continuidade do pensamento crítico. Com este espírito, Dora e Vicente criaram a revista Diálogo, nos anos 60, a qual contou com 16 números, interrompidos com a morte prematura deste. Um ano após a morte do marido, Dora fundou a revista Cavalo Azul que contou com 12 números dedicados à literatura e, em especial, à poesia.

A poeta foi, também, docente de História da Arte e de História das Religiões em universidades paulistas.

Ganhou o Jabuti com seu primeiro livro, Andanças. Uma coletânea de poemas produzidos a partir de 1948, e lançado na maturidade, em 1970, embora o amor pela poesia tenha surgido na infância, na biblioteca do pai, que falecera quando ela tinha apenas um ano de vida.

Publicou ao longo da vida, além de ensaios e traduções, 15 livros de poesia, entre eles sua Poesia Reunida, de 1999, que levou o prêmio Machado de Assis. Em 2003, incansável, cria, o Centro de Estudos Cavalo Azul que incorporou poetas como Cláudio Willer. Em 2004, chama novamente a atenção da crítica e dos leitores com o livro Hídrias, que reúne uma série de poemas no qual retoma um tema recorrente em sua obra: as fronteiras do sagrado.

Com a morte, em 2006, aos 87 anos, deixa inconcluso o livro no qual trabalhava três séries de poemas: O leque, Appassionata, e Transpoemas. Entre 2007 e 2009, essas séries são lançadas em três livros independentes.

Humana, entre o céu e a profundidade da terra, Dora reúne a força do ventre feminino e a sutileza nos detalhes de sua natureza com maestria de gênio.

 

Seleção de poemas de Dora Ferreira da Silva

 

PORTUGUESE

 

Eterno presente

Um mundo apenas nosso abraço unia

O céu e a Terra mal chegando ao porto

Nuvens e cabelos mar revolto

De marinheiros despertando ao dia.

 

As gaivotas forçavam nossa porta

Quando o linho das velas se abatia

Cantava o vento eterna melodia

À juventude de nossa alma absorta.

 

Isso foi ontem logo será outrora

Outros dias flutuam sobre o mar

E esse silêncio cada vez mais fundo

 

Recolhe o som que diz: “Chegada é a hora.”

Alguém responde em confidência ao ar

De um amor que no Amor gerou seu mundo.

 

 

Fronteira II

Esperava-se a fronteira.

Onde e quando?

Andávamos

sem perguntar

tão liso o dia

Ondulada a noite.

Evolava-se o ruído

do capim rasteiro.

Houve um grito? Era a fronteira

Talvez

Sua cancela aberta.

Os cães recuaram e os sentidos.

Quem nos transpôs?

Dionisos dendrites

Seu olhar verde penetra a Noite entre tochas acesas

Ramos nascem de seu peito

Pés percutem a pedra enegrecida

Cantos ecoam tambores gritos mantos desatados.

 

Acorre o vento ao círculo demente

O vinho espuma nas taças incendiadas.

Acena o deus ao bando: Mar de alvos braços

Seios rompendo as túnicas gargantas dilatadas

E o vaticínio do tumulto à Noite –

Chegada do inverno aos lares

Fim de guerra em campos estrangeiros.

 

As bocas mordem colos e flancos desnudados:

À sombra mergulham faces convulsivas

Corpos se avizinham à vida fria dos valados

Trêmulas tíades presas ao peito de Dionisos trácio,

Sussurra a noite e os risos de ébrios dançarinos

Mergulham no vórtice da festa consagrada.

 

E quando o sol o ingênuo olhar acende

Um secreto murmúrio ata num só feixe

O louro trigo nascido das encostas.

 

Kóre (I)

Por que sempre voltas mendiga

com braceletes de ouro e súplices olhos

de violeta?

Tuas sandálias te trazem nos andrajos

de púrpura. É primavera.

O vento se debate

nos arbustos brilhantes.

O jardim te espelha, pétalas refletem

teu sorriso

e se ofuscam.

Voltas. Sempre de novo és tu

e me assedias:

vaso antigo, cítara,

coluna entre o arvoredo.

Queres cantar comigo na relva da manhã?

Conheço tuas pálpebras, os anéis do teu cabelo,

a curva de teu colo. Sem te ouvir

sei como cantas.

Voltaste: é primavera.

O jardim se adorna

com joias do teu cofre

pérolas frementes.

Forças, amiga, demasiado as cordas

do meu canto.

Revela-se em mim tua fragilidade.

Demora, se puderes, e com o orvalho de teus colares claros

guarda meu pranto

quando ainda mais uma vez te fores.

SPANISH

 Kóre (I)

¿Por qué siempre regresas mendiga

com brazaletes de oro y suplicantes ojos

de violeta?

Tus sandálias te traenn en harapos

de púrpura. Es primavera.

El viento se debate

en los arbustos brillantes.

El jardín te esparce pétalos que reflejan

tu sonrisa

y se ofuscan.

 

Regresas. Siempre como tú

y me asedias:

vaso antiguo de cítara inspiración,

columna entre el arbolado.

Quieres cantar conmigo en el césped de mañana.

Conozco tus párpados, los rizos de tus cabellos,

la curva de tu cuello. Sin oírte

sé cómo cantas.

 

Regresaste, es primavera.

El jardín se adorna

con joyas de tu cofre,

perlas trémulas.

 

Fuerzas amiga demasiado las cuerdas

de mi canto.

Se revela en mí tu fragilidad.

Demora si puedes y con las cuentas de tus collares claros

guarda mi llanto

incluso cuando te vayas

(Versión de Consuelo Olvera T.)

Peter Steinfels

Mesmo sem recuperar aquele pacote de jornais franceses amarelados da prateleira de cima de um armário, é fácil relembrar a noite de 10 de maio de 1968, em Paris. Muito menos fácil, é discernir sobre o que se tratava 40 anos depois. Hormônios de adolescentes, a morte do comunismo, a morte do capitalismo, ou, como André Malraux sugeriu na época, a morte de Deus?

Malraux, o escritor, político e ministro da cultura francês na época, pode ter estado sozinho ao invocar a morte de Deus como explicação, mas ninguém duvidou que o dia 10 de maio levou uma sociedade inteira a uma avaliação rara – chame-a de exame de consciência, se você quiser – de seus valores fundamentais.

Uma semana antes, a polícia tinha sido chamada para ocupar a Sorbonne, e Paris começou a testemunhar as marchas diárias dos estudantes, geralmente culminando em escaramuças entre estudantes atirando pedras e a polícia lançando gás lacrimogêneo.

Em 10 de maio, o número de estudantes foi estimado em 20.000. Em todas as ruas que davam para a Sorbonne, eles encontraram o caminho bloqueado por vans e fileiras de policiais. Desta vez, os alunos não se dispersaram. Quando a escuridão caiu, eles começaram a tirar as pedras da calçada, a saquear obras de construção e a revirar carros estacionados a fim de construir suas próprias barricadas diante das da polícia.

Durante horas, o silencioso anel interno de barricadas policiais que se estendia ao redor de grande parte do Quartier Latin ficou cercado por um ruidoso anel externo formado pelas barricadas dos estudantes. Às 2h:15 da manhã, a polícia recebeu a ordem de atacar as barricadas dos estudantes. Como disse o ministro do Interior, “as ruas precisam estar livres para o tráfego”.

Foram necessárias três horas de combates brutais para fazê-lo: nuvens de gás lacrimogêneo, coquetéis molotov, tanques de gasolina de carros explodindo, pedras atiradas contra a polícia, estudantes perseguidos e espancados, e mais de 300 feridos, felizmente, nenhum uso de armas de fogo – e nenhuma morte.

Quando o rádio informou sobre um incêndio na rua Gay-Lussac, onde os carros de bombeiros não conseguiam chegar devido aos combates de rua e às barricadas, dois jovens americanos que moravam nas proximidades começaram a pensar sobre o que levar consigo em caso de um incêndio urbano: 1) a filha de 2 anos de idade; 2) passaportes e dinheiro; 3) as anotações relativas à dissertação. Depois disso, não importava.

A França acordou chocada. E, presumivelmente, o presidente Charles de Gaulle, que se deitara cedo. Os eventos se aceleraram. A esquerda organizou uma enorme marcha de solidariedade com os estudantes, que reocuparam a Sorbonne. Os trabalhadores começaram a ocupar as suas fábricas. Dentro de outra semana, a França foi fechada pela greve geral com a qual os revolucionários sempre sonharam.

Ele falou à nação, brevemente, no rádio. Anunciou novas eleições e sugeriu usar meios militares para restaurar a ordem. Uma demonstração habilmente preparada imediatamente inundou a avenida Champs-Élysées com centenas de milhares de cidadãos que anteriormente apresentavam um perfil discreto.

Maio passou a junho. Trabalhadores e estudantes conquistaram algumas mudanças. As eleições levaram De Gaulle e seus partidários de volta ao poder. Foi tudo meramente uma tempestade de primavera? Dificilmente. Por duas semanas surpreendentes em maio, uma nação inteira foi tomada por um frenesi de autoexame. Comitês foram formados para reestruturar o ensino secundário, a universidade, a indústria cinematográfica, o teatro, a mídia noticiosa. Todo mundo era uma cabeça falante.

O que as cabeças falantes estavam falando eram ideias geradas por uma gama louca de grupos de esquerda: socialistas revisionistas, trotskistas, maoístas, anarquistas, surrealistas e marxistas. Eles eram tanto anticomunistas quanto anticapitalistas. Alguns pareciam anti-industriais, anti-institucionais, e até antirracionais.

Três objetivos positivos e um grande medo dominavam os seus pontos de vista. Os objetivos eram a autogestão pelos trabalhadores, a descentralização do poder econômico e político e a democracia participativa nas bases. O grande temor era que o capitalismo contemporâneo fosse capaz de absorver toda e qualquer ideia ou movimento crítico e dobrá-los para a vantagem própria. Daí a necessidade de táticas de choque provocativas. “Seja realista: Exija o impossível!” foi um dos slogans do movimento de maio.

Para muitos críticos, tudo isso era apenas a convulsão final de um utopismo socialista quase religioso que há muito tempo vinha inspirando trabalhadores e intelectuais a se rebelarem contra as penas da industrialização.

Outros críticos preferiram explicações psicológicas: maio de 1968 foi um lance freudiano de revolta adolescente contra mamãe e papai. Ou foi um nostálgico ataque de encenação, uma reencenação infantil da tomada da Bastilha e outros greatest hits de revoluções da França. Ou, paradoxalmente, foi um reforço inconsciente do capitalismo de consumo individualista ao qual afirmava opor-se.

Por outro lado, o espírito antiautoritário de 1968 acabou sendo visto como uma fonte da rebelião bem-sucedida contra o comunismo do bloco soviético em 1989. A ligação foi feita graficamente em capas de livro nas quais o 68 foi virado de cabeça para baixo para ser lido 89. Afinal, a Primavera de Praga em 1968 também exibiu a mesma efervescência que atingiu Paris em maio – uma sensação de que realmente era possível escapar dos rumos da história e criar algo verdadeiramente novo.

Por acaso esse impulso utópico era um sonho ingênuo e perigoso como os conservadores políticos e religiosos costumavam dizer? Tal impulso não visava à perfectibilidade humana, mas apenas ao imaginar de que a vida poderia ser realmente diferente e muito melhor.

Em todo caso, o impulso utópico já não se encontra em evidência. Os sonhos de hoje parecem ser por natureza muito mais defensivos – amortecer as guerras, combater a fome, conter epidemias e impedir a destruição planetária.

Lamentavelmente ou não, o incêndio de 1968 apagou-se. A memória não.

                                                                                                                                               

Peter Steinfels (1941-) é professor da Universidade de Fordham e foi anteriormente co-diretor do Centro Fordham de Religião e Cultura. Foi colunista de ética do New York Times até janeiro de 2010 e correspondente sênior de religião de 1988 a 1997. Além da especialização em intersecção entre religião e cultura contemporânea, suas áreas de interesse incluem bioética, história francesa e saúde. As publicações de Steinfels incluem A People Adrift: The Crisis of the Roman Catholic Church in America (Um povo à deriva: a crise da Igreja Católica Romana na América; 2003) e Neoconservatives: The Men Who Are Changing America’s Politics (Neoconservadores: os homens que estão mudando a política da América; 1979); ele também publicou frequentemente em revistas como The New Republic. Ocupou cargos na Universidade de Georgetown, na Universidade de Notre Dame e na Universidade de Dayton, atuou como editor da revista Commonweal e foi consultor da série de periódicos religiosos e de ética da PBS. Steinfels é Ph.D. pela  Universidade de Colúmbia.

 

Notas

Este artigo foi publicado na The International Herald Tribune em 11 de maio de 2008, e reproduzido na edição eletrônica do The New York Times em 11 de maio de 2008, de onde foi obtido. Fonte: https://www.nytimes.com/2008/05/11/world/europe/11iht-paris.4.12777919.html

© The New York Times & Peter Steinfels

Tradução: J Pires-O’Brien (UK)

Revisão: D Finamore (Br)

Peter Steinfels

Incluso sin recuperar aquello paquete de periódicos franceses amarillentos del estante de arriba de un armario, es fácil recordar la noche del 10 de mayo de 1968 en París. Mucho menos fácil, es discernir sobre lo que se trataba 40 años después. ¿Fue las hormonas de adolescentes, la muerte del comunismo, la muerte del capitalismo, o, como André Malraux sugirió en la época, la muerte de Dios?

Malraux, el escritor y político y ministro de la cultura francesa en la época, podría haber sido el único que invocó la muerte de Dios como explicación, pero nadie dudó que el 10 de mayo llevó a una sociedad entera a una evaluación rara – llámela de examen de conciencia, si usted desea – de sus valores fundamentales.

Una semana antes, la policía había sido llamada para ocupar la Soborna, y París comenzó a testificar las marchas diarias de los estudiantes, generalmente culminando en escaramuzas entre estudiantes tirando piedras y la policía lanzando bombas de gas hilariante.

El 10 de mayo, el número de estudiantes fue estimado en 20.000. En todas las calles que daban a la Sorbona, encontraron el camino bloqueado por viaturas y filas de policías. Esta vez, los alumnos no se dispersaron. Cuando la oscuridad cayó, empezaron a sacar las piedras de la calzada, a saquear obras de construcción ya reventar coches estacionados para construir sus propias barricadas frente a las de la policía.

Durante horas, el silencioso anillo interno de barricadas policiales que se extendía alrededor de gran parte del Barrio Latino quedó rodeado por un ruidoso anillo externo formado por las barricadas de los estudiantes. A las 2h:15 de la mañana, la policía recibió la orden de atacar las barricadas de los estudiantes. Como dijo el ministro del Interior, “las calles deben estar libres para el tráfico”.

Se necesitaron tres horas de combates brutales para hacerlo: nubes de gas lacrimógeno, cócteles molotov, tanques de gasolina de coches explotando, piedras tiradas contra la policía, estudiantes perseguidos y golpeados, y más de 300 heridos, aunque, afortunadamente, ningún uso de armas de fuego – y ninguna muerte.

Cuando la radio informó sobre un incendio en la calle Gay-Lussac donde los carros de bomberos no alcanzaban debido a los combates callejeros y las barricadas, dos jóvenes estadounidenses que vivían en las cercanías comenzaron a pensar sobre qué llevar con ellos en caso de incendio urbano : 1) la hija de 2 años de edad; 2) pasaportes y dinero; 3) las anotaciones para la disertación. Después de eso, nada más importaba.

Francia se despertó sorprendida. Y presumiblemente, el presidente Charles de Gaulle, que había se acostado temprano. Los eventos se aceleraron. La izquierda organizó una enorme marcha de solidaridad con los estudiantes, que reocuparon a la Soborne. Los trabajadores empezaron a ocupar sus fábricas. Dentro de otra semana, Francia fue cerrada por la huelga general con la cual los revolucionarios siempre soñaron.

De Gaulle habló a la nación brevemente en la radio. Anunció nuevas elecciones y sugirió usar medios militares para restaurar el orden. Una demostración hábilmente preparada inmediatamente inundó la avenida Champs-Élysées con cientos de miles de ciudadanos que previamente apresentaban un perfil discreto.

Mayo pasó a junio. Trabajadores y estudiantes conquistaron algunos cambios. Las elecciones llevaron a De Gaulle ya sus partidarios de vuelta al poder. ¿Fue todo meramente una tempestad de primavera? Difícilmente. Por dos semanas sorprendentes en mayo, una nación entera fue tomada por un frenesí de autoexamen. Comités se formaron para reestructurar la enseñanza secundaria, la universidad, la industria cinematográfica, el teatro, los medios de comunicación noticiosa. Todo el mundo era una cabeza hablante.

Lo que las cabezas hablantes estaban hablando eran ideas generadas por una gama loca de grupos de izquierda: socialistas revisionistas, trotskistas, maoístas, anarquistas, surrealistas y marxistas. Ellos eran tanto anticomunistas como anticapitalistas. Algunos parecían ser anti industria, anti instituciones, y aún antirracionales.

Tres objetivos positivos y un gran miedo dominaban sus puntos de vista. Los objetivos eran la autogestión por los trabajadores, la descentralización del poder económico y político y la democracia participativa en las bases. El gran temor era que el capitalismo contemporáneo fuera capaz de absorber toda idea o movimiento crítico y doblarlos hacia la ventaja propia. De ahí la necesidad de tácticas de choque provocativas. “Sea realista: ¡Exija lo imposible!” fue uno de los esloganes del movimiento de mayo.

Para muchos críticos, todo eso era sólo la convulsión final de un utopismo socialista casi religioso que desde hacía mucho tiempo venía inspirando a trabajadores e intelectuales a se rebelarem contra las penas de la industrialización.

Otros críticos prefirieron explicaciones psicológicas: ¿mayo de 1968 fue un lance freudiano de revuelta adolescente contra mamá y papá? ¿O fue un nostálgico ataque de escenificación, una reencenación infantil de la toma de la Bastilla y otros greatest hits de las revoluciones de Francia? ¿O, paradójicamente, fue un refuerzo inconsciente del capitalismo de consumo individualista al que afirmaba oponerse?

Por otro lado, el espíritu anti autoritario de 1968 acabó siendo visto como una fuente de la rebelión exitosa contra el comunismo del bloque soviético en 1989. La conexión fue hecha gráficamente en portadas de libros en las cuales el 68 fue volteado de cabeza hacia abajo para ser leído 89. Después de todo, la primavera de Praga en 1968 también exhibió la misma efervescencia que alcanzó París en mayo, una sensación de que realmente era posible escapar de los rumbos de la historia y crear algo verdaderamente nuevo.

¿Acaso ese impulso utópico fue un sueño ingenuo y peligroso como los conservadores políticos y religiosos solían decir? Tal impulso no apunta a la perfectibilidad humana, sino sólo al imaginar que la vida podría ser realmente diferente y mucho mejor.

En todo caso, el impulso utópico ya no se encuentra en evidencia. Los sueños de hoy parecen ser por naturaleza mucho más defensivos – amortecer las guerras, combater el hambre, contenir epidemias e impedir la destrucción planetaria.

Lamentablemente o no, el incendio de 1968 se apagó. La memoria de 1968 no.

                                                                                                                                               

Peter Steinfels (1941-) es profesor de la Universidad de Fordham y fue anteriormente codirector del Centro Fordham de Religión y Cultura. Fue columnista de ética del The New York Times hasta enero de 2010 y correspondiente de religión de 1988 a 1997. Además de la especialización en la intersección entre religión y cultura contemporánea, sus áreas de interés incluyen bioética, historia francesa y salud. Las publicaciones de Steinfels incluyen A People Adrift: La Crisis de la Iglesia Católica en América (Un pueblo a la deriva: la crisis de la Iglesia Católica Romana en América, 2003) y Neoconservatives: Los hombres que cambian la política de los Estados Unidos (Neoconservadores: los hombres que están cambiando la política de América, 1979); también publicó a menudo en revistas como The New Republic. Ocupó cargos en la Universidad de Georgetown, en la Universidad de Notre Dame y en la Universidad de Dayton, actuó como editor de la revista Commonweal y fue consultor de la serie de periódicos religiosos y de ética de PBS. Steinfels es Ph.D. por la Universidad de Columbia.

Notas

Este artículo fue publicado en The International Herald Tribune el 11 de mayo de 2008, y reproducido en la edición electrónica de The New York Times el 11 de mayo de 2008, de donde fue obtenido. Fuente: https://www.nytimes.com/2008/05/11/world/europe/11iht-paris.4.12777919.html

© The New York Times & Peter Steinfels

Traducción: J Pires-O’Brien (UK)

Fernando R. Genovés

Raymond Aron (1905-1983) e Jean-Paul Sartre (1905-1980) nascem em Paris (França) no mesmo ano, viveram uma existência longa e uma intensa atividade intelectual de notável interesse público. Mas aí acabam as principais similaridades entre os dois personagens. O quinquagésimo aniversário de Maio 1968, que ocorre neste ano de 2018, é uma excelente oportunidade para refletir sobre a discrição e a integridade moral, assim como sobre a lição de liberdade desdobrada por Aron, para confrontá-la com a praxis daqueles filósofos e escritores que, como Sartre, se embriagaram com a ideologia marxista totalitária e se tornaram viciados no ‘ópio dos intelectuais’.

Seguindo a linha argumentativa do historiador britânico Paul Johnson no livro Intelectuals: From Marx and Tolstoy to Sartre and Chomsky (Intelectuais: de Marx e Tolstói a Sartre e Chomsky), de 2007, tal foi a decadência e a deterioração do período em questão, que se torna aconselhável e deveras prudente, distinguir entre a seita dos modernos ‘sacerdotes, escribas e profetas’, tidos como padrões do ‘mundo da cultura’, e a seita dos ‘verdadeiros livre pensadores e aventureiros da mente’, aqueles que são conhecidos de maneira mais concisa e precisa como ‘homens de letras’.

Temos aqui um caso característico de vidas inicialmente paralelas que, num dado momento e devido a causas profundas, se separam, gerando dois modelos opostos de como entender a prática do saber e o compromisso político na época contemporânea. Depois de passarem pela prestigiada École Normale Supérieure, em Paris, durante a década de 1920, Aron e Sartre completam suas formações acadêmicas na Alemanha da década de 1930, com ambos alcançando elevados níveis de competência em suas respectivas áreas. De fato, pouco depois eles se distanciam um do outro e tomam caminhos de direção oposta, reencontrando-se, fugazmente, muitos anos depois.

 

André Glucksmann e Jean Paul Sartre no Palácio Eliseu em 26 de junho de 1979. Atrás de Sartre, à direita, Raymond Aron.

Recordemo-nos da imagem em que um jovem André Glucksmann os reúne no Palácio Eliseu em 26 de junho de 1979, como parte de uma delegação de intelectuais franceses que reivindicavam ao Presidente da República que desse o reconhecimento e o apoio do governo aos boat people, os vietnamitas que haviam fugido em desespero do comunismo, depois da saída dos americanos da zona de guerra – uma retirada forçada que foi em grande parte causada pela pressão da opinião pública, e divulgada como uma bandeira emblemática do ‘espírito de maio de 68’.

Os dois personagens têm então a mesma idade venerável. Aron, de terno e gravata, sorri e exibe uma boa condição física. Sartre, apoiado em Glucksmann, vestido informalmente com uma camisa polo e um capote de malha, mostra-se circunspecto. Enquanto o primeiro encontra-se no seu lugar, cumprindo a missão à qual se dedicou em toda a sua vida, de defender a liberdade e denunciar qualquer tipo de totalitarismo, o segundo, oscilando-se entre Flaubert e os maoistas, incluindo cogitação sobre ser da existência e o nada do marxismo revolucionário, mostra-se deslocado, fora de seu lugar. Ao velho intelectual da revolução restam apenas alguns meses de vida. Talvez tivesse cumprido ali um ato de contrição formal e final, sempre de frente para os espectadores. Tarde demais. Aron, ao contrário, atende ao evento em um gesto de confirmação, de ratificação de sua fé na luta pela justiça e pela sociedade livre, e contra a tirania; discretamente, mas permanentemente, como era o seu costume. A foto que imortalizou a cena conserva todo o seu simbolismo: Sartre situa-se na frente e é o centro das atenções; Aron fica atrás, quase que encoberto por Sartre, mas seguro de si e digno, sem fingir protagonismos, e sem buscar espaço por um eventual empurrão ou acotovelamento a fim de sair na foto.

Aron e Sartre: dois personagens célebres e celebrados. No entanto, quão diferentes são as suas personalidades! Ambas as existências são grandiosas e florescentes, mas de modo algum são experiências comparáveis em termos de efeitos e reflexões; de alguma forma, são duas vidas exemplares, pelo menos em termos de mesmo sentido e valor. De fato, ambos mostram as duas faces do sábio, a do intelectual, e a do ‘homem de letras’; afinal, oferecem modelos diferentes e até antagônicos de como conceber a relação entre a busca do conhecimento e a ação política, as atitudes respectivas do pensador e do cidadão.

Podemos dizer assim: Sartre, sem entender completamente a política, entra na política, vocifera e desvaria. Ele se importa mais do que tudo em ser e se fazer notado, e em sentir-se protegido pelo grupo e pela seita devota. Ele adora sentir-se reverenciado pela multidão e por um exército de admiradores incondicionais. Quem diria isso do ‘papa’ do existencialismo, que em seus livros abominava qualquer indicação e sinal de referência, e que afirmava que o homem está completamente só na existência!

Aron, por outro lado, dedica a sua energia intelectual, que é intensa, a estudar e buscar compreender não apenas a natureza e a relevância da esfera política, mas também a sua repercussão e as suas consequências. Ele não se mete em política, mas entra na matéria política, gerando uma extensa obra. A título de exemplo, eis aqui alguns de seus títulos: L’Homme contre les tyrans (O homem contra os tiranos; 1944), Démocratie et totalitarisme (Democracia e totalitarismo;), D’une sainte famille à l’autre. Essai sur le marxisme imaginaire (De uma santa família à outra. Ensaios sobre marxismos imaginários; 1969), Études politiques (Estudos políticos; 1972). Analisando o significado da paz e da guerra, publica Penser la guerra: Clausewitz (Pensar a guerra: Clausewitz; 1976), Les Guerres en Chaine (As guerras em cadeia; 1951), Paix et guerre between les nations (Paz e guerra entre as nações;1962). Refletindo sobre o papel das elites intelectuais no destino das sociedades livres, como um tema recorrente, ele escreve L’Opium des intellectuels (O ópio dos intelectuais; 1955). Sobre maio de 68, vale destacar o seu livro Réflexions sur la révolution de mai 1968 (Reflexões sobre a revolução de maio de 1968).

Discípulo fiel do sociólogo alemão Max Weber, Aron entende que o cientista e o homem de ação, assim como a ética dos princípios e a ética da responsabilidade, não constituem parelhas próximas, mas tendem a se encontrar no horizonte da experiência. Na sua bem conhecida introdução aos não menos favoráveis ensaios de Weber, La ciencia como vocación e La política como vocación (A ciência como vocação e A política como vocação), o pensador francês de ascendência judaica escreve o seguinte:

A reciprocidade entre conhecimento e ação é imanente à própria existência do homem histórico, e não ao historiador. Max Weber proibia que o professor, dentro da universidade, tomasse partido nas brigas de fórum, mas não podia deixar de considerar a ação, pelo menos a ação mediante a caneta ou a palavra, como último objetivo de seu trabalho.

O cenário que compõe os centros de ensino, a mídia, e, em geral, os espaços culturais formadores de opinião, é uma área muito sensível e vulnerável para tomar partidos e adquirir hegemonia. Acontece que a propaganda totalitária e liberticida tomou-a como um objetivo privilegiado de dominação e expansão, algo como um laboratório e um campo de testes de engenharia social, posteriormente aplicável a toda a sociedade.

Neste cenário decide-se, em grande medida, o destino do pensamento livre e a sua sobrevivência. Ali se formam e se projetam as elites que inspiram e lideram a ação social (e também os movimentos revolucionários, as tendências e as modas ideológicas), e ali é necessário que a esfera da liberdade sobreviva. Bem, Raymond Aron, longe do trabalho de proselitismo praticado por muitos de seus colegas de profissão, foi um resistente e um sobrevivente, um homem de ação, um combatente da liberdade, que tinha de lidar, quase sempre, com a solidão intelectual e pessoal, na querela contra a seita todo-poderosa dos ‘filotirânicos’ (neologismo criado por Mark Lilla) agentes do totalitarismo, como Jean-Paul Sartre. Aron sabia que nas democracias, devido à sua natureza de sociedade aberta e seu regime de opinião pública, o impacto esmagador do ‘progressismo’ dogmático era demolidor e muito difícil de ser combatido apenas com o rigor do pensamento e a honradez intelectual.

O grande perigo que envolve os homens da ciência metidos em política, o ópio dos intelectuais, como explicou Max Weber, é, acima de tudo, a vaidade. Os espaços acadêmicos e científicos, diz o sociólogo alemão, cultivam esse tipo de doença ocupacional, que, apesar de desagradável e dolorosa para quem a sofre diretamente, é ‘relativamente inócua’. No entanto, quando eles saem desses templos e invadem a arena política, ‘a necessidade de aparecer sempre em primeiro plano’ desperta os dois grandes vícios dos políticos e de seus companheiros de jornada: a ausência de finalidades objetivas e a falta de responsabilidade.

O desvio e a pomposa irresponsabilidade moral e intelectual que Weber descreveu, e que tanto incomodou a Aron, são hoje um problema globalmente perceptível. Em todo o mundo, o ópio dos intelectuais leva muitos professores e cientistas a presidirem altos comissariados, a se juntarem a ‘comitês de peritos e acadêmicos’, aos mais diversos conselhos de pesquisa e de Estado, onde lisonjeiam os poderosos, justificando pela palavra oral e escrita o injustificável, colaborando com a mídia progressista e compartilhando os seus objetivos, ardendo-se com o desejo de ser ouvido, e dessa maneira, poder influenciar; colocando de outro modo, participar do poder, porque não é de outra maneira que eles entendem a ‘democracia participativa’.

Cinquenta anos depois de maio de 68, Jean-Paul Sartre continuará aparecendo na mídia como o símbolo, o santo e o emblema do intelectual ‘engajado’. Raymond Aron, no entanto, permanecerá, como sempre, num segundo plano, senão no esquecimento.
***
Nota do autor. Este ensaio é uma versão atualizada e ampliada de Raymond Aron y el opio de los intelectuales, publicado no jornal Libertad Digital em 17 de março de 2005.

Nota
Tradutora: J Pires-O`Brien (UK)
Revisora: D Finamore (Br)

Adam Gopnik

André Glucksmann, que murió en la noche del lunes [10 Noviembre 2015] en París, fue una de las grandes figuras y pensadores maestros de la vida francesa contemporánea, con la ironía de que gran parte de su grandeza dependía de su desmantelamiento apasionado de la idea de ‘grandes hombres’ y ‘maestros pensadores’, que él consideraba haber desfigurado la vida europea por mucho tiempo. Su muerte, a los setenta y ocho años, es más que dolorosa; es desconcertante y desorientadora. Si tuviera la suerte de conocerlo, todavía era posible imaginar un viaje de metro a su gran apartamento bohemio repleto de libros en el norte de París y, con su esposa brillante, Fanfan, empeñada a su lado – en una atmósfera siempre de algún modo más chekhoviana que francesa – tomando té y hablando sobre el mundo.

Glucksmann, cuya franja plateada y ojos de águila encapuchados, se convirtió en un icono familiar del intelecto francés – en los años setenta, cuando emergió como uno de los Nuevos Filósofos, sus cualidades telegénicas habían sido una parte innegable del paquete – no era el tipo de filósofo que le gustaba argumentar por sí mismo. Él prefería la verdad, si la pudieras encontrar, por el bien de los demás. Él tomaría todo el tiempo del mundo en busca de eso, por más remoto que fuera el caso: las luchas de los chechenos, ucranianos y ruandeses eran tan vivas para él como las preocupaciones locales de Francia. Su globalismo era un recordatorio del mejor lado del universalismo francés en un momento de contracción de horizontes.

Después de una tarde de Glucksmann, usted emergía sintiéndose un tanto avergonzado, no importa cuál fuera el asunto, de los equívocos periodísticos con los que usted podría haber llegado – y viendo, con una claridad estimulante, la verdad moral más simple de la circunstancia. La última vez que lo visité fue cuando llegué a París para escribir sobre la crisis del pueblo Roma, los gitanos. Él escuchó mientras yo me preocupaba por las muchas facetas de la ‘cuestión’ – la verdad de que los gitanos estaban involucrados en pequeños crímenes, el comprensible miedo popular de los inmigrantes, etc. Entonces él dijo simplemente: “Debemos releer a Victor Hugo. Todos están implicados. La cara feliz del nomadismo es que todos los franceses se dirigieron a Londres para ser banqueros. La cara miserable es la del pobre gitano en sus campamentos”. En el libro Les Misérables, el inspector Javert, la cruel personificación de la mente del policía, era hijo, bastardo de una familia de gitanos. Estamos todos implicados.

La erudición fácil fue más conmovedora por haber sido tan duramente conquistada. Glucksmann nació de dos apasionados peregrinos intelectuales judíos del tipo que ya fue la gloria de la mente europea. (Sus padres se conocieron cuando, en los años treinta, en Jerusalén, cada uno reconoció la capa roja del diario de Karl Kraus en sus bolsillos.) Durante la guerra fue deportado con su familia a Bourg-Lastic, una estación de espera en el camino de Auschwitz. (Ver su madre enfrentarse a la policía francesa allí, anunciando con franqueza a los internados que estaban siendo enviados a la muerte, fue, como él relató en su libro de memorias urgente, Une Rage d’Enfant (una rabia de niño), fue una la experiencia de ancla para él, probando que, confrontada con el mal, la resistencia es siempre más valiosa que la obediencia.) La experiencia de 68 lo transformaría primero en radical y luego, brevemente, en maoísta – esto ocurrió cuando las ilusiones del maoísmo sugirió que podría ser una alternativa populista al estalinismo del Partido Comunista Francés, una noción loca ahora, pero que, para entender, era preciso estar allí. Entonces, en los años setenta, bajo la influencia de Solzhenitsyn en particular, Glucksmann se volvió decisiva y permanentemente contra todas las formas de totalitarismo.

Él a veces lamentaba las posiciones anteriores, pero no la experiencia juvenil. Por entender que era fácil perseguir la pasión por la justicia y la revolución usando medidas obscenas, Glucksmann podía entender la tentación totalitaria como respuesta a una necesidad profunda e inexpugnable de la naturaleza humana por un maestro, un guía. Su amigo y compañero un tanto más joven, el escritor Pascal Bruckner, cuando se le pidió a destilar la contribución de Glucksmann al pensamiento francés, dijo que fue poner fin a cualquier romance sobre el comunismo, pero, más importante, re definir la sintonía del entendimiento francés: él dejó claro que construir un mundo más ideal era una tarea menos importante que arreglar el mal en este. “No puedo decir que debes estar a favor. Pero sé lo que estar en contra”, era una de las locaciones favoritas de Glucksmann. Era difícil saber cómo hacer un mundo mejor. Pero era fácil ver lo que se había vuelto terrible. Diseñar el orden ideal era un trabajo imposible. Guardar las víctimas de aquellos involucrados en la planificación de órdenes ideales no era, en realidad, tan difícil como nuestra pereza nos permite fingir que era.

Así, en Ruanda, en Chechenia o dondequiera que las personas fueran víctimas del ogro, él estaba allí – siempre en espíritu y muchas veces personalmente. Todos nosotros, en el curso normal de la vida, aceptamos alguna crueldad o brutalidad como esencial para el funcionamiento del mundo, o la integridad de nuestro lado, y construimos un muro de aislamiento aceptable en torno a nuestras almas. Ese ataque de drone, esa masacre de inocentes – bien, lamentable, pero, ciertamente, posiblemente necesario? Él no aceptaba nada de eso. Un admirador dijo que Glucksmann no estaba a favor de ‘derechos humanos’ sino a favor de los ‘derechos del hombre’. Esta distinción, intrigante en la superficie, era fundamental: ‘derechos humanos’ pueden ser atribuidos a grupos, clases, naciones y movimientos. Los ‘derechos del hombre’ residen sólo en individuos que tienen una reivindicación sobre nuestra humanidad, no importa cuánto parezcan estar en el camino de los derechos generales abstractos de algún otro grupo, quizás mayor.

Como Bruckner apunta, una de las singularidades de la vida de Glucksmann era que, aunque admiraba la contribución americana a la definición de libertad, nunca conoció a América. Esto lo hizo susceptible, particularmente en la época de la guerra de Irak, a una visión a veces irrealista de la pureza de las intenciones estadounidenses. Aunque algunos han dicho que ‘rabia’ – esa ‘rabia’ – fue la nota principal en su mente, la verdad es que su ‘rabia’ era más parecida a lo que llamamos indignación, y la indignación puede ser marcada por la inocencia. (Él chocó a muchos de sus amigos al endosar a Sarkozy en las elecciones de 2007 – un endoso que no retiró exactamente, pero se flexionó después de que la actitud menos acogedora de Sarkozy hacia las personas indefensas como los gitanos se hizo evidente.)

A veces era llamado el Orwell francés, y él era, de hecho, igualmente sin temor en sus compromisos, tomando lados a la izquierda ya la derecha sin la menor preocupación sobre cómo alcanzar a cualquier otra persona – quién podría enajenar, o lo que determinada la escuela de pensamiento podría desaprovecharse. Pero su estilo estaba lejos de la lucidez angloamericana, y aunque él generalmente era llamado filósofo, él no era de todo un filósofo en nuestro sentido académico de alguien que explora una serie de tópicos resumiendo el pensamiento pasado y después argumentando por una nueva conclusión. Él era realmente un ensayista, en la tradición francesa, trayendo consigo un denso enmarañado de evocaciones históricas, polémicas, ejemplos personales, ironías y discursos emocionales, todos desempeñando un papel al lado del resumen aforístico de las ideas de los filósofos más antiguos.

El estilo a veces podía ser abrumador y muchas veces era un instrumento más eficaz de placer intelectual que la persuasión política. Pero, en cambio, produjo miles de pequeñas epifanías -por ejemplo, su adorable punto ‘al dente’, detallado en uno de sus libros, que entre el ‘crudo’ y el ‘cocido’ – el amado binario simple del estructuralismo – había siempre el ‘popurrí’, el cariado, el podrido. Nuestro rechazo a aceptar el pudrimiento como una categoría propia fue, sugirió, con una encantada visaje literaria, una especie de ceguera moral, parte de una falsa dialéctica que nos cegó hacia la verdad confusa y turbulenta del mundo. El mundo real no estaba compuesto de fuerzas dialécticas oscilantes; era compuesto de reales y sufridas personas, aplastadas entre aquellas fuerzas.

Lo que era difícil de ver, a través de los elevados obituarios de esta semana, era lo dulce que un amigo podría ser: sin pretensión o arrogancia, un hombre de pura pasión intelectual, pero sin la pompa o la autoestima que aflige a la categoría. En una de esas largas tardes de conversación, él oía los varios lados de un dilema actual, en Francia o en cualquier otro lugar, observándolo con ojos somnolientos y benevolentes, y después pensaba y finalmente hablaba – más rabínico que filosófico, buscando la verdad moral central de una circunstancia complicada. Él solía comenzar esa intervención con una sonrisa cansada y quebrada y después decía otra de sus locuciones favoritas: “Óptimo. Ahora, vamos a contar hasta dos”. La verdad de que la guerra estadounidense en Vietnam estaba equivocada no significa que fuimos obligados a idealizar a sus vencedores o ver a las víctimas del poder norte-vietnamita. Sí, por supuesto, había elementos en Chechenia que eran menos que admirables – eso no alteraba el deber de rescatarlos del Putinismo. O – una verdad más desconcertante para un liberal americano involucrarse – no parece extremadamente provinciano permitir que la antipatía a George W. Bush ciegue a alguien para el mal de Saddam Hussein? Un tipo de verdad no negaba otro. Una verdad, de hecho, exigía la otra. El legado de Glucksmann tiene una simplicidad esencial que es casi tolstoiana: sea contra el mal porque usted nunca puede tener confianza sobre el bien, y cuente al menos hasta dos cuando hacer su aritmética moral. Esas son buenas verdades para dejar atrás, más bellas por lo que son engañosamente difíciles de vivir.


***

Adam Gopnik, escritor de la casa, ha contribuido a The New Yorker desde 1986. Durante su estancia en la revista, él escribió textos de ficción y de humor, reseñas de libros, perfiles, y reportó materias de otros países. Actuó como el crítico de arte de la revista de 1987 a 1995, y como corresponsal de París de 1995 a 2000. De 2000 a 2005, él escribió sobre la vida en Nueva York. Sus libros, que van desde colecciones de ensayos sobre París a alimentos e historias para niños, incluyen: Paris to the Moon (De París a la luna); The King in the Window (El rey en la ventana); Through the Children’s Gate: A Home in New York (A través de la puerta de los niños: un hogar en Nueva York); Angels and Ages: A Short Book About Darwin, Lincoln and Modern Life (Los ángeles y las edades: un pequeño libro sobre Darwin, Lincoln y la vida moderna); The Table Comes First: Family, France, and the Meaning of Food (La mesa viene primero: familia, Francia y el significado de la comida); y Winter: Five Windows on the Season (Invierno: cinco ventanas en la estación). Gopnik ganó tres premios de revistas nacionales, para ensayos y críticas, y el premio George Polk de reportajes en revistas. En marzo de 2013, Gopnik fue galardonado con la medalla de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia. También hace charlas ocasionales, y en 2011 fue el orador invitado de las Conferencias Massey de la Canadian Broadcasting Corporation. Su primer musical, ‘The Most Beautiful Room in New York,’ (El cuarto más bonito de Nueva York) fue lanzado en 2017, en el teatro Long Wharf, en New Haven, Connecticut.

 

Notas

El presente artículo fue publicado el 11 de noviembre de 2015 en la revista semanal estadounidense The New Yorker. Fuente: https://www.newyorker.com/culture/cultural-comment/the-coruscating-moral-vision-of-andre-glucksmann

© The New Yorker and Adam Gopnik.

Traducción: J Pires-O’Brien (UK).

Adam Gopnik

André Glucksmann, que morreu na noite de segunda-feira [10 de novembro de 2015], em Paris, foi uma das grandes figuras e pensadores mestres da vida francesa contemporânea, com a ironia de que grande parte de sua grandeza dependia de seu desmantelamento apaixonado da ideia de ‘grandes homens’ e ‘mestres pensadores’, que ele achava ter desfigurado a vida europeia por muito tempo. Sua morte, aos setenta e oito anos, é mais do que dolorosa; é desconcertante e desorientadora. Se você tivesse a sorte de conhecê-lo, ainda era possível imaginar uma viagem de metrô para seu grande apartamento boêmio repleto de livros no norte de Paris e, com sua esposa brilhante, Fanfan, empenhada a seu lado – numa atmosfera sempre de algum modo mais chekhoviana que francesa – tomando chá e falando sobre o mundo.

Glucksmann, cuja franja prateada e olhos de águia encapuzados, tornou-se um ícone familiar do intelecto francês – nos anos setenta, quando emergiu como um dos ‘Novos Filósofos’, suas qualidades telegênicas tinham sido uma parte inegável do pacote – não era o tipo de filósofo que gostava de argumentar por si próprio. Ele preferia a verdade, se você a pudesse encontrar, pelo bem dos outros. Ele tomaria todo o tempo do mundo em busca disso, por mais remoto que fosse o caso: as lutas dos tchetchenos, ucranianos e ruandeses eram tão vivas para ele quanto as preocupações locais da França.  O seu globalismo era um lembrete do melhor lado do universalismo francês em um momento de contração de horizontes.

Depois de uma tarde de Glucksmann, você emergiria sentindo-se um tanto envergonhado, não importa qual fosse o assunto, dos equívocos jornalísticos com os quais você poderia ter chegado – e vendo, com uma claridade estimulante, a verdade moral mais simples da circunstância. A última vez que o visitei foi quando cheguei a Paris para escrever sobre a crise do povo Roma, os ciganos. Ele escutou enquanto eu me preocupava com as muitas facetas da ‘questão’ – a verdade de que os ciganos estavam envolvidos em pequenos crimes, o compreensível medo popular dos imigrantes, etc. Então ele disse simplesmente: ‘Devemos reler Victor Hugo. Todos estão implicados. A face feliz do nomadismo é que todos os franceses foram para Londres para serem banqueiros. A face miserável é a do pobre cigano em seus acampamentos. Por ‘nós’, ele quis dizer ‘você ‘, e eu fui para casa e reli Hugo, e descobri o que Glucksmann já sabia – que, no livro Les Misérables, o inspetor Javert, a cruel personificação da mente do policial, era filho bastardo de uma família de ciganos. Estamos todos implicados.

A erudição fácil foi mais comovente por ter sido tão duramente conquistada. Glucksmann nasceu de dois apaixonados peregrinos intelectuais judeus do tipo que já foi a glória da mente europeia. (Os seus pais se conheceram quando, nos anos trinta, em Jerusalém, cada um reconheceu a capa vermelha do diário de Karl Kraus em seus bolsos.) Durante a guerra ele foi deportado com a sua família para Bourg-Lastic, uma estação de espera a caminho de Auschwitz. (Ver sua mãe enfrentar a polícia francesa lá, anunciando com franqueza aos internados que eles estavam sendo enviados para a morte, foi, como ele relatou em seu livro de memórias urgente, Une Rage d’Enfant (Uma raiva de criança), foi uma experiência de âncora para ele, provando que, confrontada com o mal, a resistência é sempre mais valiosa do que a obediência.) A experiência de 68 transformaria ele primeiro em radical e depois, brevemente, em maoista – isto ocorreu quando as ilusões do maoismo sugeriram que poderia ser uma alternativa populista ao Estalinismo do Partido Comunista Francês, uma noção maluca agora, mas que, para entender, era preciso estar lá. Então, nos anos setenta, sob a influência de Solzhenitsyn em particular, Glucksmann se voltou decisiva e permanentemente contra todas as formas de totalitarismo.

Ele às vezes lamentava as posições anteriores, mas não a experiência juvenil. Por entender que era fácil perseguir a paixão pela justiça e pela revolução usando medidas obscenas, Glucksmann podia entender a tentação totalitária como resposta a uma necessidade profunda e inexpugnável da natureza humana por um mestre, um guia. Seu amigo e colega um tanto mais jovem, o escritor Pascal Bruckner, quando solicitado a destilar a contribuição de Glucksmann ao pensamento francês, disse que foi pôr fim a qualquer romance sobre o comunismo, mas, mais importante, redefinir a sintonia do entendimento francês: ele deixou claro que construir um mundo mais ideal era uma tarefa menos importante do que consertar o mal neste. “Eu não posso te dizer que deves ser a favor. Mas eu sei o que ser contra”, era uma das locuções favoritas de Glucksmann. Era difícil saber como fazer um mundo melhor. Mas era fácil ver o que o estava tornado terrível. Projetar a ordem ideal era um trabalho impossível. Salvar as vítimas daqueles envolvidos no planejamento de ordens ideais não era, na verdade, tão difícil quanto a nossa preguiça nos permite fingir que era.

Assim, em Ruanda, na Chechênia ou onde quer que as pessoas fossem vítimas do ogro, ele estava lá – sempre em espírito e muitas vezes pessoalmente. Todos nós, no curso normal da vida, aceitamos alguma crueldade ou brutalidade como essencial para o funcionamento do mundo, ou a integridade de nosso lado, e construímos um muro de isolamento aceitável em torno de nossas almas. Esse ataque de drone, aquele massacre de inocentes – bem, lamentável, mas, certamente, possivelmente necessário? Ele não aceitava nada disso. Um admirador disse que Glucksmann não era a favor de ‘direitos humanos’ mas a favor dos ‘direitos do homem’. Essa distinção, intrigante na superfície, era fundamental: ‘direitos humanos’ podem ser atribuídos a grupos, classes, nações e movimentos. Os ‘direitos do homem’ residem apenas em indivíduos que têm uma reivindicação sobre a nossa humanidade, não importa o quanto pareçam estar no caminho dos direitos gerais abstratos de algum outro grupo, talvez maior.

Como Bruckner aponta, uma das singularidades da vida de Glucksmann era que, embora ele admirasse a contribuição americana para a definição de liberdade, ele nunca conheceu a América. Isso o tornou suscetível, particularmente na época da Guerra do Iraque, a uma visão às vezes irrealista da pureza das intenções americanas. Embora alguns tenham dito que ‘raiva’ – essa ‘raiva’ – foi a nota principal em sua mente, a verdade é que sua ‘raiva’ era mais parecida com o que chamamos de indignação, e a indignação pode ser marcada pela inocência. (Ele chocou muitos de seus amigos ao endossar Sarkozy nas eleições de 2007 – um endosso que ele não retirou exatamente, mas flexionou depois que a atitude menos que acolhedora de Sarkozy em relação a pessoas indefesas como os ciganos se tornou clara.)

Às vezes ele era chamado o Orwell francês, e ele era, de fato, igualmente destemido em seus compromissos, tomando lados para a esquerda e para a direita sem a menor preocupação sobre como atingiria qualquer outra pessoa – quem poderia alienar, ou o que determinada escola de pensamento poderia desaprovar. Mas o seu estilo estava longe da lucidez anglo-americana, e embora ele geralmente fosse chamado de filósofo, ele não era de todo um filósofo no nosso sentido acadêmico de alguém que explora uma série de tópicos resumindo o pensamento passado e depois argumentando por um nova conclusão. Ele era realmente um ensaísta, na tradição francesa, trazendo consigo um denso emaranhado de evocações históricas, polêmicas, exemplos pessoais, ironias e discursos emocionais, todos desempenhando um papel ao lado do resumo aforístico das ideias dos filósofos mais antigos.

O estilo às vezes podia ser esmagador e muitas vezes era um instrumento mais eficaz de prazer intelectual do que a persuasão política. Mas, em contrapartida, produziu milhares de pequenas epifanias – por exemplo, seu adorável ponto ‘al dente’, detalhado em um de seus livros, que entre o ‘cru’ e o ‘cozido’ – o amado binário simples do estruturalismo – havia sempre o ‘pourri’, o apodrecido, o podre. A nossa recusa em aceitar o apodrecimento como uma categoria própria foi, sugeriu ele, com uma encantada careta literária, uma espécie de cegueira moral, parte de uma falsa dialética que nos cegou para a verdade confusa e turbulenta do mundo. O mundo real não era composto de forças dialéticas oscilantes; era composto de reais e sofridas pessoas, esmagadas entre aquelas forças.

O que era difícil de ver, através dos elevados obituários desta semana, era quão doce um amigo ele poderia ser: sem pretensão ou arrogância, um homem de pura paixão intelectual, mas sem a pompa ou a autoestima que aflige a categoria. Em uma daquelas longas tardes de conversação, ele ouvia os vários lados de um dilema atual, na França ou em qualquer outro lugar, observando-o com olhos sonolentos e benevolentes, e depois pensava e finalmente falava – mais rabínico do que filosófico, buscando a verdade moral central de uma circunstância complicada. Ele costumava começar essa intervenção com um sorriso cansado e quebrado e depois dizia outra de suas locuções favoritas: “Ótimo. Agora, vamos contar até dois”. A verdade de que a guerra americana no Vietnã estava errada não significa que fomos obrigados a idealizar os seus vencedores ou a ver as vítimas do poder norte-vietnamita. Sim, é claro, havia elementos na Chechênia que eram abaixo de admiráveis ​​- isso não alterava o dever de resgatá-los do Putinismo. Ou – uma verdade mais desconcertante para um liberal americano se envolver – não parece extremamente provinciano permitir que a antipatia a George W. Bush cegue alguém para o mal de Saddam Hussein? Um tipo de verdade não negava outro. Uma verdade, de fato, exigia a outra. O legado de Glucksmann tem uma simplicidade essencial que é quase tolstoiana: seja contra o mal porque você nunca pode ter confiança sobre o bem, e, conte pelo menos até dois quando for fazer a sua aritmética moral. Essas são boas verdades para deixar para trás, tornadas mais belas pelo quão enganosamente difíceis elas são de se viver.


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Adam Gopnik, escritor da casa, tem contribuído para o The New Yorker desde 1986. Durante a sua estadia na revista, ele escreveu textos de ficção e de humor, resenhas de livros, perfis, e reportou matérias de outros países. Atuou como o crítico de arte da revista de 1987 a 1995, e como correspondente de Paris de 1995 a 2000. De 2000 a 2005, ele escreveu sobre a vida em Nova Iorque. Os seus livros, que vão de coleções de ensaios sobre Paris a alimentos e histórias para crianças, incluem: Paris to the Moon (De Paris à lua); The King in the Window (O rei na janela); Through the Children’s Gate: A Home in New York (Através do portão de crianças: um lar em Nova Iorque); Angels and Ages: A Short Book About Darwin, Lincoln and Modern Life (Anjos e idades: um pequeno livro sobre Darwin, Lincoln e a vida moderna); The Table Comes First: Family, France, and the Meaning of Food (A mesa vem primeiro: família, França e o significado da comida); e Winter: Five Windows on the Season (Inverno: cinco janelas na estação). Gopnik ganhou três prêmios de revistas nacionais, para ensaios e críticas, e o prêmio George Polk de reportagens em revistas. Em março de 2013, Gopnik foi galhardeado com a medalha de Cavaleiro da Ordem das Artes e Letras da França. Ele também faz palestras ocasionais, e, em 2011, foi o palestrante convidado das Palestras Massey da Canadian Broadcasting Corporation. O seu primeiro musical, ‘The Most Beautiful Room In New York,’ (O quarto mais bonito de Nova Iorque) foi lançado em 2017, no teatro Long Wharf, em New Haven, Connecticut.

Notas

O presente artigo foi publicado em 11 de novembro de 2015 na revista semanal americana  The New Yorker. Fonte: https://www.newyorker.com/culture/cultural-comment/the-coruscating-moral-vision-of-andre-glucksmann

© The New Yorker and Adam Gopnik.

Tradução: J Pires-O’Brien (UK); Revisão: H el Masri (UK)